Me cogió de la mano y tiró de mí para que bajáramos la escalera. Viéndolo tan pequeño y tan delgado, con un aire un poco enfermizo (más enfermizo porque al lado llevábamos al terremoto de su mujer que era de todo menos enfermiza), me dio la impresión de que era una persona muy frágil y le agarré fuerte para que no se cayera rodando por los peldaños. Se detuvo y se volvió hacia mí:
– Débil, pero no tan débil -dijo. Y sonrió otra vez-. Los rusos del norte somos también resistentes.
¡Cómo recuerdo aquel atardecer primero! Ay, chamaquito, si vieras. Me parecía imposible, me parecía un sueño todo.
Bajamos al salón, que era una habitación grande con parqué en el suelo y muchos muebles antiguos, ya sabes, hornacinas, vitrinas, todas de metal dorado y cristal, sillas Luis XV, nada pegaba mucho en aquel chalé. Pero luego me fui enterando de que la tía estaba muy orgullosa de la decoración de su casa y de que los objetos que había en las vitrinas eran de gran valor. Los había de plata repujada mejicana, espuelas, estribos, pequeños sombreros de charro, algunas bandejas hechas a mano, cubiletes, pulseras y collares, cosas así, todas muy valiosas, y de vermeil, que por lo que me contó el tío Armando después, eran de los pocos objetos que pudo salvar de su familia cuando huyó de Rusia. Las dos joyas de toda la colección eran dos huevos de Fabergé: uno era todo de malaquita por dentro y, al abrirse, subía un cisne de platino y brillantes; el otro era un reloj con las manecillas de rubíes y las horas de pequeñas esmeraldas. Sé que no pega nada que te diga todo esto y que es tonto que lo haga, pero es que, durante casi tres años, aquél fue mi entorno de cada día y lo uní tanto a mi felicidad que rara era la vez en que, saliendo o entrando, no me detenía para contemplar la colección, abrir uno de los armaritos, sacar un objeto y remirarlo, sobre todo las dos maravillas de Fabergé. Ñoñerías de niña sentimental seguramente.
El caso es que, al entrar en la sala de la mano del tío Armando, me llevé mi primera gran sorpresa: toda nuestra familia mejicana estaba allí esperándome para darme la bienvenida. Estaban todos. A algunos los recordaba mal porque hacía muchísimos años que no los veía. Por ejemplo, el tío Adolfo, el poeta, y su mujer. En cambio, otros habían venido de vez en cuando a España con los años: la tía María, madre de mi primo Carlos, el propio Carlos, su apoderado y su mozo de estoques. Los conocía de haberlos visto torear (alguna vez que el abuelo me dejaba ir a la plaza de Las Ventas con la tía María, si Carlos estaba haciendo la temporada en España), pero nunca había tenido gran contacto con ellos. Ya sabes que en casa no se veía con muy buenos ojos eso de tener un pariente torero o incluso un tío poeta y, salvo una vez en Cádiz que seguro recordarás porque por tu culpa no pude llegar antes del segundo toro (!), no tuve oportunidad de intimar o de hablar con Carlos. Y en Cádiz los abuelos no tuvieron más remedio que ceder porque la ciudad era pequeña y Carlos había anunciado que allí vivían sus tíos y una prima suya: los gaditanos se habrían escandalizado ante un des-precio entre familiares y hacia un familiar tan famoso además, y papá no tuvo más remedio que ceder.
Pero, en fin, allí estaban todos. Y uno por uno, se me fueron acercando y abrazando con tan cálida bienvenida que se me acabaron saltando las lágrimas. Los hombres llevaban cada uno una flor para dármela y las mujeres me decían todas «hola, chamaquita, qué bueno que estés aquí» o «verás cómo la vamos a pasar».
Carlos estaba, como siempre, guapísimo. Era, ya lo sabes por las fotos que has visto de él, muy alto y moreno, con el pelo rizado. Tenía unos ojos verdes que hacían estragos y una planta muy de torero. Como era así de simpático y de cariñoso conmigo, me agarró de la mano, apartando la del tío Armando y diciéndole que «estás muy viejo ya para andar sujetando a un mango como éste», y me fue presentando a la gente de su cuadrilla. Me parecieron todos unos indiazos como Moctezuma, pero eran callados, muy ceremoniosos y la mar de respetuosos.
Claro que Carlos tenía a quién salir en guapura: su madre, la tía María, que era la más joven de los Anglés, yo creo que no habría cumplido los cincuenta, era de una belleza sin igual. Muchos años después, no sé, a los setenta o setenta y tantos, aún se le paraba la gente por la calle para mirarla. Era alta aunque no espigada, ninguno de los Anglés lo era, sino más bien sólida, pero lo que fascinaba por encima de todo (además de sus pantorrillas) era su cara. La nariz, perfecta, la boca justa y bien dibujada, la frente, alta, el pelo muy rubio (que luego, con los años, se tiñó tan de blanco que casi resultaba azul) y los ojos del verde más increíble que hayas visto jamás. Era, además, muy divertida y ocurrente. De todos los hermanos, era la más frívola, la más ligera, la menos intensa. Y me parece que fue allí mismo cuando decidió tomarme bajo su ala para hacerme de «cicerone» y para lanzarme a la vida social de Méjico.
