Martita me apuntó con un dedo.
– No, no. No es lo que dice. Ah no. ¡Es el recuerdo! ¿A qué sí?
– ¡No desvarío! No digas idioteces: no es que tengas recuerdos de haber estado allí en otra época de tu vida; ¡qué idiotez! ES que te has traído un recuerdo que te importaba, algo para ti ¡Lo sé! ¿Lo sé! -gritó con tal pasión que hubo un momento en que pensé que saltaría por encima de la mesa para agredirme o que había adivinado que en mi cartera de mano estaba el anillo-. Tú, el gran intelectual, tú, el sensible, crees tener más derecho que yo a las cosas de mi madre porque crees que la quieres más que yo, que le haces más caso o… o… o que la tratas con más dulzura. No te has visto la mirada cuando he tirado la carta sobre la mesa. ¡Te he visto la mirada! ¿Te enteras? Y si no ¿qué habías ido a hacer a México? -Hizo un gesto con la mano de derecha a izquierda como si quisiera cortar el aire y zanjarme cualquier argumento-. Bueno, me da igual ¿Y sabes de qué era la mirada? Era la misma que cuando te bajaste del avión el otro día al llegar de Madrid. El mismo dolor. ¿O crees que soy tonta?
– Martita… -dije con tono apaciguador.
– No me «martites» a mí como si fuera una loca que está de los nervios y a la que hay que tranquilizar antes de que ele dé una lipotimia.
«No hago nada de eso… -Levanté una mano en señal de paz y para pedir que no me interrumpiera más.
– ¿Que no? Estás viendo a ver cómo te sales de ésta.
Se empujó hacia arriba despegando las manos de la mesa y, sin mirar atrás, se sentó de un golpe en la butaca que estaba frente a mí. Respiraba con profundidad, con mucha fuerza por la nariz, y era hasta penoso el evidente esfuerzo que hacía para controlarse.
– No estoy viendo cómo me salgo de nada, Marta. Porque, a ver si te enteras, no tengo nada de qué salirme.
Señaló la carta de su madre que seguía encima de la mesa, detenida por el cenicero.
– De eso, Javier. Salte de eso.
– Bueno. Me niego a estar aquí sometido a un interrogatorio kafkaiano…
– Es kafkiano porque la situación lo es…
– … como si hubiera cometido un crimen, cuya naturaleza se me escapa. ¡Espera, no me interrumpas más, caramba!
Hubo un largo momento de absoluto silencio. Martita me miraba fijo a los ojos. Pero no me estaba sopesando la sinceridad o la mentira. Me miraba fijo porque no había cambiado nada su diagnóstico y pensaba (con toda la razón del mundo) que yo estaba mintiendo y buscando excusas.
– Claro -dijo-, y te entregan la carta de mama y en lugar de seguir viaje e irte al Yucatán para descansar como querías, te vuelves corriendo a Nueva York para que yo no me lo pierda ni un momento de la emoción que me va a producir leer una carta de hace veinticinco años. No te lo crees ni tú.
Se cruzó de brazos para indicar que su acusación era concluyente y que no admitía pruebas en contrario.
– ¿Pero por qué me niegas el derecho a los sentimientos? -grité por fin-. ¿Por qué? He vuelto a Nueva York, si señora, a traer esta carta, a hablarte del dolor que me produce la situación de tu madre, a decirte que me parece injusta y que tengo tanto derecho como tú a intentar resolverle la vida…
– ¡Resuélvesela a tu madre, que de la mía ya me ocupo yo!
– …Mentira! Primero, mi madre no necesita que le resuelvan nada. -Qué horror, Dios mío-. Y segundo, África es casi… no sé… casi más que una madre. Yo qué sé como decirlo.¡Espera!
Levanté una mano para que no volviera a interrumpirme, pero no sirvió de nada.
– ¡No espero! ¿No tenías una novia sin esperanza de cuyas calabazas te tenías que curar? ¿Y ahora ya se te han curado y de lo que te preocupas es de mi madre? ¡Venga!
– No se me ha curado nada, Marta. Oye, no soy tan primario como para que en mi corazón sólo quepa un sentimiento a la vez.
– ¿Tantos años viéndola sufrir y sólo se te ocurre salvarla de la tristeza ahora?
– ¿Y tú?
