– No, Javier, era la de todos. -Hablaba con voz pausada, casi sin inflexiones y me miraba sin parpadear detrás de sus gafas Truman, los ojos muy azules escudriñándome-. Afriquita se equivocó. Tuvo su oportunidad y la tiró por la borda.
– Pero, Dios mío, abuelo, ¿cómo puedes decir que tiró por la borda nada? Ella no lo hizo adrede: fue como un cordero al degolladero y le tocó un sinvergüenza que la dejó tirada. Y, además, ¿para qué existe el divorcio?
– En 1940 no sólo no existía el divorcio; la mujer separada era una mujer bajo sospecha. -Se agarró fuertemente con ambas manos a los lados del butacón, como si quisiera darse impulso-. Eso es lo que era: una mujer bajo sospecha. Y de ella se exigía una conducta aún más irreprochable que la de una mujer simplemente decente. Y además, África es mujer de acendrada religiosidad; ¿qué querías que hiciera? ¿Buscarse un amante?
– ¡Pero el hijo de… era él, Rafael o como se llamara!
– Rafael, sí. Dios le maldiga. Pero acabado el matrimonio sin que pudiera disolverse y con una hija entre las manos, te lo vuelvo a preguntar: ¿qué querías que hiciera África?
– Pero abuelo, en 1940 había anulaciones matrimoniales, había separaciones, qué sé yo…
– ¿Tú sabes lo que costaba una anulación matrimonial entonces? ¡Toda la fortuna de una casa! Oh, no creas -exclamó con súbita vehemencia-, lo intentamos. -Afirmó repetidamente con la cabeza-. Lo intentamos, sí. Pero Rafael tenía amigos en la Rota española, no le interesaba anularse…
– ¿Por qué?
– Era mala gente: yo creo que no quiso acceder a la anulación por hacernos daño. A mí me odiaba, supongo que porque yo representaba toda la honradez de que él carecía. Y a África, simplemente porque era buena. Además… ¿cómo íbamos a ir a un proceso de anulación? ¿En base a qué? ¿Debíamos perjurar todos, jurar el santo nombre de Dios en vano? Ni África, con todo su dolor y su infelicidad, habría querido hacerlo. Se quiso casar, se casó y tuvo una hija. ¿Qué motivo podía alegar? -Suspiró largamente-. Bastante padecimos con la simple separación. Hasta tuve que jurar que acogería a madre e hija para siempre en mi casa.
Baje la vista para que no se me notara el horror que me producía esta conversación. Levanté una mano.
– Bien, está bien, abuelo. Está bien. De acuerdo. La tía África no tenía salida. Le había tocado la china. El celibato para el resto de su vida.
– … Bueno, ya había probado el matrimonio, ¿no?, y le había ido mal. ¿Qué le quedaba?
– Hombre, todo esto le ocurría a los ¿qué?, ¿veinte años? -El abuelo asintió-. Le quedaba toda una vida por delante, ¿no?
Volvió a asentir, pero esta vez con mayor firmeza.
– Sí, claro. Una vida de provecho, educando a su hija con mi ayuda y preparándose para cuidar a sus padres cuando, como ya es el caso, estuvieran viejos y necesitaran de un apoyo en su vejez.
– ¿Sólo eso? Te recuerdo que ahora es viuda y que podría haberse puesto a trabajar por su cuenta… eh… ¿haberse vuelto a casar? -Ignoró la última pregunta.
– ¿Y qué otra cosa querías que hiciera? No sabía hacer nada, no tenía ni oficio ni beneficio. ¿En qué se iba a emplear?
– No lo sé, abuelo. No tengo ni idea… pero en algo que le diera algo de dinero, que le permitiera independizarse… -levanté una mano-, aunque fuera un poco.