Pero de todos ellos, el que más me impresionó fue Adolfo Anglés, el poeta. No sabría decirte qué fue lo que más me cautivó. Se parecía mucho a papá, no podía negarse que eran hermanos aunque el tío Adolfo fuera bastante mayor que mi padre. Pero tenía sus mismos ojos azules, las mismas manos anchas y fuertes sólo que cubiertas de manchas de vejez, el mismo físico sólido, menos pelo, porque era calvo y sólo tenía una corona de pelo negro alrededor de la cabeza. Físicamente eran casi iguales. Y, sin embargo, no se parecían en nada. No sé si era la mirada o la sonrisa o la postura del cuerpo o la manera mucho más despachada y menos solemne de hablar y de reír del tío Adolfo, pero había algo que no sabría definir y que los distinguía claramente. Bueno, para empezar, Adolfo era mucho más campechano y de vez en cuando decía unos tacos tremendos, que a mí, poco acostumbrada a las palabrotas que no hubieran sido los insultos que me lanzaba mi marido, me escandalizaban. Decía mucho «¡pero qué carajo!» Llevaba boina y las gafas eran gruesas y de concha. Siempre estaba como abstraído, pensando en sus cosas, pero no era verdad: atendía a todo, seguía las conversaciones y algunas veces las interrumpía para decir «¡no entendéis nada! Sois unos ignorantes». Entonces todo el mundo se quedaba callado mirándole hasta que él, de pronto, soltaba una gran carcajada y preguntaba «¿a que creíais que me había enfadado?» Carlos me contaba que muchas veces, cuando él iba a torear a alguna de las plazas más lejanas de Méjico, a Monterrey, a Chihuahua o a Oaxaca, el tío Adolfo se empeñaba en acompañarle y se subía al coche de torero (ya sabes, esos «haigas» con baca y un botijo encima y los baúles de ropas y capotes) y se sentaba en la parte de atrás con la cuadrilla. Iba en el centro, con un peón a cada lado, y el otro y el mozo de estoques en los traspontines. Carlos se ponía delante al lado del conductor. Durante el viaje, el tío Adolfo hablaba sin parar con los peones y les contaba historias del Quijote o les recitaba poesías. Y luego les preguntaba «¿qué os parece?» y los peones, claro, no sabían qué contestar y miraban a Carlos para que los ayudara. Entonces, el tío levantaba una mano y exclamaba «¡venga, venga!, pelones, que no tenéis ni idea de nada, no merecéis ni estar en el mundo de las gentes de bien, que sois unos analfabetos». Luego, dice Carlos que le miraba y le guiñaba un ojo. El mozo de estoques, que era el más atrevido al parecer, a veces le decía «usted, don Adolfo, es que es personaje de muchas culturas y nosotros somos apenas gentes de pueblo, no nos lo tome a mal». Y entonces el poeta se arrepentía de haber ofendido a aquellas personas tan simples y les decía «¡pero si es broma, hombre!» y todo quedaba en risas.
Pero, sobre todo, el tío Adolfo era un hombre muy dulce que parecía sufrir mucho. Siempre me dijo que estaba lleno de dudas. Dudaba de todo, de su poesía, de Dios, de los motivos que hacían de él una buena persona, de si era siquiera una buena persona, de todo. Le recuerdo en el despacho de su casa, sentado en una butaquita frente a una mesa camilla, rodeado de libros, los había encima de las sillas, apilados en los rincones, amontonados sobre un radiador, colocados verticalmente en las librerías de estantes que llenaban las paredes y a su vez vencidos por el peso de otros libros puestos horizontalmente sobre ellos. Allí pasaba horas mirando al frente, fumando una de sus pipas. De vez en cuando se incorporaba hacia adelante y escribía durante un rato muy largo en las cuartillas que había sobre la tela de la mesa camilla. Tachaba, emborronaba, decía «¡no, no!» para sus adentros, arrugaba la hoja, volvía a empezar. Si pensaba que el poema estaba terminado, levantaba la hoja a la altura de los ojos y lo leía con su voz rasposa y sencilla y se me saltaban las lágrimas. Estuve muchas horas en aquel despacho con él, haciendo como que leía un libro, pero en realidad me conformaba con mirarle, con verle soñar. Debería haberme puesto nerviosa tanta actividad y tanto sufrimiento, tanto tirar papeles y volver a empezar. Pues no. Al contrario, era terriblemente relajante contemplar cómo creaba y yo me dejaba ganar por aquella paz, la primera que había sentido en años, y era feliz.