– Ay, si -dije. Debí de emplear tal tono de tristeza que Martita levantó bruscamente la cabeza para mirarme.
– ¿Y tú qué sabes? -preguntó secamente. Se pasó con violencia el dorso de la mano por las mejillas (¡qué diferencia con el gesto suave y terriblemente desesperado de su madre cuando unos días antes en el jardín de Las Rozas se había borrado de la cara dos lágrimas mucho más profundas y desgarradas!)-. ¿Qué sabes tú de mi madre que no sepa yo?
– Eh, eh -exclamé levantando una mano en señal de paz-, eh, que no he dicho nada, Marta. ¡Cómo te pones de susceptible, chica! Sólo te digo que estoy de acuerdo en que tu pobre padre lo ha pasado fatal en la vida y que no ha tenido suerte.
Martita me miraba sin decir nada. Palpando a ciegas con la mano derecha, recogió las cuartillas de la carta y las llevó a su regazo.
Nunca he sabido explicarme los mecanismos mediante los cuales era capaz de adivinarme las intenciones y los humores. Puede que por haber vivido con casi absoluta intimidad conmigo durante más de treinta años, tuviera respecto de mí las intuiciones, el olfato de los hermanos gemelos. No lo sé. Pero su percepción era siempre inmediata y certera: cuando estaba yo presente, su instinto la avisaba infaliblemente de los desajustes en las vibraciones de su entorno. No sé como describirlo de otro modo, porque se trataba sin duda de una cualidad psíquica y, si no me diera pudor reconocerlo, hasta extrasensorial. (Lo pondré en voz baja, así, al final de un párrafo, para que no se note.)
Y ahora, de pronto, parecía haber comprendido que alguna pieza de nuestra historia encajaba mal en este rompecabezas de amores.
Estaba celosa.
Solamente eso: se había puesto celosa y le irritaba ceder a un sentimiento irracional de cuya causa no estaba segura. Estoy convencido de que no sabía si debía enrabietarse porque yo hubiera podido establecer con su madre mayor intimidad que ella; o si, por el contrario, porque mi querer por África fuera más refinado, más sensible que el suyo; o si simplemente porque yo quería más a la madre que a la hija. En cualquiera de los casos, Martita parecía creer repentinamente que estaba perdiendo conmigo una batalla respecto de una persona que era más suya que mía y por cuyo amor, por consiguiente, no tenía por qué competir. Eran complejos absurdos, claro, o al menos así me lo parecía, y me pregunto si todo ello no sería el resultado de años de comprimir su querer, de disimularlo, para evitar que le fuera rechazado y tuviera que pagar algún precio horrible por ello.
En aquel momento me hubiera gustado tener la sangre fría que siempre se admira en los británicos para resolver el asunto con naturalidad o posiblemente con indiferencia fingida. Pero la explosión de Martita me pilló completamente por sorpresa. Se preguntaba, me preguntaba, qué sabía yo de su madre que no supiera ella. Sin embargo, con ser enormemente grave la pregunta y mucho la respuesta, agradecí al cielo estarme librando de que inquiriera lo obvio (creo que porque no se le ocurría), a saber: cuánto ignoraba ella de los sentimientos de su madre o, peor aún, de los míos hacia África.
Pero me tenía que estar viendo en la cara. Y repitió su pregunta con más violencia aún:
– ¿Qué sabes tú de mi madre que yo no sepa?
La insistencia fue un dardo absolutamente certero: me llegó tan directamente al centro de todas mis coordenadas sentimentales que, durante segundos, fui incapaz de articular sonido alguno. Y me pareció que mi silencio sorprendido me delataba más que un millón de palabras.
Alargué la mano y cogí el sobre de encima de la cama, como si hubiera querido sopesarlo y adivinar qué clase de material explosivo contenía. Le di la vuelta, lo miré detenidamente y dije:
– Anda, ven, vamos al salón. Vamos a hablar un poco, anda.
Me di la vuelta y eché a andar. Martita se incorporó y me siguió sin proferir palabra.
Cuando llegamos a la sala me giré en redondo. Martita estaba pálida y jadeaba un poco.
– Me da la impresión de que hay algo desenfocado en esta conversación nuestra -dije-. ¿Por qué? ¿Qué crees que pasa? ¿A qué viene esta explosión tuya de ira?
