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Te lo dije muchas veces, Tía Ramona: soy demasiado feliz aquí y eso no puede ser. Soy una mujer casada aunque mi marido me dejara tirada en el hospital cuando estaba teniendo a Martita. Y ahora me toca pagar por esa felicidad. No como castigo, claro, porque no sabría de qué castigo se trata, sino porque las deudas hay que pagarlas.

Y, aunque me dijeras que no, yo tengo una deuda muy grande con mis padres. Tú decías que no, que yo no les debía nada, que ellos me habían puesto en el mundo y que mi vida era mi vida. Pero según papá, los hijos tienen obligaciones para con sus padres, especialmente sí, habiéndoseles arruinado la vida propia, como por ejemplo por haberles abandonado el marido, no les queda muchas otras cosas «decentes» que hacer.

Tiene razón papá, aunque mi corazón me diga que no. Yo ya he vivido mi vida y ahora me toca educar a Martita y prepararme para cuidar de mis padres cuando les sobrevenga la vejez. Por eso vuelvo a Madrid. Por eso tuve que decidir regresar cuando papá me escribió mandándome que lo hiciera. ¡Es papá! ¿Cómo voy a desobedecerle?

Pero los años pasados han sido maravillosos. Con vosotros que sois tan generosos, con el Tío Adolfo, tan bueno, tan simpático y tan gruñón. Siempre me decía que la virtud y la belleza son malas compañeras. Yo creo que lo decía por tomarme el pelo, ¿Verdad?

¿Y Carlos?¿Cómo lo olvidaré, cómo olvidar las corridas de toros, las tardes de merienda en la Morucha, los paseos a caballo, con el miedo que me daban?

Os escribiré mucho para que no me olvidéis. Pero vosotros tenéis que escribirme a mí también mucho para recordarme lo feliz que fui, las vacaciones en Acapulco, los pretendientes tan pomposos que me asediaban, ¡qué tontos!

No puedo seguir más porque no puedo parar de llorar y se me nubla la vista.

¡Adiós, adiós, os quiero tanto! Y a ti, Tía, un millón de besos y cariños igual que a todos de vuestra

África

que os adora

XI

Martita puso cara de completa sorpresa cuando, apenas tres días después de marcharme a mi catártico viaje de recuperación sentimental, me vio entrar en mi apartamento neoyorquino de la calle 50 con el río. Aunque el piso es mío, lo compartíamos en las temporadas en las que las obligaciones de su banco la forzaban a viajar a Estados Unidos.

– ¡Anda! ¿Y qué haces tú aquí? -me preguntó-. ¿No andabas por ahí quitándote el muermo?

– Sí, pero he vuelto.

– ¿Por qué? -Sonrió-. ¿Ya se te ha quitado el muermo?

– No seas boba. Me fui a México y -me encogí de hombros- llevaba la idea de irme a Yucatán o a Cancún o a Cozumel, qué sé yo, a pasarme un par de semanas sin pensar en nada. Pero luego, cuando estaba en México ciudad fui a visitar a un amigo, un hombre ya muy mayor al que siempre veo allá, José Urbieta, ya sabes, un viejo exiliado de Franco que lleva mil años enseñando filosofía en la universidad. El caso es que -de pronto me di cuenta de que no había soltado aún la maleta y la dejé en el suelo- hablamos de todo un poco, como siempre, y de unas cosas a otras fuimos pasando hasta caer en la familia de México. Ya sabes, Adolfo Anglés, la tía Ramona, la tía María, Armando, Carlos Mata… todos ellos…

– ¿Y cómo te da por ahí ahora? -dijo Martita frunciendo el ceño-. Si nunca lo has hecho antes, ¿no?

Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y dijo: «hola». Luego se inclinó, cogió la maleta y con ella en la mano fue hacia mi habitación. Cuando estaba en Nueva York, siempre me deshacía la maleta al regreso de mis viajes; era una especie de costumbre doméstica, casi matrimonial. La puso sobre la cama.

