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– ¡Claro! -dije yo pensativamente-. Armando. Precisamente le iba a preguntar a usted por él. No había oído de su muerte y sospecho que es el único superviviente de todos ellos, ¿no? Es a él a quien debo encontrar…

– ¡Ah, bueno, claro! Y al hijo de Carlos Mata. Porfirio. Es un chico joven y no creo que recuerde gran cosa de su familia, pero es posible que conserve algo, algún memento, un diario de alguno de ellos. O su madre. Linda. Hmm… Aunque, si no lo recuerdo mal, cuando Carlos se casó con ella se apartó un poco del resto de los Anglés. No sé por qué. No sé. Siempre tuvieron una estancia espléndida en León. Ahí tenía Carlos sus reses bravas y me parece que Porfirio mantiene el fierro. No sé. -Se quedó pensativo durante un momento. Y después añadió con algo más de animación-: Y a… a… aquella sobrina de Adolfo que vino de España hace veinticinco o treinta años… ¿cómo se llamaba? ¡Era bellísima! ¿Cómo se llamaba, diablos?

– ¿África? -aventuré.

– ¡África! Eso es, África. Trajo a medio México de cabeza. África la virtuosa, la llamaban. -Asintió repetidamente con la cabeza-. Bella y virtuosa, sí. Se volvió para allá hace ya muchísimo tiempo.

– Sí, sí, se volvió al poco tiempo; hace eso, unos veinticinco años.

– ¿Vive aún?

– Oh, sí, ya lo creo que vive aún -contesté.

– Bueno, es que con la mala suerte que siempre tuvo aquella muchacha, cualquiera sabe lo que le podría haber pasado… África -repitió pensativo-, hermosa mujer.

– ¿Mala suerte? ¿Qué quiere decir?

– Ay, no lo sé, Javier. Me parece que no le fue muy bien en México, pero no recuerdo por qué. Sé que se volvió no muy feliz… o que no lo había conseguido ser aquí… o que probó fortuna y no le fue bien. No me acuerdo. -Se quedó pensativo por unos segundos-. Puede que Armando se lo llegue a contar, ¿verdad?

Pero Armando Leontieff, de quien recordaba vagamente que había sido hijo de algún gran duque huido de la Rusia revolucionaria en 1917, tenía la memoria completamente ida: los años y una demencia senil avanzada lo tenían postrado en una silla de ruedas, detenida a la sombra de un enorme castaño en el hermoso parque de la residencia de una de las grandes instituciones de beneficencia española de la ciudad. Una enfermera vestida impecablemente de blanco leía a su lado en voz alta una historia irrelevante. Era evidente que Armando, con la vista perdida en el infinito, no atendía a lo que le estaban contando. Le lagrimeaban los ojos y tenía los párpados enrojecidos; de la boca entreabierta se le escurría un hilillo de saliva que le corría por las comisuras de los labios hasta la barbilla mal afeitada. De todos modos, se sostenía perfectamente inmóvil y erguido en la silla. De vez en cuando, la enfermera interrumpía la lectura, cerraba el libro manteniendo el índice en la página que había estado leyendo, se levantaba y, de forma bastante mecánica, le limpiaba a Armando la saliva con un pañuelo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Sus momentos de lucidez son cada vez menos frecuentes -dijo el médico que me había acompañado hasta allá-. De vez en cuando despierta de este medio letargo y se asusta porque no sabe lo que le pasa. Llora mucho… todo el tiempo. La demencia senil es una enfermedad muy terrible y sin cura conocida. A usted le parecerá inútil que una enfermera le lea sin parar. Pero ¿quién puede decir que no lo percibe y que no le reconforta saber que alguien se ocupa de él constantemente? De todos modos, incluso cuando recupera la conciencia, la memoria no existe. La ha perdido por completo. Lo lamento.

Producía verdadera lástima ver a una persona en esas condiciones, intuir que, con el desconcierto permanente, sentía un miedo continuo a un vacío que no podía combatir y cuya causa desconocía. ¡Pobre viejo!

Lo estuve contemplando un largo rato, escudriñando sus facciones, buscando una señal de inteligencia en ellas, un resquicio que me permitiera entrar en sus recuerdos y hacerle hablar. Y luego me despedí de él murmurando «adiós, tío Armando».

