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– Bueno, estrafalaria y extraordinaria a la vez. Fumaba sin parar y se repintaba la cara por lo menos una vez cada hora. ¿Tú sabes? Se había depilado las cejas tantas veces que ya no le quedaban. Y llevaba en el bolso un cartón ovalado que se ponía encima del ojo y después, de un solo trazo, zas, se dibujaba la ceja. -Rió-. A veces se le disparaba un poco hacia la sien, pero en general acertaba y luego decía: «Ay, mijita, no voy a andar como si tuviera la cara de mármol, ¿no?, pues una pinturita y ya.» ¡Qué cosas hacía! Es la única persona que ha conseguido visitar el museo antropológico de México, pero entero, ¿eh?, en menos de una hora. Recorría las galerías como un torbellino. A ti que eres novelista, chamaquito, te habría encantado; seguro que le hubieras sacado un relato de esos tuyos que hacen reír.

– Me hubiera gustado conocerla, sí. Siento que haya muerto.

– Armando vive todavía.

– ¿Su marido? -Asintió-. Pues me tienes que dar su dirección para que le visite cuando vaya a México.

África se ruborizó de golpe.

– ¿Vas a ir a México? -dijo.

– Bueno, sí, no sé, seguramente algún día.

– Te daré la dirección -dijo África y frunció el entrecejo, pero no a causa de la conversación o de sus motivos, sino porque se había puesto a observar las maniobras del abuelo para hacerse con un gran trozo de tortilla de patata que había en mi plato.

La miré con severidad para que no descubriera los manejos de su padre y para que, por una vez, no estropeara su glotonería.

– Mamá -dijo África entonces-, ¿eso que hay encima del aparador son tocinos de cielo?

La abuela giró la cabeza y dijo:

– No, hija, es un flan -y se volvió de nuevo hacia la mesa.

Pues en ese breve período de tiempo, no habrían sido más de dos segundos los que tardó en darse la vuelta, contestar, y volverse otra vez, el abuelo, en un movimiento relámpago, ensartó con su tenedor el enorme trozo de tortilla de mi plato y lo engulló como si hubiera sido una oca. Poco faltó para que soltara una carcajada y África, presa de un verdadero ataque de risa, se puso la mano delante de la boca y estuvo un buen rato sin poder pronunciar palabra.

– ¿Qué os pasa? -preguntó la abuela y nos miró con la certera sospecha de que algo se le había escapado, algo que probablemente tenía que ver con ella o… o… ¡con el abuelo!-. ¿Qué has hecho, malandrín?

El abuelo alzó las cejas.

– ¿Yo? Nada.

Era la estampa misma de la inocencia.

Fue la última vez que los vi juntos.

VIII

Nueva York es en muchos sentidos una ciudad para solitarios. Siempre que estoy allí y me reúno con los amigos que me he hecho con los años, me da la impresión de que no somos un grupo trabado, homogéneo o excesivamente íntimo de gentes que tienen mayor o menor cantidad de cosas en común, sino simplemente islas que se topan mientras van a la deriva, entran en contacto, ligan, se aman, beben y bailan, leen (es un lugar en el que se lee mucho en grupo, todos juntos o todos por separado, pero en grupo) y discuten sin parar de cosas fundamentales generalmente idiotas. Debe de ser éste uno de los lugares comunes más importantes que he escrito en mi vida, pero no sé explicar de otro modo cómo es la espuma de esta megalópolis a la vez luminosa y brutal, que ofrece todo pero que nada da a cambio de nada.

Y, luego, están los restantes millones de seres normales que también viven en la ciudad, sufren con ella, la odian, padecen sus neurosis, ven la televisión, acuden a los estadios de béisbol y de baloncesto, van a conciertos en el Carnegie o al aire libre en el Central Park y comen hamburguesas. Muchos son felices.

