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Y supe que para reconstruirme necesitaba cerrar un ciclo sentimental que me había ido manteniendo atado a África sin que ella lo sospechara siquiera y que ahora se había intensificado hasta límites que se me hacían insoportables. O lo rompía ahora, de un tajo, o ya no me iba a ser posible vivir la vida, no me iba a ser posible regresar jamás a Madrid y enfrentarme con África. Tenía que asumir que había perdido mi batalla conmigo mismo, tenía que aceptar que si me habían fallado los arrestos para hacer aquella tarde en el jardín de los abuelos lo único que mi corazón hubiera querido, nunca más ocurriría. Nunca más me acercaría tanto a la locura.

¿Pero cómo podía yo tomar una decisión así tan tranquilamente, como si se tratara de la simple operación de cortar el contacto del motor de un coche?

¿Era posible alejarme de ella sin más? ¿En verdad que África no había entendido lo que le estaba gritando con mis silencios? No, no, Javier. Ella, en realidad, sí lo había comprendido. Tenía que haberlo comprendido. Repasé, como lo había hecho ya decenas de veces, nuestra conversación, escudriñé sus detalles en mi memoria, escuché las tonalidades de la voz, fotografié de nuevo las miradas… ¿Qué quería decir, si no, «ay, Javier, hay quienes hemos nacido para no ser felices»? Oh, sí: África lo había comprendido todo y había preferido no escuchar nada. Había tirado deliberadamente la última oportunidad por la borda. África la dulce, la sufrida, había preferido impedir una vez más que una ola cualquiera (bueno, permítaseme la humorada de decir que, bien pensado, no habría sido una ola sino un maremoto) rompiera la armonía, la paz de muertos en que se había convertido aquella familia.

Pero la culpa había sido mía.

Y ahora estaba en México sin saber muy bien para qué: con algunas excusas. Tal vez con algunas respuestas, pero sin ninguna pregunta sensata que hacerme.

Localizar a Armando. Bueno. Pasito a paso.

Para intentarlo, llamé a un viejo profesor español, exiliado de la guerra civil, con el que había establecido una cierta relación, si no de amistad íntima, al menos de gran cordialidad, desde mi primera visita al país. Era un tipo muy anciano ya, pero de gran viveza intelectual, que se me había hecho inmediatamente simpático porque en los tiempos iniciales del indigenismo mexicano agresivo, al poco de empezar la segunda guerra mundial, cuando todos los mexicanos habían comenzado a encontrarse raíces indias y a rechazar sus orígenes españoles, casi lo matan por una broma inocente pero muy ofensiva que había gastado. En la intersección de Reforma con Insurgentes hay plantado, como todo el mundo sabe, un gran monumento dedicado a Cuauhtémoc, último emperador azteca y primer héroe mexicano. Cuenta la leyenda que, tras capturarlo mientras intentaba huir, los españoles lo torturaron y le quemaron los pies.

Un día en que el sentimiento indigenista estuvo particularmente exacerbado y el odio hacia Franco se mezclaba con el odio o con el complejo hacia lo español, la figura de Cuauh-témoc fue ensalzada hasta límites heroicos, recordándose públicamente la indignidad de Hernán Cortés, que había osado quemarle los pies.

Al día siguiente el monumento del cruce de Insurgentes con Reforma apareció con un soplillo cuidadosamente colocado sobre las extremidades inferiores del gran héroe indígena.

Nunca fue pública la autoría de la barbaridad pero la ofensa nacional fue inmediata y grande y si alguien hubiera pillado entonces a mi buen amigo el profesor, sin duda habría acabado con su vida. Las cosas fueron calmándose y sólo con el paso de los años pudo hablarse del hecho y susurrarse el nombre del bromista, que para entonces era ya demasiado respetado y anciano como para padecer la represalia a que se había hecho acreedor. Además, mal habrían hecho en ofenderse con un intelectual que, a lo largo de sus años de docencia en la universidad, había defendido el indigenismo -y luego el tercermundismo- con mucha consecuencia y desde posiciones razonadamente moderadas y ciertamente inteligentes.

Lo localicé en el hospital de la Beneficencia Española reponiéndose de una gripe que casi lo había llevado al otro mundo. Aceptó que fuera a visitarlo, y un azaroso viaje en un taxi maloliente me llevó hasta él.