– Nunca te ha interesado mucho aquella gente. -Se enderezó, pensativa-. A mí tampoco, la verdad. No me parece que se portaran tan bien con mamá. -Me miró.

– Ya -contesté-. Urbieta me dijo que Armando aún vivía y que seguro que le gustaría que le visitara. Fui a verlo. -Me di cuenta de que estaba hablando muy de prisa e hice un esfuerzo por relajarme y bajar el ritmo, no me lo fuera a notar Martita-. Y está fatal, completamente senil Nada. Allí lo tenían, debajo de un árbol, vegetando. Pobre hombre. Lo único que me dijo cuando nos oyó hablar al médico y a mí fue «Ramona», un quejido en voz muy baja y luego se puso a llorar.

– Me parece que debe tener muchísimos años, ¿no? Ochenta y tantos, por lo menos.

– Pues, por ahí, sí. En fin, luego llamé al hijo de Carlos, Porfirio. Estuvo simpático. Me invitó a la finca que tienen en León. No tenía ni idea, pero por lo visto la había comprado Carlos y ya en vida de él hacían vino y criaban reses bravas. Allí vive la viuda, Linda. Oye, qué bárbara, a sus años, no sé cuántos tendrá… los de tu madre supongo, está guapísima. Pasé la noche…

– Con los sinvergüenza que eres, no me extrañaría que la pasaras en su cama -dijo Martita, riendo. Abrió los cierres de la maleta.

– Qué tonterías dices. Pues no. Pasé la noche en mi cuarto revisando el contenido de un baúl que me dejaron y que contenía las pocas cosas que Carlos había decidido guardar de la tía Ramona cuando se murió. Lo que no tiraron, lo vendieron para pagar el hospital en el que está ahora Armando. Supuse que en el baúl encontraría algún álbum de fotos, ya sabes, entradas para los toros, estampas de primera comunión, cosas así. Pero Carlos había hecho una verdadera escabechina y no quedaba casi nada.

Martita levantó de un empujón la tapa de la maleta.

– Entre otras cosas -añadí, señalando el sobre, que era lo primero que se veía cuidadosamente colocado sobre la ropa-, esa carta. Cógela, anda ¿Sabes lo que es? La carta que tu madre escribió a la tía Ramona desde el barco cuando volvía a España en 1952. Pero cógela, mujer.

Muy despacio, Martita alargó la mano y tomó el sobre. Levantó la vista para mirarme directamente a los ojos. Carraspeó. «¿Qué dice?», preguntó luego en voz baja y con tono precavido. Era como si se le hubiera aparecido un fantasma: había palidecido y parecía que le desfilaba la vida por delante con todas las incertidumbres padecidas, los miedos al abandono, los complejos, la inseguridad que siempre había sufrido y que nadie, casi ni siquiera yo, había sido capaz de adivinarle, de tan escondida como la llevaba tras su fachada de cuidadosa y elaborada dureza. Me pareció que Martita esperaba, temía, encontrar en esas páginas la respuesta a todas las dudas que siempre había tenido sobre el amor de su madre. ¿Pobre Marta!

– Nada especial, no dice nada especial. Sólo que está triste de volver a España… y que de lo único que se alegra es de volverte a ver. ¡Pero léela, boba!

Extrajo las tres cuartillas del sobre y empezó a leerlas. En seguida se detuvo y volvió a empezar desde arriba. Se le escapó una breve sonrisa ante la advocación de la cruz del encabezamiento seguida de las siglas del Ad maiorem Dei gloriam. Eso le hice perder concentración y se detuvo de nuevo, giró sobre sí misma y se sentó encima de mi cama.

Tardó mucho en leer la carta, pero no se cansó de ella y, cuando la hubo terminado, la releyó dos veces más. Finalmente, apartó la mano que la sostenía, la apoyó sobre la colcha y dejó que las cuartillas se desparramaran sobre la cama. Le resbalaban dos lagrimones por las mejillas: era una de las escasísimas ocasiones en que la había visto llorar en toda su vida.

– ¡Pobre mi África! -exclamó-. ¡Cuánto ha sufrido esa mujer!