El portero me abrió la puerta, me senté en el coche y Carlos, que tenía el brazo pasado por encima del respaldo, me puso la mano sobre el hombro derecho, me atrajo hacia él y me dio un beso furtivo en la comisura de los labios.
– Hola, África. ¿Has dormido bien?
Hice un gesto negativo con la cabeza y añadí «no mucho». Él se rió y puso las manos sobre el volante. Las tenía muy morenas, surcadas por grandes venas que les daban sensación de fuerza, y los dedos eran finos, largos y poderosos. Me fijé en que tenía las uñas perfectamente cuidadas. Hasta aquel mismo momento había pensado que nunca me gustarían los hombres con vello en las manos, ya ves.
– ¡Dios mío! -dije llevándome una mano a la boca-. No he hablado con tu madre ni le he dicho que salía contigo.
– No te preocupes, ya se lo he dicho yo.
Carlos daba en todo impresión de calma, de serenidad. Siempre parecía estar seguro de lo que hacía o de lo que acababa de hacer o de lo que se disponía a hacer. Tenerle al lado era como estar junto a una gran fuerza protectora. Creo que esa formidable seguridad en sí mismo, unida a su enorme ternura, acabaron de desarmarme. Aplacé todo juicio hasta más tarde, no sé cuánto más tarde, ni creo que me importara, y decidí dejarme ir. Por un día, bah, por un día en toda mi triste vida de veintinueve años.
Le estoy viendo ahora, vestido impecablemente con un pantalón de gabardina beige clara y una camisa azul con las mangas arremangadas casi hasta los codos. Llevaba unos mocasines marrones muy finos, como guantes, y no se había puesto calcetines. En ese momento, me pareció el hombre más guapo y más encantador del mundo.
Mientras arrancaba el motor, volvió la cara una vez más para mirarme. «Vamos», dijo. En la bajada hacia Acapulco, fuimos hablando de tonterías. Ni me acuerdo. Cuando el tráfico nos obligaba a parar, la gente se detenía y nos señalaba con el dedo: «¡Mira! Es Carlos Mata», decían. «Torero», gritaba alguno. «Adiós, adiós», decían otros.
Carlos sonreía y en ocasiones saludaba levantando una mano.
– No hagas mucho caso -me dijo-, en Méjico los toreros somos muy célebres, casi como héroes nacionales…
– No, si no hago caso. Sólo intento esconderme para que no me vean.
Por fin, después de dar muchas vueltas y acabar siguiendo la avenida del mar, la Costera, llegamos al Zócalo, donde está el puerto deportivo. Carlos aparcó el coche en un sitio que parecía reservado para él, sonrió una vez más y me dijo:
– Vamos.
– ¿Adonde?
– Mujer, yo también tengo un barquito. No es como el de Luis Portazgo, claro, pero creo que nos las arreglaremos.
Era una embarcación Riva toda de madera, con un solo doble asiento y un motor que, por el ruido ronco que se oía (lo había puesto en marcha un marinero que andaba por ahí nada más vernos llegar), debía de ser muy potente.
Antes de montarnos, Carlos sacó una bolsa del maletero del coche. Se quitó los pantalones, los dobló y los metió en la bolsa. Llevaba puesto un traje de baño y, aunque de reojo, no pude por menos de admirar su cuerpo. En la parte exterior del muslo izquierdo tenía una gran cicatriz. Era terriblemente larga: le iba desde la rodilla hasta que la cubría su bañador. Debí de poner una cara muy rara, porque se miró la pierna y después me miró a mí y dijo:
– Guanero Un toro de seiscientos kilos -Se encogió de hombros-. Me enganchó al entrar a matar
– Duele muchísimo, ¿verdad? -Me había puesto la mano en la boca del horror que me producía la mera idea.
– Bah, tuve suerte. -Me miró sonriendo-. ¿A ver qué cicatrices tienes tú en las piernas?
Me quedé completamente paralizada de la vergüenza y entonces Carlos se dio la vuelta para no mirarme y saltó a su barca. Me quité la falda y me desabroché la blusa y el último pinche botón no se acababa de soltar. Por eso me quedé con la camisa puesta, como él. Pensé «no seas paleta». Carlos se volvió y con gran cuidado de no mirarme más que a los ojos, me ofreció su mano derecha para ayudarme a subir a bordo. Sólo dijo «ponte cómoda ahí», señalando el asiento de babor (oh, sí que aprendí los términos marineros en aquellos meses).