– No lo sé, Javirín -dijo-. No lo sé -repitió gritando-. ¡Dímelo tú!
– Pues eso. He vuelto de México y he traído una carta escrita por tu madre hace décadas a la tía Ramona. Un recuerdo que me entregó el hijo de Carlos Mata, de entre las pocas cosas familiares que quedaban por allí…
– ¿Un recuerdo? ¿Eso es lo que fuiste a buscar allí? ¿Un recuerdo? ¿Qué clase de recuerdo?
– No te entiendo. -Abrí las manos con las palmas hacia arriba-. Te traigo un objeto de tu madre que debe ponerte contenta y me montas un lío como si hubiera asesinado a alguien. No te entiendo, Martita. -Me senté en mi butaca favorita al otro lado de la mesa de café y levanté mi cara hacia ella. Pensé que era afortunado no haberle dicho que en mi cartera de mano me había traído también el anillo de oro trenzado: Porfirio me había dicho que había sido de África y que, según parecía, se lo había dejado olvidado en México al regresar a España. Es más, tenía toda la intención de quedarme con él y si Martita llegaba a enterarse, tal como iban las cosas, me mataría-. Mira, puestos a decir las cosas con precisión, esa carta ni es tuya ni es mía. Es sencillamente propiedad de tu madre y a tu madre debe ser devuelta, ¿no?
– No, rico. ¡Nada de lo que atañe a mi madre es asunto en el que puedas intervenir! A ver si te enteras de que ella no es tu madre, sino la mía. Yo decidiré lo que hago con la carta.
Estábamos metiéndonos en una discusión que llevaba todas las trazas de convertirse en algo completamente pueril.
– Muy bien, muy bien -dije con irritación-, muy bien, haz lo que te dé la gana. A mí, como si decides quemarla o comértela.
– Huy, el señorito se está ofendiendo. Pues ¿sabes lo que te digo? El que se pica, ajos come. Y, mira, si quieres te pido perdón por haberte ofendido. Mira: ¡perdón por haberte ofendido! -gritó inclinándose hacia delante y apoyando sus manos en la mesa.
Tuvo que inclinarse mucho porque la mesa era un antiguo camastro camboyano de fumador de opio recubierto de bambú aplastado y esos muebles son muy bajos. Menos mal que me había ido a sentar en diagonal a Martita, pensé, poniendo entre ella y yo la distancia que imponía la mesa.
Levanté una mano:
– No chilles. Es desagradable y te estropea el tono de voz.
– ¡No me vengas con sarcasmos!, ¿eh?
– Vale, perdona, vale. ¿Pero de qué estamos hablando? No te quiero disculpar porque te dediques a ofenderme gratuitamente… -Como puerilidad debía de ser una de las frases ganadoras del campeonato del mundo.
– ¡Ya te he pedido perdón por eso! Y además me importa una higa que te ofenda, que te siente mal, que sufras o que estorbe tu sentido de la intimidad y de lo que es propio y correcto.
La miré fijamente y, por primera vez en mi vida, la vi completamente descompuesta, perdido todo control sobre sí misma, ella que siempre mantenía la calma, que tenía a gala ser un témpano. Ahora tenía la frente y los pómulos enrojecidos y todo el entorno de su boca blanco. Sus brazos, apoyados duramente sobre la madera, le temblaban de pura violencia.
– De modo que ¿sabes lo que te digo? -continuó-, que los únicos sentimientos heridos que me importan son los míos. Los tuyos me traen al fresco. Aquí lo único que importa es el resultado, esta carta -la tiró con violencia sobre la mesa y las cuartillas se deslizaron por la superficie pulida hasta que chocaron contra un cenicero de plata-, por qué está aquí, por qué la has traído, qué pretendías hacer con ella si yo no la hubiera descubierto al deshacerte la maleta… Dime, dime, ¿con qué derecho me la ocultabas?
– ¡Con ninguno, Marta, me cago en la mar! ¡Pero no entiendo nada! ¿De qué me estás hablando? Te la he enseñado yo. Esto es una discusión de locos ¿Crees que si me hubiera interesado escondértela, la habría dejado vagando por ahí, para que fuera la primera cosa que vieras? ¡Pero caramba, Marta, Dios mío! La has leído, ¿no? ¿Y qué dice que no puedas…?