– Ya lo intentó. Ya la dejé: se fue dos años, casi tres, a México a… -con tono despectivo-… probar fortuna. ¿Y de qué le sirvió? -Se echó hacia adelante en el sofá, supongo que para dar énfasis a la confesión de cuánto se había equivocado al dejarla marchar-. Fue a casa de mi hermana Ramona. Iba a ganar tanto y cuanto. ¿Y con qué se topó? Con el loco iluso de mi hermano Adolfo… ¡un poeta rojo despreciado por todos!, con la familia de los toreros. ¿Qué podía salir de todo aquello? Nada, hijo. Nada de nada. Hicimos un pacto cuando se fue: volvería si las cosas no le iban bien. A los tres años la mandé llamar y le recordé sus obligaciones: ¿dónde estaba su fortuna?, pregunté. En ningún sitio. Pues su turno había pasado y ahora le tocaba cuidar de su hija y de sus padres. Bastante habíamos hecho nosotros ocupándonos de Martita. Ahora le tocaba a ella -repitió, como si quisiera decir «ahora le tocaba a ella para siempre»-. ¿No te parece?
No me pedía mi opinión. Sabía que no estaba de acuerdo con él. Sólo que también sabía que él estaba en posesión de la verdad. A veces me producen verdadera envidia los que poseen la verdad con tanta convicción. Ellos solos son capaces de hundir montañas.
– ¿Convencido? -me preguntó.
– No, ya sabes que no, abuelo.
– Ay, hijo, qué poco comprendéis los jóvenes de las cosas de la vida. -Sonreí.
– Voy a ver lo que hace la abuela, que me parece que está en la cocina preparando una tortilla. Se la he pedido bien grande de despedida. -Me levanté.
– Si fueras un nieto como se debe -dijo el abuelo bajando la voz-, apartarías algo de la tortilla en tu plato, distraeríamos a tu abuela y me la podría zampar. -Le brillaron los ojos-. Ya sabes que soy rápido. Sólo necesito dos segundos.
– Está bien, está bien. Veré lo que puedo hacer por ti.
– Os oía hablar de tu tía África -me dijo la abuela nada más entrar yo en la cocina. Le cuadraba la descripción más prosaica de todas: se afanaba frente a los fogones, friendo patatas y batiendo media docena de huevos, todo prácticamente a la vez-. Me parece que haré dos tortillas.
– Sí…, estupendo. Hablábamos de la mala suerte que ha tenido la tía África en la vida.
– ¡Pobre hija! ¿Tú sabes que estuvo tres días en la clínica, una especie de maternidad sucia y maloliente que había en el hospital de Maúdes, habiendo tenido a Marta y sin que nadie acudiera a verla? Rafael, el muy sinvergüenza, se había largado. Y nosotros viviendo en la otra punta de la ciudad, con Madrid en guerra, la gente pasando hambre y sin saber siquiera que África estaba allí a dos pasos… ¡Qué horror! Cuando llegamos a recogerla, y eso porque una enfermera caritativa se acercó hasta Casado del Alisal a avisarnos, tenía las sábanas manchadas de sangre, llagas en la espalda y a la pobre Marta en brazos casi muerta de inanición. ¿Mala suerte, dices? Se puso tan contenta de vernos que no paraba de llorar. Menos mal que pudimos llevarla a casa. Todos lo pasábamos mal, pero ella… Era como si la hicieran pagar por todos los pecados de tanta gentuza como anda por el mundo. ¡Gentuza! Eso es lo que son.
– Pues sí, abuela, sí -dije a falta de alguna ocurrencia mejor.
– Menos mal que nos ha tenido a nosotros y que nos tendrá siempre. Aquí se quedará, que me parece que sola por el mundo, capaz es de que le ocurra cualquier disparate, hijo.
Suspiré, me encogí de hombros y dije:
– Abriré una botella de vino, ¿eh, abuela?
– Muy bien. Díselo a tu tía que andará por ahí y que sabrá qué vino tenemos en la despensa. Y me sacáis la gaseosa, que ya sabes que a mí me gusta el vino con gaseosa.
Me di la vuelta. En el quicio de la puerta de la cocina estaba África, mirando silenciosamente con una media sonrisa bailándole en los labios. Sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios para que yo no dijera nada.
Por extraño que parezca, fue una cena agradable, distendida. Alegre. Estábamos los cuatro solos porque Martita había tenido que irse a Nueva York a seguir un curso en su banco o a trabajar en el mercado de futuros o a comprar la General Motors, no sé, cualquier cosa. Vivía en mi casa de Manhattan y esperaba mi llegada.
Y mientras comíamos, África contó un montón de tonterías que le habían ocurrido en México con su tía Ramona, la hermana del abuelo.
– Era una mujer extraordinaria.
– … Estrafalaria -interrumpió la abuela.