La tía María nos había alojado en el hotel Las Brisas, ese que en lugar de habitaciones tiene bungalows, cada uno con su piscina. Se ve toda la bahía desde lo alto. Es de una belleza sin fin. Cuando me asomé al jardín de mi cabaña no me lo podía creer. Nunca había estado en un sitio más lujoso. Pero es que, además, nadie podía verme disfrutar a solas de este lujo. Me sentía al abrigo de todas las miradas, así, al aire libre. Me di la vuelta para escudriñar todos los rincones y asegurarme de que por ningún sitio podía nadie verme mientras que yo sí veía el mar, las playas allá abajo, los islotes, toda aquella maravilla.
¿Y sabes qué hice? Por primera vez en mi vida hice lo impensable, la mayor de las lujurias: regresé al interior, a mi habitación, y me desnudé entera. Cerré los ojos y luego, recordando los pasos que tenía que dar hasta llegar a la puerta de cristales que se abría sobre la terraza, los fui dando muy despacio hasta que tropecé con el quicio. Abrí los ojos y allí estuve un rato dejando que me acariciara la brisa sin que nada se interpusiera entre mi piel y el aire. Poco faltó para que diera los tres o cuatro pasos que me separaban de la piscina y me tirara a ella desnuda. Pero era demasiado atrevimiento y me refugié corriendo en el cuarto de baño para darme una ducha fría. Cuando terminé, me puse un albornoz y me tumbé sobre la cama para intentar olvidar las sensaciones tan desconocidas y tan turbadoras que me habían asaltado de golpe un momento antes. ¿Ésta era África? ¿La mojigata? ¿Cómo podía estar ocurriéndome una revolución así por dentro?
Al cabo de mucho rato, sonó el teléfono de la mesilla. Era la tía María que quería saber cómo me iba sintiendo en la habitación, si estaba cómoda.
– ¡Oh, tía! Soy la mujer más feliz del mundo -le contesté.
– Pues ándele, mijita, que a las ocho nos viene a buscar Carlos para llevarnos a la fiesta de los Portazgo. Mira, vamos a hacer una cosa: ponte cualquier cosa y nos vemos abajo en la peluquería dentro de cinco minutos. Así te peinan y luego te subes a ponerte el traje largo. Y, si quieres mi opinión, chamaquita, te pones el blanco con los tirantitos y no el negro de palabra de honor porque para llevar ése tienes que estar un poquito más tostadita. Ándele, dése prisa.
Y a las ocho en punto, la tía María dio con los nudillos en la puerta. Yo estaba lista desde hacía un buen rato y me miraba y me remiraba en los espejos para encontrarme los defectos y dudar del moño que me habían hecho en la peluquería y probar a subirme un poco el escote que me parecía escandaloso y ajustarme la falda sobre las caderas e intentar pensar en cómo dar una imagen de aplomo y no volver a alisarme nada… Estaba hecha una pila de nervios.
Abrí la puerta y di un paso hacia atrás. La tía María entró en la habitación y se quedó callada mirándome. Luego dijo en voz baja:
– Chamaquita, estás guapísima. Anda, ven, vamos a bajar, que nos espera Carlos.
El que estaba guapísimo de verdad era Carlos con su smoking blanco y el color tostado de su cara. Nos esperaba al pie de la escalera. Sentadas en los sillones del vestíbulo había varias señoras y todas le miraban arrobadas. La verdad es que, como era muy célebre, tenía fama de donjuán aunque no se le conociera una corte de novias. Me encantó pensar en un segundo que ese señor tan guapo me esperaba a mí y que yo me iba a ir de su brazo. Te vas a reír, pero según bajaba un peldaño tras otro, me sentía como la Cenicienta bajando por la escalera con sus zapatitos de cristal.
Cuando Carlos nos vio llegar, levantó las cejas, dio un silbido y soltó una carcajada.
– Bueno, bueno, bueno -dijo frotándose las manos-, las dos mujeres más guapas de todo Méjico para mí.
Y dándose la vuelta, nos ofreció un brazo a cada una.
