– ¡Pero si somos primos hermanos, Carlos!
– ¡Bah! ¿Y eso qué más da? ¿Cuántos reyes se han casado con sus primas, cuántas enamoradas de cuento de hadas se han ido a vivir para siempre felices con sus primos? Tonterías, África…
– ¡Pero si estoy casada!
– ¿Sí? ¿Te consideras casada con aquel miserable?
– No, claro que no, pero la ley sí.
– La ley allá dirá lo que quiera. A la ley aquí parece que el divorcio es perfectamente razonable.
– Estás absolutamente loco. Quedo con mi primo para ir a la playa una mañana y de repente me encuentro discutiendo de mi matrimonio con él. -La idea me pareció verdaderamente cómica y no pude reprimir una carcajada.
– Ríete, ríete más, es el sonido más bonito que he oído en mi vida -dijo Carlos-, como las campanas de una catedral lejana retumbando con su eco en una copa de cristal de roca.
Ésa fue exactamente la frase que utilizó y me enmudeció. ¡La recuerdo tan perfectamente! Dicha por otro cualquiera, me podría haber parecido cursi. Pero dicha por él me pareció una de esas cosas tan hermosas que recitaba de pronto el tío Adolfo Anglés en su estudio.
Ay, Javier. Muy poquito a poco, muy despacito, con el calor del vino y el frescor de la brisa, estaba empezando a perder la cabeza, a ceder sin remedio, a dejar que se me derrumbaran todas las defensas. Y, «¿te he dicho que tienes las piernas más bonitas del mundo? ¿Y el escote más arrebatador?»
– No lo sabes -dije en voz baja.
– Sí que lo sé. Estoy tan seguro que lo sé como si te hubiera visto desnuda.
– ¡Carlos!
Fue en mi habitación del hotel Las Brisas, el bungalow 24. El único bungalow que existe ya en el mundo para mí. Lo tengo grabado a fuego en la memoria. ¿Cómo podría nadie olvidar una cosa así? ¿Cómo podría yo llegar a olvidar lo que mucho después tuve que acostumbrarme a considerar como el único recuerdo de mi vida, la locura, el vuelo a las estrellas?
Y cada vez que iba a protestar, me callaba a besos. Y me fue desnudando hasta que dejó de importarme. Hasta que me dio igual que me viera, que me besara donde me besaba, que me tumbara en la cama aquella que era como de matrimonio. En esa cama, en ese primer par de horas estuve más casada con él que lo había estado en casi doce años con el miserable del padre de Martita. Una sola millonésima de segundo de una sola caricia de sus manos valía más, me enloqueció más que las patéticas, egoístas y patosas babas de mi marido. No sabía que pudieran experimentarse aquellas sensaciones, chamaquito, no sabía que se pudiera volar como si se fuera a tocar el cielo con cada uno de los nervios más placenteros del cuerpo. Carlos me enseñó que yo los tenía a miles y a cada uno lo cuidó, lo acarició, lo hizo enloquecer y lo sació.
Eso era lo que te tenía que contar, Javier, para que supieras que sí tuve instantes de felicidad, para que nunca te quedes con la impresión del fracaso de toda mi vida, con la desolación de mi tristeza sin remedio. ¡Oh, no!
Carlos me hizo mujer, me enseñó todo y lo hizo con tal ternura, con tanto amor, con tanta pasión que aún hoy se me saltan las lágrimas y me bailan los pechos. Pero es una ensoñación porque todavía guardo un secreto. Uno solo.
15 de octubre de 1973
No estás en Madrid, chamaco. Estás lejos. Ya te has ido hasta por lo menos Navidades y nuestras confidencias tendrán que esperar hasta la primavera. Pero hoy he decidido romper la regla de nunca escribir en el diario si no hemos hablado antes en nuestro banco. Me encuentro mal. Te fuiste y hubiera querido decirte que ya te echaba de menos. Me siento mal, me duele la tripa, estoy nerviosa, a veces me pongo histérica. He ido al ginecólogo.