Soltó la amarra y arrancamos. Fuimos a navegar alrededor de la bahía y dimos la vuelta al promontorio para ver a los saltadores de La Quebrada y un poco más al norte buscando playas de aguas poco profundas y, por el camino, nos cruzamos con un enorme yate blanco que se llamaba Malaquita. Carlos se rió y señalándolo dijo:
– Ése es el de Luis. Me parece que has salido perdiendo con el cambio.
Me salió inesperadamente del fondo del corazón exclamar:
– ¡No, no, ni hablar! -Y luego, como me dio mucha vergüenza, añadí-: La verdad es que prefiero pasar este primer día con un malo conocido que con un bueno por conocer… Pobre Luis. Me parece que se quedó muy chafado anoche cuando le dijiste que yo con quien tenía una cita era contigo.
Carlos soltó una gran carcajada.
– Qué va, en absoluto, ni por un momento. -Debí de poner cara de extrañeza, porque dijo-: Somos grandes amigos desde el colegio y te aseguro que no le ha importado. -Sacudió la cabeza-. Algún día tendré que dejarte salir con él… pero dentro de mucho tiempo, ¿eh?
Sé que me puse colorada una vez más. Entre eso y el sol del trópico, por mucho aceite bronceador que me hubiera puesto, debía parecer una bombilla. Enciendo, apago, enciendo, apago. Ay, chamaquito, las cosas que se hacen de joven.
Por fin, en un extremo de la gran bahía, Carlos paró la barca y cortó el contacto del motor.
– ¿Qué haces?
– En algún momento nos tendremos que dar un baño, ¿no? Pues ahora.
Y se lanzó al agua sin más. Tardó en salir por el otro lado de la barca.
– Pero ¿no hay tiburones? -le grité.
– ¡Qué va! En la bahía, no. Anda, ven.
Y así pasamos el día, como dos viejos compañeros, charlando de mil cosas, riendo, discutiendo a veces. Pero en toda la mañana no habló de la noche anterior. Almorzamos en un club marítimo, cóctel de gambas y fruta tropical y una botella de vino blanco helado. Carlos me hizo prometer que saldríamos aquella noche a cenar y a bailar. Me pensaba llevar a La Perla en el Mirador para ver cómo los chicos se sumergían con antorchas de hasta cuarenta y cinco metros, pero sólo a unas horas muy precisas para que no los destrozaran las olas.
– ¿Pero y tu madre?
– Ah, no. Nada. Cuando vayamos a cambiarnos, le decimos que salimos con el grupo de los Portazgo y ya está. ¿Por qué te pones tan seria?
– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no nado? -le pregunté-, ¿que no disfruto de nada, que no bebo vasos de vino y como cócteles de langostinos?
– ¿Sabes cuánto tiempo hace que quería besarte?
Bajé la mirada e hice que no con la cabeza.
– Es más. ¿Sabes cuánto hace que te quiero?
Me encogí de hombros. Quise decir «no», pero no me salió sonido alguno.
Encendió un cigarrillo, uno de los pocos que le vi fumar jamás, y me acarició el codo.
– Pues te lo voy a decir. ¿Recuerdas cuando estuve en Cádiz hace cinco o seis años? ¡Claro que lo recuerdas! Me dejaste deslumbrado y pensé en raptarte allí mismo. Pero supe que era imposible porque se te veía el daño que te había hecho tu marido, lo frágil e indefensa que estabas y comprendí que, por mucho que un primo tuyo torero te dijera que te iba a proteger porque se había enamorado de ti en un segundo y te quería llevar a Méjico, me ibas a mirar como si estuviera loco e ibas a salir corriendo en la dirección contraria. -Se rió-. Soy un hombre muy paciente, ¿sabes?, muy paciente. También sabía que en Madrid, con tus padres de por medio, tu niña, el ambiente, todo, me iba a ser imposible siquiera acercarme a ti. Por eso decidí esperar, conformándome con saber lo que hacías… durante años.
– Me das miedo, Carlos…
– … No, no, no -dijo tiernamente cogiéndome una mano-, no es para darte miedo, es sólo para decirte que te quería proteger, que no iba a permitir que te fueras de mi vida y que conspiré, con el mayor de los amores, para que acabaras viniendo a Méjico. -Estuvo conduciendo en silencio durante unos instantes. Sonrió-. Sólo era cuestión de sugerirle la idea a la tía Ramona…