– ¿Yo? -gritó Martita-, ¿yo? A mí, tu famosa tía África me dejó tirada para irse a México a probar su famosa fortuna…
De pronto se quedó callada: el horror que le habían producido sus propias palabras, salidas desde el fondo de la ponzoña, la enmudeció.
La miré sin decir nada.
Silenciosamente, Martita rompió a llorar, dejando que por las mejillas se le deslizar un río de dolor y de tristeza y de vergüenza.
Me levanté, di la vuelta a la mesa, me acerqué a la silla en la que estaba sentada y le ofrecí mi mano izquierda. Pasó mucho tiempo, pero era la vergüenza.
Finalmente Martita alargó su mano, tomó la mía, se puso de pie y se refugió en mis brazos. Ahora sollozaba, unos sollozos profundos y desgarradores, interminables, tan doloridos que me repercutían en las entrañas.
– Es que nunca me quiso, ¿Sabes? -dijo con la cara escondida en mi hombro-. Nunca me quiso. Te quiso a ti más que a mí. Siempre. Y siempre tuve celos de ti. Ahora tengo celos de ti porque hasta creo que la quieres tú más que yo. ¿Y tú? ¿Por qué no me has querido más a mí que a África? -Fue un reproche muy suave, tan lleno de daño. Oh, Dios mío.
Permanecimos así mucho tiempo, abrazados como dos naúfragos. Y yo quería ignorar lo que me pedía Martita.
La separé un poco de mí y me miró.
– ¿Y tú por qué lloras? -dijo.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
Por ella, ¿no? Por ti, por lo que te duele. Siempre me pareció que África nos necesitaba más que tú a mí. ¡Eres tan fuerte!
– ¿Yo? ¿Fuerte? -Rió entre lágrimas.
– Sí, sí que lo eres, sí. -Sonreí-. Que se lo pregunten al presidente de tu banco… Y además volvió de México por ti.
– No -dijo-. Volvió de México porque se lo ordenó el abuelo.
– ¿Y qué más da? El hecho es que la única alegría que se llevó fue de verte. Y no te miento: me lo ha dicho y me lo ha dicho varias veces, además.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– No sé. -Sonreí y le di un beso en la punta de la nariz-. Irnos a comer una langosta, supongo, y bebernos una botella del mejor Poully Fumé que haya en el mercado.
Suspiró.
– Me pregunto si es un buen sustitutivo -dijo.
– El mejor, Martita.
Ocurrió a la mañana siguiente.
Martita se había ido tempranísimo a su banco y sonó el teléfono. Era mi madre.
Cuando descolgué y pregunté quién llamaba, no hubo respuesta; sólo, al cabo de un largo momento, un gemido interminable. Me dio un vuelco al corazón.
– ¡Dios mío, mamá! ¿Qué pasa?
– Tu abuelo -dijo por fin-. Es tu abuelo. ¿Ha muerto! -Lo dijo como si se estuviera dando cuenta de ello en aquel preciso instante-. Ha muerto. Oh, Javi, ha muerto.
– Pero, Dios mío, ¿qué ha pasado? -Cerré los ojos. ¿cuántas cosas más?
– Durmiendo. Durmiendo pacíficamente. Le ha dado un infarto esta madrugada y… y… Ni se ha enterado. Así se quedó.
Sollozó durante un buen rato sin parar.
– Cómo lo siento, mamá, Dios mío, cómo lo siento. ¿Cómo está la abuela?
– Pues imagínatelo. No puede ni vivir. Está… está destrozada. No levanta cabeza, no encuentra consuelo. Imagínate… imagínate, Virgen santísima. -Sin parar de llorar. Y luego añadió-: Yo creo que lo que le mató fue la noticia ayer de África.
– ¿Qué?
– ¡Ay, si no os lo hemos dicho! Con tanta cosa…
– Pero ¿qué ha pasado con la tía África?
– Que la tienen que operar mañana.
– ¿Mañana? Pero ¿De qué?
– Tiene un cáncer de ovario.
– ¡Pero bueno, pero bueno! -Y en seguida con toda la angustia del mundo-: ¿Pero cómo está ella? ¿Le duele? ¿Está asustada?
– No le hemos dicho nada… Sólo que es un quiste y que conviene quitarlo a la mayor velocidad posible. Parece ser que lo han pillado a tiempo y que las posibilidades de curación son buenas. Pero, ay Javi, la noticia pudo con el abuelo. Ya sabes que no estaba demasiado bien y…¡ay, Dios mío, qué tristeza!