Claro, sí, hay una parte «misteriosa» de mi vida a la que nunca aludo, de la que nunca he hablado, ni siquiera contigo, que es para todos un misterio bien escondido; mi tiempo de estancia en Méjico. Es un capítulo que nunca he revelado y que no tenía intención de revelar a nadie porque es lo único que tengo mío, absolutamente mío. Es mi trozo de vida personal y si hubiera hablado de él, me lo habrían robado. Lo habrían violado, como violaron todo lo demás, habrían hecho de aquellos años míos propiedad pública de la familia, una cosa de la que se discute, que se critica y se aprueba o rechaza. Y luego se decide lo que hay que hacer. Habrían acabado amargándome mi único bien. Me tiembla un poco el pulso y se me tuerce la letra, pero es de la rabia que me entra al pensarlo. No te preocupes.
No creas: jamás se me habría ocurrido la idea de escribirte esta carta y hacerte llegar mi diario si no hubiera sido por nuestra última conversación. Fue el 3 de junio del año pasado en el jardín. Sí, chamaco, el 3 de junio: me acuerdo como si acabara de pasar hoy. Supongo que tú no.
Siempre me ha parecido que no sólo eras la persona que más me conocía sino la que mejor me entiende y la que más me quiere. La única que verdaderamente me entiende y que tu corazón, siendo tan grande como es, se habrá compadecido del mío. Y entonces, para que no te quede duda, para que sepas de verdad cómo soy por dentro, he decidido hacerte llegar esas explicaciones sobre las cosas de mi vida como las veo y como las he vivido, no como las interpretan los demás. No como las interpretaba el abuelo o tu propia madre o incluso Martita. Siempre he sido una persona dócil (no me hago ilusiones sobre eso) y por eso, en vez de estallar como una bomba en esas comidas de Las Rozas en las que no se hablaba de nada serio y en las que se daba por supuesto que la tía África era una inculta un poco tonta aunque, eso sí, graciosa sobre todo cuando se tomaba un vaso de vino, me reía y me callaba. ¿Nunca te fijaste cómo el abuelo a veces hablaba de mí y de mi vida como si yo no estuviera delante? Así soy de insignificante para todos. ¡Pues no!
Pero tú no eres de los que violas. Alguna vez hay que ser capaz de poner la propia vida en las manos de alguien, pase lo que pase, porque si no, el peso es demasiado. Y el peso de lo que llevo dentro es demasiado para mí. Tengo cincuenta y cuatro años y (te vas a reír) mi capacidad de vivir está intacta, mis ganas de divertirme son las mismas que las que tenía a los diecisiete, mi [aquí hay varias palabras tachadas] sed de amor, eso ¿por qué no de decirlo?, mi sed de amor sigue siendo igual que cuando no amaba o aún no había aprendido a amar. ¿A quién contárselo mejor que a ti, mi pequeño chamaco, al que he visto crecer desde que no levantaba un palmo del suelo hasta convertirse en un hombretón hecho y derecho, con el corazón bien puesto en su sitio?¿Quién mejor que tú, si es a ti a quien se lo debo?
¡Oh, chamaco, te quiero tanto! Te manda el beso más fuerte del mundo tu
África
P.D.: El cuaderno que te adjunto es el que contiene el diario. Me hubiera gustado más que fuera un libro de esos encuadernados en piel con una tira de cuero que se cierra con una llave pequeña de las que llevan al cuello las heroínas de novelas trágicas, pero no tenía dinero y me fue más fácil comprar un cuaderno de colegio. Lo siento. Otro beso fuerte, A.
20 de Mayo de 1973
Querido Javier:
Estás pasando unos días en Madrid. Has venido de Nueva York a darte un paseo por los madriles, dices tú, y a ver toros de San Isidro. Me has invitado a la última corrida de feria y me ha hecho una ilusión bárbara. Mañana iremos. Hace días también íbamos a ir, pero no sé por qué, antes de bajarnos a Madrid (¿sabes? Me había puesto un camisero que sé que te gusta mucho, para parecer más joven y que no te diera vergüenza llegar a la plaza con una antigualla), hacía una tarde maravillosa y me propusiste dar un paseo por el jardín. Había tiempo. Y abajo, cerca de la rocalla, en el banco que hay detrás de los rosales grandes al fondo del jardín, de pronto, no sé por qué, nos sentamos y nos pusimos a charlar. Me preguntaste por mi vida, me preguntaste si no me aburría mucho y luego me dijiste que si no hubieras sido mi sobrino me habrías propuesto escaparnos a París como dos enamorados. Me escandalicé mucho y casi me levanté del banco, pero luego me dio la risa y me dije ¿por qué no tengo derecho a soñar? Y seguí la broma. Además, como era una broma, no comprometía a nada y encima no me obligaba a contarte cosas de mí que no quería contarte, que me daba reparo contarte. ¿Quién eras tú para hacerme preguntas y recibir confidencias mías? ¿Por qué iba yo a querer hacer el ridículo ante ti?
