No sé cómo conseguí llegar a la mesa sin caerme, ni cómo estuve sentada diciendo cosas sin que la tía María me reprochara después haber estado profiriendo tonterías, ni lo que cené, ni cuánto bebí. Creo que era champaña, pero no podría asegurarlo. Carlos me rescató dos o tres veces de los brazos de los «moscones», como los llamaba él, y bailó conmigo despacito para que recuperara la calma. Me contó historias de Acapulco y me dijo que al día siguiente me llevaría a ver cómo los chicos locales saltaban al agua desde La Quebrada. Pero en cada vuelta que me daba, me parecía ver los ojos de Luis Portazgo o de alguno de los moscones que me seguían desde lejos mientras hablaban con la gente o escuchaban o bailaban con alguien.
Al final de la fiesta, cuando Carlos y su madre decidieron que había llegado el momento de marcharnos, Luis se acercó a despedirnos y, mirando a la tía, preguntó:
– ¿Me daría usted permiso, doña María, para invitar a su sobrina mañana a almorzar a mi barco?
– ¡Ah no! -interrumpió Carlos-, mañana la quiero toda para mí y no comparto a África con nadie. La llevaré a la playa y a montar a caballo y a bañarnos. No, no, ni se hable de eso… Privilegios de la sangre, Luis, lo lamento.
Portazgo se inclinó brevemente y, aceptando la derrota, separó las manos con las palmas hacia arriba, sugiriendo que sólo aplazaba la ocasión.
– Pasado mañana, tal vez.
Carlos inclinó la cabeza para mirarlo de hito en hito y dijo:
– Tal vez.
Habría debido sentirme decepcionada, pero no fue así. Las sensaciones del principio de la fiesta aún me daban miedo de mí misma y me encontraba mucho más segura con el calor cariñoso que desde el primer momento me estaba demostrando Carlos. Mejor, mejor. ¡Ay, si hubiera sabido!
– Bueno -dijo la tía María cuando ya estábamos en el coche volviendo hacia el hotel Las Brisas-, libraste a la chamaquita de las garras de un Portazgo. Menos mal, Carlos. Una cosa es que África se divierta y otra es que se la coma un dinosaurio, ¿no?
Carlos no dijo nada. Sólo en la oscuridad me cogió la mano y me la apretó suavemente.
En el vestíbulo del hotel, la tía se despidió de nosotros diciendo que estaba cansadísima y ya no para estos trotes y Carlos me dijo que me ofrecía la del zarpe en el bar. Igual me daba porque no tenía ganas de irme a la cama: las emociones habían sido demasiadas y me vendría bien relajarme un poco. Carlos pidió un whisky con soda y yo una coca-cola y estuvimos un rato en la barra, casi solos, hablando de esto y de aquello. Al principio me preguntó por mis impresiones de Méjico y luego, poco a poco, por lo que había sido mi vida. Charlamos durante mucho rato, hasta casi la madrugada. Y yo le pregunté por el mundo de los toros y por lo que era su vida y cuánto miedo daba ponerse delante de un animal de seiscientos kilos dispuesto a matarte. Y le pregunté por sus amores. Se encogió de hombros y dijo:
– Bah, no hay nada que contar, no tienen interés.
Entonces se levantó, me ofreció la mano y dijo:
– Hora de ir a dormir.
– ¿Ya es la medianoche? -pregunté. Lo entendió en seguida.
– Ya, Cenicienta. -Y puso la sonrisa más bonita y más tierna del mundo-. Pero mañana, más.
Fuimos cogidos de la mano hasta la puerta de mi bungalow. Allí se detuvo, me hizo girar sobre mí misma y me dijo:
– Buenas noches, África, que tengas los sueños más hermosos del mundo.
Le quise dar un beso en la mejilla pero no se dejó. No. Me puso las manos en las caderas y tiró de mí hacia él, acercando mucho su cara a la mía.
– ¿Qué haces? -dije.
– Te beso.