De pronto, cerró la boca, frunció el ceño, inclinó un poco la cabeza, dio un larguísimo suspiro y entre dientes dijo: «¿Ramona?», con tanta desesperación, con tanta soledad, con la voz tan blanca, que se me hizo un nudo en la garganta y no fui capaz ya de articular palabra.

– Sí, claro que sí, Armando -dijo entonces suavemente la enfermera y, alargando el brazo, le puso con gran dulzura la mano izquierda sobre la temblorosa muñeca-. Claro que sí.

El médico me agarró por el codo.

– Así son sus momentos de mayor atención… No hay más, lo lamento.

Al hijo de Carlos Mata, Porfirio, lo encontré sin necesidad de buscarlo demasiado y simplemente porque en la residencia de retiro en la que languidecía Armando figuraba como pariente más próximo para el caso en que sucediera algo.

Lo llamé por teléfono y le expliqué lo que quería. Estuvo muy simpático y me citó en su casa de San Ángel a las cinco de la tarde. No podía ser después ni al día siguiente porque Porfirio estaba de paso en México D.F.: marchaba aquella misma noche de regreso a la finca cercana a León en la que cuidaba de la ganadería de reses bravas que le había dejado su padre al morir.

– Nunca quise ser torero como mi padre -me dijo-. No me atraía nada jugarme la vida de ese modo, pero sí me gusta el campo y cuidar de los toros es hermoso. Verlos nacer y crecer, aprender a reconocerlos, a calibrar su bravura, sí que me gusta. Vengo poco a la ciudad. Por eso es un milagro que me hayas encontrado -añadió sonriendo-. Mamá, que siempre está en el campo, tira mucho de mí; yo creo que no quiere que me pierda en esta capital tan pervertida. -Rió con estrépito y sacudió la cabeza.

Era un joven de unos veinte años de edad, pequeño, mucho más pequeño de lo que me parecía que había sido su padre, pero bien proporcionado y ciertamente guapo, probablemente como su padre o, tal vez, como su madre. Las mexicanas tienen bien ganada fama de belleza.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó.

– Pues la verdad es que no sé si podrás ayudarme. Trato de encontrar papeles privados de tu abuela María y de tu tía abuela Ramona. No estoy muy seguro de lo que quiero hacer con ellos, pero si hay cosas interesantes, podría escribir algo sobre la parte mexicana de la familia. Y supongo que también sobre tu padre y, claro, sobre el tío Adolfo. Ya te imaginas que no quiero las cosas que han salido en las biografías oficiales…

Levantó una mano e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Difícil lo tienes, me parece. Bueno -añadió con un deje muy mexicano-, los papeles de Adolfo Anglés están todos en la universidad en el legado que hizo. Pero no te servirían de nada desde el punto de vista… digamos familiar. Alguna cosa habrá, pero me parece que, al final de su vida, sobre todo después de enviudar de la tía Alicia, le entró una especie de furia destructora: lo rompía todo, hasta poesías suyas inéditas, hasta obras de teatro, todo. Decía que nada valía. Hay un investigador de la universidad que lleva años buscando rastros de su correspondencia y de su obra sin encontrar gran cosa. Anda verdaderamente desesperado.

– Vaya por Dios -dije.

– Pero sí hay un baulito con cosas que quedaron a la muerte de la tía Ramona. Es poco, seguro, porque recuerdo que mi padre, antes de clausurar el apartamento de Ramona y Armando y venderlo, pasó días allí con mamá tirando cosas inútiles, chucherías, álbumes foto-gráficos y seleccionando otras, muebles y cuadros, de no mucho valor, bien es cierto, que luego liquidó a unos anticuarios. Hizo bien porque el dinero ha servido para que el tío Armando esté ahora bien atendido, ¿no es cierto? Pero sí queda el baulito. Si no estoy equivocado, debe andar por algún lugar de la estancia en León. Hagamos una cosa -añadió de repente-, ¿por qué no te vienes conmigo a pasar la noche en León, a saludar a mi madre y vemos si somos capaces de encontrar el baulito de la tía Ramona?