Luego, al día siguiente, volviste a subir a Las Rozas y volvimos a sentarnos en nuestro banco y hablamos un poco más. Bueno, te conté algunas cosas de Canarias y de mi matrimonio. Eran pocas cosas, pero despertaron en mí las ganas de confiar en ti. Y te dije algunas cosas más, sin llegar a hacerte confidencias grandes. Pero me volví a preguntar por qué no iba a tener derecho a soñar. Nunca he soñado. Y entonces decidí empezar este diario para contarte las cosas mías de verdad. No sé lo que acabaré haciendo con él; sólo sé que es mi forma de charlar contigo sin barreras ni tapujos y que lo más probable es que un día lo queme para que desaparezca y no quede ni rastro de él. Igual que yo.
¿Sabes por qué te llamo «chamaquito»? Siempre me has tomado el pelo por cómo se me pegaron muchos dejes mejicanos y éste fue uno de ellos. Es curioso. Lo recuerdo perfectamente: el día que llegaba en tren desde Vigo, ¡hace veintitrés años!, os vi a todos en la estación, allí arremolinados esperándome, y la primera persona a la que distinguí fue a ti. Ya ves lo que son las cosas. Y me pareciste tan espigado y tan rubio, tan guapo a tus doce añetes, que me salió del corazón bautizarte allí mismo como «chamaquito». Mis ocurrencias para poner motes se acaban en seguida. Soy así de tonta. Se me ocurren de uno en uno y muy de tarde en tarde. Sé bien que debería haber pensado en algo para Martita (incluso «chamaquita») antes que para ti, pero fuiste el primero, el primero en el que instintivamente vi consuelo. ¡Y venía tan triste! No lo sabías, claro, pero fue así. Me parece que desde entonces a Martita nunca se le han quitado los celos. Siempre ha creído que te quería más a ti que a ella.
28 de mayo de 1973
Esta tarde te he dicho que nunca he sido feliz. Es una exageración, claro, porque como cualquier persona normal ha tenido momentos de felicidad. Ya sabes, coqueteando en Tenerife, bailando en el Casino, siendo despreocupada de muy jovencita. En Méjico también tuve momentos, incluso largos momentos de felicidad. Pero cuanto más largos eran, más me daba la impresión de que estaba haciendo algo malo, de que estaba pecando y de que debería pagar por ello. Yo no tenía derecho a la felicidad, no sé por qué, pero de eso estaba convencida desde que me casé. O sea, que las veces que fui feliz me entraba un sentimiento de culpa horroroso. Ya sabes que siempre he sido muy religiosa. Pues compensaba mis instantes de felicidad con mucha penitencia, rezando fervorosamente en misa, desgranando un rosario detrás de otro, con lo aburridos que son. Me confesaba mucho y siempre encontraba algo grave de que acusarme. Claro que también encontraba siempre a un cura dispuesto a echarme la regañina y a ponerme centenares de padrenuestros y avemarías como penitencia por mis graves desatinos. ¡Vaya con los desatinos! ¡Si era más inocente que un cubo! ¿Sabes qué durante muchos años, pese a lo coqueta que soy, me dio vergüenza ponerme desnuda en el cuarto de baño? Fíjate que me da vergüenza hasta escribírtelo ahora. Pero, como es mi diario, mi charla con mi chamaquito que nadie conoce, me voy a quitar la vergüenza. Me parecía pecado mirarme yo sola los pechos y pensar que eran bonitos. Y lo eran, ya ves, separados por el caminito real [aquí hay nuevamente algunas palabras tachadas e ilegibles]. Ea, ya está dicho. Para que veas las cosas que es capaz de pensar y de decir tu tía África. Pero entonces creía que todo aquello era tan perverso que me concentré en lo único que me parecía inocente: mi cara. Habrás visto que siempre me la he maquillado con gran cuidado y que también me he ocupado muchísimo de mis manos. Eran, según mi código tan escrupuloso, lo único que podía enseñar de mí.