Hace tres días cumplí cincuenta y dos años. Te quedaste para festejarlo con toda la familia y justo ese día llovió. No pudimos salir de casa. Y salir de casa era justo el regalo que me había prometido a mí misma. Sentarnos en el banco aunque fueran dos minutos. Cincuenta y dos años, chamaco. ¿Y tú? Treinta y cuatro. ¡Dios mío, cómo eres de joven! Me has regalado un pequeño colgante de oro para la cadena que llevo en el cuello. No me lo quitaré nunca.
No me encuentro bien, me duele todo, lloro por cualquier tontería. ¡Ay, cómo te echo de menos!
He releído todo lo que he escrito en el diario y ¿sabes lo que me consolaría? ¿Lo único que me consolaría? Seguir contándote mi violento asalto de amor por Carlos. Pero no. No puedo hacerlo. Y no es por ganas de no sufrir a solas sino porque, si no uno mi historia a la tuya, ¿cómo puedes seguir siendo mi chamaco de mi diario? Sería traicionarte. No, no. Debo esperar a que nos volvamos a sentar en el banco en primavera. Y mientras tanto, me tendré que limitar a mirarte en Navidades, sin poderte decir nada. Lo sé, porque, con la mala suerte que tengo, en Navidades hará un frío pelón y no podremos salir al jardín ni un minuto. Ni un minuto para reconfortarme y poder esperar hasta la primavera. Ganar tiempo al tiempo, ¿sabes?
¡Qué obsesión! No debo obsesionarme.
Me duele todo. Ya me puede decir el ginecólogo lo que quiera y mandarme tomar aspirinas que yo sé que me está llegando la hora de que se me seque el cuerpo. Me llega la menopausia y se me acaba todo. Pero entonces ¿cómo es posible que sienta esto que siento?
Cuando volví de Méjico, me había quedado paralizada por dentro. ¡Hace tanto tiempo ya! Durante años viví insensible a todo. Había perdido toda capacidad de amar. Y ahora resulta que, al mismo tiempo que mi cuerpo me manda señales de que esto se acaba, la he recuperado de golpe, Javier. Ay, chamaco, ¿qué puedo hacer? No me lo puedo esconder más, no me lo puedo callar más.
Te adoro, te quiero. ¿Te enteras? ¡Sí! Yo, África, te quiero a ti, con un amor del que ya no me creía capaz. Dios mío. ¡Quererte a ti que eres un niño! Qué ridículo. Mirarte cada vez que vienes, saber que vas a venir, y no poder hacer nada. Porque, ¿cómo te lo voy a decir? ¿Para que me mires horrorizado, avergonzado, sin saber qué contestar para no hacerme daño?
25 de abril de 1974
¡Has vuelto!
Escribí eso y me fui a acostar. Pero no he podido aguantarme. Me he levantado de la cama y me pongo a escribir de nuevo:
Has besado ruidosamente a todos, como siempre haces y luego, riendo, has abierto los brazos y me has apretado fuerte y me has dicho: «¡Tía África! ¡Pero si estás guapísima!» Me temblaban las piernas, chamaquito.
Hemos comido toda la familia y, a la hora del café, has dicho que hacía una tarde buenísima y que querías asomarte al jardín a ver cómo iban los rosales del abuelo. Papá y tu madre dijeron que ellos también venían a ver los brotes. Y los cuatro hemos paseado por el camino hasta llegar al banco del fondo del jardín. Yo intentaba disimular como si no pasara nada. Bueno, en tu caso, no pasaba nada, claro, pero en el mío, apenas si podía aguantarme los nervios. Los he tenido disparados todo el invierno. Lo he pasado fatal. A ratos incluso he creído volverme loca de obsesión. Y como no tenía gran cosa que hacer si no era pensar en todo esto y padecer las consecuencias de mi edad en todo el cuerpo, he pasado todos estos meses como una histérica. Es verdaderamente horrible. Mamá me decía: «Vamos, niña, que nos ha pasado a todas, venga, que somos como los rosales de tu padre: acabamos de echar hijos al mundo con dolor y nos secamos. Ya se te pasará, pero estate quieta, que pareces un alma en pena, llorando todo el día…»
Papá, tu madre y yo nos hemos sentado en el banco mientras tú te quedabas de pie frente a nosotros hablando sin parar.