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– No, si es tan tonto como todo eso que te he contado de Franco, los curas y las mojigaterías de la familia.

– ¡Venga! ¿De cuándo a acá te ha preocupado Franco para que te pongas así? No te había visto esa cara desde que saliste de la cárcel hace ¿qué?, ¿quince años?

– Ya.

– Tú estás enamorado.

Me encogí de hombros. El corazón me latía muy de prisa.

– Bah -dije.

– Y si estás enamorado y te has venido con esa cara es que te han dado unas calabazas monumentales o es que la chica está casada. ¿La conozco?

– No.

– No tiene remedio, ¿no?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

– No.

– Vaya. ¿Eso es todo?

– Sí.

Me agarró del brazo.

– Vamos a comprar los periódicos -dijo.

Hacía un día espléndido de los que sólo son posibles en Nueva York, cuando a la ciudad y sus aledaños les da por compensar a sus habitantes del viento y del frío y de la nieve con que los ha castigado durante meses. Martita y yo decidimos desayunar en el pueblo y regresar después a la casa dando un largo rodeo por la playa. La arena de Long Island es oscura, casi gris, y la violencia de las olas del invierno le forma dunas que con el tiempo se cubren de cañas y yerbajos; en primavera se llenan de flores, no muy bonitas, ni muy especiales, pero son flores. Mi estado de ánimo necesitaba flores y el mar enorme.

– Me voy a ir unos días, ¿sabes?

– ¿Adonde, Javirín?

– No sé. Por ahí. A pensar…, bueno, a pensar no. Bastante he pensado ya. A quitarme el muermo.

– Eh, Javirín. -Me detuve y me volví hacia ella. Sonreía-. ¿Tienes cincuenta mil dólares?

– ¿Qué?

– Que si tienes cincuenta mil dólares.

– Sí. ¿Para qué los quieres?

Rió.

– Para invertírtelos. Te voy a hacer rico. Llorarás, pero tendrás una cuenta en el banco que meterá miedo. Ya sabes… las penas con pan…

Echó a correr por la playa.

Por la noche, Martita y yo cocinamos una enorme paella, cantamos, bebimos vino, hablé abrazado (mano sobre hombro) con un armenio profesor de filosofía de la universidad sobre los valores éticos y la capacidad de revolución del hombre solo, es decir, del sacrificio testimonial e inútil, bailé salsa con una portorriqueña espléndida a la que amé en tiempos (y que años atrás me había enseñado el ritmo una noche en que se había apiadado de mí en la pista de baile del Serpent, uno de los enormes desvanes -los lofts- de viejos edificios en Broadway en los que, con una docena de cartones multicolores, unos cuantos focos, whisky servido en vaso de plástico y poderosísimos altavoces, las gentes del Spanish Harlem pasan el fin de semana bailando son), nadé en el océano, me arañé la tristeza y no conseguí secarme las lágrimas.

IX

México me gustaba poco como ciudad. Me desconcertaba, me apabullaba y encima no olía demasiado bien a causa del mal refinado de la gasolina, del infernal tráfico y de la terrible polución medioambiental. Durante años mis relaciones con México fueron pésimas. Como soy una persona de estructura fundamentalmente urbana (lo que suele llamarse una flor de asfalto), sólo si mis relaciones con una ciudad son buenas, o cuando menos aceptables, puedo respirar con normalidad y moverme por ella a mis anchas. Para mí una urbe es un ser humano con el que debo establecer un contacto de comprensión mutua, de empatía y, si puedo, de simpatía. Eso es lo que me ocurre con Nueva York, pese a su alma fría de art-déco, pese a sus peligros, pese a los rigores de su soledad.