Y me besó suavemente en los labios y cuando se iba a separar para mirarme de nuevo, me mordisqueó el labio inferior, como una travesura.
¿Dormir? ¿Quién iba a dormir? ¿Cómo podría haber dormido después de una noche así? Carlos había abierto mi puerta, me había franqueado el paso y, sonriendo, había dicho en voz baja: «Felices sueños, hasta mañana, África». Y allí me había quedado de pie en el centro de la habitación con los brazos caídos a lo largo del cuerpo incapaz de reaccionar, presa de las más increíbles sensaciones. Mirándote alguna vez, chamaco, he estado segura de que tú también has sentido ese tipo de temblor que es más que físico. Por eso te lo cuento, sabiendo que lo entiendes.
Al cabo de un buen rato, como en sueños, casi sin darme cuenta me abrí la cremallera del traje de noche, me quité los tirantes con un movimiento de hombros y dejé que el vestido se deslizara hasta el suelo. Me quedé casi desnuda. Como una autómata, ahora ya sin importarme la decencia o el pudor, anduve hasta el borde de la piscina, me senté, dejé que mis piernas colgaran dentro del agua muy tibia y me quité el sujetador. Después me deslicé dentro del agua dejando que todas las sensaciones se me acumularan, me electrocutaran, me erizaran la piel y luego me fueran calmando el ardor inesperado que me tenía agarrada desde la garganta hasta el vientre. No era ni capaz de pensar en absolutamente nada.
Mucho rato después, me sacudió un largo escalofrío y finalmente decidí (fue mi única decisión consciente) salir del agua. Pero no sentía frío alguno. Me sequé muy despacio con una toalla suave y perfumada que encontré en el baño y, por una vez, la primera de todas, me recreé en acariciarme el cuerpo lentamente con una crema hidratante, deteniéndome en sitios que me habrían costado centenares de miles de avemarías si en ese momento se me hubiera pasado por la cabeza irme a confesar. Me daba igual. Todo me daba igual.
A lo lejos, por encima de las colinas, había empezado ya a clarear y recuerdo haber pensado que valía la pena hacer coincidir este amanecer tropical con el despertar bien tardío de mi cuerpo. Me tumbé en la cama y me quedé inmóvil. Y así pasaron muchas horas.
Hacia las once de la mañana, me sacó del ensueño el timbrazo insistente del teléfono. En algún momento me había cubierto con una colcha ligera supongo que para protegerme del relente de la madrugada. Alargué la mano y descolgué el auricular.
– Diga.
– Tú y yo tenemos una cita -dijo tranquilamente la voz de Carlos. Me incorporé de un salto, como si me hubiera pillado en falta-. ¿Recuerdas? Me prometiste que vendrías conmigo a la playa y luego a La Quebrada y que después comeríamos juntos, ¿no?
– Sí -contesté con un hilo de voz. Carlos se rió alegremente.
– Muy bien. Verás: te espero dentro de media hora abajo en el lobby. Llévate el traje de baño -¡Dios mío, el traje de baño!-, y no se te ocurra ponerte zapatos de tacón.
Colgó antes de que me diera tiempo a reaccionar.
Me entró un frenesí de actividad para arreglarme lo mejor posible, peinarme un poco el desorden de los cabellos mojados unas horas antes en la piscina, arreglarme la cara, ponerme un traje de baño, el más modesto de los tres que me había comprado la tía, una blusa y una falda de lino blanco. Lo hice todo sin reflexionar, sin pensar en lo que estaba sucediéndome, sin preguntarme siquiera si todo aquello era una locura que alguien debería parar…
Un botones me dijo que don Carlos me esperaba afuera en su carro. Efectivamente, allí estaba en la mismísima entrada con el haiga americano descapotable más grande que hayas visto jamás. Era un Chrysler beige de los de asiento corrido. Al verme salir del hotel, Carlos sonrió. Su mirada no se apartó de mí ni por un momento mientras me acercaba al coche. Recuerdo haberme puesto más colorada que un tomate.