En Nueva York nadie lo conoce a uno (a menos de que se sea uno de los pocos personajes verdaderamente importantes, cinco o seis, no más) y, por consiguiente, es fácil disolverse en el anonimato; pero, al mismo tiempo, tiene que ser un anonimato artificioso porque, si se me permite el contrasentido, los desconocidos tienen que ser desconocidos de marca. Es importante, por ejemplo, estar sentado un sábado a mediodía en un restaurante y compartir mesa con tres autores cuyos libros están en las listas de los más vendidos de The New York Times, con un dramaturgo que tiene una obra de éxito representándose en Broadway, con un crítico literario y tres espléndidas modelos de Vogue. Lo único conocido son las caras de las modelos, pero su presencia en la mesa permite intuir que los seres anónimos que las acompañan son, con toda seguridad, gente de peso, intelectuales de fuste o millonarios o extraordinarios amantes o extravagantes gigolós. Es una gran comedia, pero resulta muy divertida y extremadamente superficial. Su mayor virtud es que puede uno separarse de grupos así durante una temporada, hacer la propia vida y volver a unirse a ellos sin gran esfuerzo ni desgaste cordial. Un lugar maravilloso para egoístas, pero muy duro para aquellos a quienes asuste la soledad o tengan un concepto fuerte de la amistad.

Es, sin embargo o a causa de todo ello, un sistema que me va perfectamente: si estoy escribiendo, no veo a nadie o veo sólo a quien me apetece; si necesito compañía, llamo y me siento a la mesa anónima de rigor o voy a un bar cualquiera y trabo conversación con la persona de al lado. La cosa tiende a adoptar inmediatamente tonos de conquista sexual de un género u otro, pero basta con no dar al incidente importancia excesiva y dejarlo caer si el asunto se complica. Otros se drogan.

Es típico, por ejemplo, que un grupo grande de gentes más o menos desconocidas entre si (seríamos una veintena) alquiláramos todos los años, entre junio y septiembre, una gran casa en los Hamptons, en el extremo este de la isla de Long Island. Situada en una playa interminable batida por el océano, era una casona de madera algo destartalada, pero muy cómoda, de grandes habitaciones distribuidas en varios niveles y a las que se accedía por distintas e intrincadas escaleras. El que quería iba a pasar el fin de semana -de viernes a domingo- y por riguroso turno de rotación cocinaba la cena del sábado. Luego cada cual hacía lo que le venía en gana: leer los periódicos, nadar en el Atlántico, correr, jugar al ajedrez, charlar, pasear, incluso ver la televisión (en un cubículo diminuto, eso sí) o hacer el amor o jugar al tenis. Si uno de los socios quería llevar a un invitado, no tenía más que llamar el miércoles o jueves para avisar. Se pagaba un tanto por invitado y de éstos se esperaba contribución en vino, a ser posible francés. Un cháteau de Burdeos levantaba oleadas de entusiasmo y, cuando menos, una nueva invitación.

Los socios se veían pocas veces en Manhattan porque no eran entre sí esa clase de amigos y porque existían entre ellos, además, grandes diferencias sociales, pero era rara la semana en que en la gran casa de la playa éramos menos de dieciocho o veinte.

Tanto Martita como yo éramos socios. Había sido ella, con su formidable capacidad de relacionarse con la gente y de organizarme la vida, la que había trabado relación con el grupo a través de un colega de su banco. Un fin de semana de dos o tres años atrás, me había llevado como invitado. Llegué con una caja de botellas del mejor Rioja y entre los dos cocinamos una paella gigante que probablemente tenía poco que ver con la idea originaria tal como es concebida en Valencia pero que fue un triunfo culinario de primer orden.

En aquellos años, en la casa de los Hamptons amé y bebí, de forma intensa y de forma casual, con y sin compromiso. Allí encontré gran parte de la relajación necesaria para olvidar la intensidad estúpida de la moralidad española. Allí aprendí a apreciar el simple juego del contacto humano sin consecuencias. Allí discurrí mis mejores páginas literarias, aunque ciertamente no fue allí donde las escribí.

A mi llegada al aeropuerto neoyorquino desde Madrid, en esta ocasión me esperaba Martita.