Pero México… Es más que posible que, en la década de los setenta no le diera suficientes oportunidades de conquistarme, de buscarme las vueltas, de conocer a sus gentes. Iba poco, bien es verdad, pero siempre llevaba la actitud forzadamente equivocada de quien invierte en exceso en algo que no le convence: hacía un esfuerzo denodado por ignorar la pobreza, la amenaza implícita en los policías de tráfico y sus «mordidas», el gigantismo depauperado, la repulsión instintiva que me provocaba un sistema político tramposo. Conocí a sus gentes más refinadas y me trataron mejor que bien, conocí sobre todo a los españoles que emigraron allá después de la guerra civil, escuché atentamente sus historias de amor y agradecimiento hacia quienes los habían acogido como si fueran sus propias familias y esas historias me desconcertaron, me admiraron incluso, pero no me sedujeron. ¿Qué puedo decir? Aquello era 1974 y nos daban lecciones de democracia sin razón alguna (ninguno de los dos disfrutábamos del beneficio), mientras que las clases pudientes eran más conservadoras que los franquistas en España y sólo pensaban en cruzar el charco para disfrutar de la paz española. Horrible.

En tiempos recientes había estado en México D.F. tres o cuatro veces para hablar mal de Franco y de su régimen, aprovechando mi más que relativa condición de perseguido político en España (un par de ocasiones en la cárcel -no demasiado graves ni demasiado largas ni demasiado incómodas ni a continuación de una excesiva tortura física, la verdad sea dicha-, una retirada de pasaporte -pronto recuperado en el consulado de España en Nueva York-, un par de ensayos y un artículo aquí y allá). Circunstancias estas que me franqueaban las puertas del país con generosidad extrema. Todo eso, además, había incrementado mi fama como escritor más allá de lo razonable y, ciertamente, de lo merecido. «Bueno -solía decir John Little, mi editor-, eso vende libros, Xavier. Tú ¿qué quieres? Vender libros ¿no? Pues eso vende libros, amor mío. En lo que a mí hace, eres un mártir del franquismo, una luminaria de la revolución, aunque tú y yo sepamos que eres un burgués comodón, un poco liberal y extremadamente frívolo.»

Al regreso de los Hamptons, el lunes por la mañana me acerqué a la oficina de AeroMéxico en la Quinta Avenida y pedí un billete.

– ¿Para cuándo lo quiere, señor?

– Para hoy.

– ¿Esta tarde a las cuatro p.m.? Hay un vuelo con escala en Houston, señor.

Asentí.

– Esta tarde.

Volví a casa, en un maletín metí las cuatro cosas más indispensables, unas mudas, un traje ligero. Luego escribí una breve nota para Martita: «Ya sabes que me iba. Vuelvo. Besos, J.»

En México siempre me alojé en el hotel Century en la calle Liverpool, simplemente porque la zona Rosa me parece el lugar más delicioso de la ciudad. Luego, con el tiempo y la aparición del hotel Camino Real, he tendido a irme allá. No es traición, sino simple aburguesamiento. Pero en aquella ocasión de junio de 1974, aún me fui al Century. Me instalé, pedí algo ligero para cenar en mi habitación y me acosté.

No tenía ningún plan preconcebido. Cuando decidí impulsivamente comprar el billete de avión, nada me empujaba realmente a ir a México, si se exceptúa cumplimentar el vago deseo de visitar a Armando Leontieff, el viudo de la tía Ramona y único superviviente (me parecía recordar que no había muerto o por lo menos nadie lo había comentado en Madrid) de nuestra familia mexicana. No sabía ni lo que quería averiguar de él, si es que algo había que averiguar, a no ser quitarme la curiosidad sobre lo que había sido la vida de África allí: quiénes habían sido sus amigos, dónde había tenido su casa, en qué había trabajado, dónde lo había hecho, cómo se había ligado al mundo del toreo y lo conocía tan profundamente. Que nadie me pregunte por qué no lo había hecho antes. No sabría qué contestar.

Lo que sí sé es que, de pronto, al reflexionar sobre todo aquello durante las largas horas de vuelo, comprendí lo que, inundado de dolor, no había sido capaz de percibir hasta entonces: que mi conversación de Las Rozas con África había sido realmente catártica. No: catártica es una cursilería. Es más justo decir que aquel atardecer me había roto en mil pedazos.