Estaba en su cama de hospital con las sábanas recién cambiadas bien remetidas y varios almohadones colocados de tal modo que pudiera permanecer incorporado sin que le incomodara el resto del excesivo fluido causado en los pulmones por su reciente neumonía.

– ¡Mi querido Javier! -exclamó débilmente al verme entrar-. Con cuánto gusto lo veo en tan espléndida forma.

Jadeaba un poco y estaba muy envejecido.

– Tumbado y todo, don José, tiene usted un aspecto magnífico -contesté.

Ambos habíamos tenido días mejores. Me acerqué a la cama y le estreché la frágil mano derecha, toda hueso y piel, entre las dos mías.

– No me diga babosadas, que casi me dejo el pellejo en esta clínica del diablo. Estoy vivo de milagro, ande. ¿Qué lo trae por aquí? -Siempre fue iguaclass="underline" derecho al grano.

Busqué una silla con la mirada, fui a ella, la agarré por el respaldo y la acerqué hasta la cabecera de la cama de mi viejo amigo.

– La familia Anglés, don José -contesté sentándome.

Levantó las cejas con sorpresa:

– ¿Adolfo? ¿Sus hermanas? ¿Carlos Mata? ¡Pero si murió la mitad de ellos! Y usted lo sabe. Ya habían muerto la última vez que usted estuvo por aquí. Hombre, no a Adolfo porque su muerte ya fue solemne y era conocida, pero a los demás ya los quiso ver y no pudo, ¿no lo recuerda?

Era cierto que pocos años antes, con ocasión de mi primera visita a México, había hecho, sin demasiado ahínco bien es verdad, un intento por ver a la tía Ramona. Adolfo Anglés había muerto ya (me hubiera gustado hablarle, oírle la voz, percibirle el sentimiento, pero llegué tarde). Y yo pensaba en otras cosas, llevaba tiempo sin viajar a España, confinado en un au-toexilio que me tenía alejado hasta de la familia y, por consiguiente, la vida mexicana de África me era aún muy ajena.

– Sí, sí, claro -dije-. Pero es que… No sé. Lo cierto es que… ¿sabe?… me parece una lástima que el recuerdo de esa familia esté desapareciendo en la nada como si no nos hubiéramos pertenecido y que sólo queden los libros del tío Adolfo y el monumento que le erigieron en la universidad. Nada más. Como si alguien los hubiera maldecido…

– Bueno, Franquito tuvo bastante que ver con esa maldición, ¿no? -dijo don José con tono burlón.

– Hombre, sí. Pero no le voy a dejar que se salga con la suya.

– ¡Ah! Ya lo entiendo -dijo don José-. Usted quiere hacer una historia de la familia en México. ¿Acierto? ¿Para refrotársela luego por las narices a los fachistas en España?

Debí de poner cara de duda, porque no se me había ocurrido hacer eso en absoluto, pero el viejo enfermo obviamente no se dio cuenta.

– Sí, claro: eso es exactamente lo que pretendo hacer. Una historia de la familia Anglés exiliada… y he venido para, no sé, empezar a reunir material, recuerdos, cosas, gentes a las que pueda preguntar…

Don José tosió suavemente con un carraspeo bronquial muy profundo y el dolor le hizo torcer el gesto. Agarró la sábana con las dos manos y se la subió hasta el mentón.

– Bah, no sé cómo voy a salir de ésta… -dijo cuando se le hubo pasado el ataque de tos-. Cosas de los Anglés, ¿eh? -añadió con voz tenue-. Cosas oficiales conocidas supongo que hay muchas. Los papeles de Adolfo en la universidad, la historia de Carlos Mata en las enciclopedias del toreo e incluso en un par de biografías. Pero, de María y de Ramona, las dos hermanas que murieron… -meneó la cabeza; el pelo le rozó sobre la almohada y unas escasas guedejas blancas se le quedaron de punta dejando el cuero cabelludo al descubierto-. No creo que haya muchas cosas. No sé, periódicos, actos sociales. Ni idea, la verdad. -De pronto levantó un dedo desde la orla de la sábana-. Ah, no, claro… Armando, el marido de Ramona, Armando Leontieff, sigue vivo. Claro, claro. Le perdí el rastro hace tiempo, pero sé que está en un asilo de uno de los clubes españoles. Está ya muy viejo y no sé cómo andará de la memoria, pero él sabe muchas cosas de tantos años.