El recuerdo que tengo de aquella noche es bastante confuso porque pasaron tantas cosas que no sabría cómo ponerlas en orden. Desde la casa de los Portazgo con su enorme jardín de zacate cuidado, hasta las mesas iluminadas por velas, las cristalerías, los platos, la cena, las mujeres a cuál más guapa y mejor vestida, una gran pista de baile puesta, me dijeron, sobre la piscina, la orquesta nada menos que de Lorenzo González… Me entró un verdadero ataque de angustia. Como la tía María se había quedado retrasada saludando a la anciana matriarca de la familia Portazgo (aquella vieja señora era la que de verdad mandaba en medio Méjico), le dije a Carlos que por Dios no me dejara sola que no sabría qué hacer y él me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que era la más guapa de todas y que iba a triunfar y que tendría a todos los jóvenes y no tan jóvenes de Méjico a mis pies.
– Ya -le contesté-, eso lo dices por tranquilizarme, pero si te alejas diez centímetros de mí, grito.
Y en ese mismo instante en que hacíamos nuestra entrada en el jardín se nos acercó un hombre de unos treinta años muy alto y muy elegante y Carlos sonrió.
– Nuestro anfitrión -me dijo en voz baja.
– Querido Carlos, qué bueno que pudiste venir. -Me miró sonriendo-. Pero mejor que haya podido venir quien sospecho es tu prima.
– Es mi prima, Luis. África Anglés, éste es Luis Portazgo.
– En Méjico, el nombre Anglés es reverenciado. A partir de hoy, unido al suyo, señorita, será respetado como el de una divinidad.
Y me besó la mano. Me pareció que aquello era una cursilada horrorosa, pero ya me había avisado el tío Armando que el modo de hablar de los mejicanos y su galanteo son muy particulares y que no lo tomara demasiado en cuenta. Pero mientras me besaba la mano, miré muy de prisa a Carlos; sonreía y me guiñó un ojo. De todos modos, que me besaran la mano y que me dijeran galanterías me halagó muchísimo y, al mismo tiempo, me puso tan nerviosa que me empezaron a temblar las piernas. Me agarré más fuerte al brazo de Carlos y dije:
– Muchas gracias, don Luis, pero me parece que exagera.
Carlos se puso a reír muy fuerte y dijo:
– Espérame aquí, África, y no te dejes seducir por este sátiro ni llevar a ningún sitio, que voy a saludar a una vieja amiga y vuelvo.
Y desapareció. Me pareció que lo hacía por hacerme una travesura y ponerme en aprietos y tal fue la cara que debí de poner que Portazgo me preguntó:
– ¿Tan mala es la fama que me ha puesto Carlos Mata? No pases cuidado que te llevaré a nuestra mesa y te dejaré rodeada de las amigas de mi madre. En seguida verás que son peores que los hombres y que te van a mirar como si fueras un experimento de laboratorio.
Me pareció que aquello que me decía era mucho más normal y fue entonces cuando empezó a caerme simpático. Nunca es tan fiero el león como lo pintan… menos en algunos casos.
Para ir a nuestra mesa, que era evidentemente la principal y en la que rogué a Dios que también se sentara Carlos, teníamos que cruzar la pista de baile y, cuando íbamos más o menos por el centro, Luis Portazgo se volvió hacia mí y me dijo:
– No voy a dejar pasar esta oportunidad sin que bailemos porque después, con tanta gente como la que ha venido y todos los hombres de Méjico queriéndolo hacer, no voy a poder bailar más veces contigo. -Me enlazó por la cintura y me dijo-: ¿Permites?
Aún recuerdo la intensa emoción de aquel momento. No había dado un paso de baile en más de doce años y, de pronto, estaba en los brazos de un hombre que, ay Virgencita, se empeñaba en mecerme al son de un bolero. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Todavía me resuena toda su música en los oídos. «Aquellos ojos verdes, de mirada serena…» ¡Dios mío! ¿Cómo podría describirte las sensaciones que se me despertaron? Un resto de prudencia hizo que me separara un poco de Luis, pero era un bailarín magnífico y simplemente con el ritmo, me forzó a abandonarme entre sus brazos. Y así, sin yo esperármelo, apenas con el roce de su chaqueta y la cercanía de su mejilla y el olor de su colonia, de un solo golpe, se me despertó el cuerpo entero. Había estado dormido durante más de doce años. ¿Te das cuenta de lo que me pasó? Fue como si me hubiera cruzado un rayo de parte a parte y se me llenaron de calambres las piernas. Sentí que me ruborizaba y que se me ponía la carne de gallina y que el corazón me latía fuerte y me pareció que me iba a desmayar.