¿Sabes que casi ni me he enterado de lo que decías? Sé que contabas cosas de Nueva York y del esquí en no sé qué sitio y de que en el fondo habías venido antes de lo que solías porque en Portugal hay una revolución que llaman de los claveles (las gentes poniéndole un clavel a cada soldado en el agujero del fusil, en señal de paz) y que lo mismo iba a pasar aquí pronto… Papá se enfadó, como siempre se enfada cuando os metéis con Franco, y dijo que no quería seguir hablando de eso. Todo me sonaba como una música de fondo y a mí no me importaba. Sólo me importaba verte y en lo único en lo que me fijaba era en tus manos. Tus manos, chamaco, tan delgadas y tan fuertes.
Esta noche, en mi cuarto, había decidido no escribir más que dos palabras: Has vuelto, porque no me sentía con fuerzas de añadir nada más. Era lo único que me importaba. Y las he escrito. Pero después me he acordado de tus manos y, tumbada en la cama, he pensado en cómo me gustaría que me acariciaras, que me las pasearas por todo el cuerpo y me soliviantaras igual que me enloquecía Carlos hace cien años.
¡Qué locura, Dios mío! ¿Cuándo lograré dormirme? ¿Cuándo entraré en razón en lugar de actuar como una niña de dieciocho años?
3 de junio de 1974
No. Después de esta tarde, no quiero hablar de ti aún. Ha sido una conversación triste. Casi la más triste de mi vida. Sé que estaba abatida y lejos. Y ahora miro esta página vacía y no me atrevo todavía a escribirte, chamaquito de mi diario. Todavía no.
Déjame que acabe de contarte mi historia de Méjico y luego hablaré contigo. ¿Sí? Hoy te acabo mi historia de Méjico.
Durante meses de aquellos años 49, 50, 51, Carlos y yo hicimos una vida de novios furtivos.
Nos escapábamos a sitios disparatados y arriesgados: siempre estábamos en un tris de que nos descubrieran. Pero como Luis Portazgo era muy amigo de Carlos no le importó convertirse en mi acompañante galante y aparecer aquí y allá, en fiestas y saraos, en lugares públicos y en pequeñas reuniones privadas, en estancias y balnearios, llevándome del brazo. Era un compañero encantador, hecho pedazos por una tragedia inconcebible en Méjico: era homosexual. Pero gracias a eso y al cariño cómplice que nos tomamos, nos convertimos en la tapadera de cada uno y ambos en los protectores sigilosos de nuestros amores.
Fue por aquella época cuando Carlos decidió comprar La Morucha, una gran finca cerca de León. La casa era grande, pero la mandó remozar y ampliar para hacer de ella nuestro refugio. Un palacio para África, dijo. ¡Y qué maravilloso escondite fue! ¡Cuántas horas de felicidad robamos al destino! Yo creo que nos protegía la suerte. Sólo mucho más tarde comprendí que era para compensarnos del precio que nos acabaría exigiendo. Sólo ahora sé que durante meses la vida nos dejó en paz porque estaba llegando a su final.
Íbamos a La Morucha cada vez que podíamos. Sólo cuando la tía María se iba de viaje a Europa o a Argentina, yo creo que tenía un novio por allí, aprovechábamos y hacíamos algunos viajes. Carlos los llamaba «lunas de miel y champaña». Siempre decía que era el único hombre del mundo que tenía la fortuna de irse de luna de miel una vez al mes. Así conocí Nueva York y Los Ángeles y las islas del Caribe y Cuba y Puerto Rico.
¿Y el trabajo?, me preguntarías si pudieras hacerme preguntas desde el diario. Pues el trabajo era cosa de la imaginación. La tía Ramona hacía la vista gorda, convencida de que acabaría casándome con un Portazgo, y yo escribía a Madrid contando historias inverosímiles sobre mi buena suerte.
Tramé con la tía Ramona la posibilidad de obtener un divorcio en Méjico «por si Luis Portazgo se acaba decidiendo a pedir tu mano, chamaquita, que me parece más lento que un caracol» y empecé a escribir cartas reclamando la venida de Martita para muy pronto.
Carlos y yo hacíamos planes de cómo sorprenderíamos a todos y de cómo los pondríamos frente a los hechos consumados y no tendrían más remedio que aceptar nuestro matrimonio.
– ¿Estás seguro? -le preguntaba yo con un sexto sentido que hubiera preferido no tener-. ¿Estás seguro de que todo saldrá bien?
– Pues naturalmente, chamaquita -contestaba él invariablemente-. ¿Qué quieres que salga mal?
– Le tengo mucho miedo a tu madre.
– ¿A mi madre? ¿María Anglés? ¿Conmigo que soy su ojito derecho? Ni hablar. Y además es encantadora y te quiere mucho.
Carlos me hacía pequeños o lujosos regalos, siempre exagerados y locos, que yo tenía que rechazar o esconder en La Morucha porque su procedencia habría sido inexplicable para el resto de la familia. Sólo acepté llevar uno: una sortija muy sencilla de oro trenzado que me regaló públicamente, en la fiesta de la familia, el día en que cumplí treinta años.
Al principio no quise acompañarle a la plaza cuando toreaba. Daba mala suerte, era cosa sabida, que la mujer de un torero estuviera presente en la corrida. La costumbre imponía que ella esperara en casa el regreso de su marido. ¿Pero qué justificación tenía yo para hacerlo si no estaba casada con él y nadie debía sospechar que podría llegar a estarlo algún día? Él no cejaba en el empeño.
– Nada, África, tienes que venir con mi madre, sobre todo porque estoy convencido de que eres para mí como un amuleto de la suerte. ¿Qué hago yo si miro a la barrera y no te veo? ¿A quién le brindo todos mis toros?
– ¡Ni se te ocurra!
– Lo haré con el corazón. Siempre con el corazón a ti, África.
Y allí estábamos la tía María y yo en cada festejo que toreaba en Méjico e incluso en algunas de las corridas que iba a torear a Colombia, siempre acompañadas por mi fiel Luis. Luis entendía mucho de toros y gracias a sus pacientes explicaciones acabé enterándome de lo que era una corrida, de qué es lo que pasaba en ella, de cuáles eran las suertes y hasta del talante de los toros. Carlos, además, acabó comprando una ganadería de reses bravas para La Morucha. En secreto la llamaba «la ganadería africana». ¡Cuánta cursilada!
Era verdad que se hacía algo raro que no acabáramos Luis Portazgo y yo de formalizar «nuestra relación». Siempre nos hacíamos los despistados y, naturalmente, la excusa oficial era mi condición de separada, abandonada y no divorciada. Las buenas formas y las apariencias nos obligaban a comparecer en público siempre en compañía de alguna «carabina» que inevitablemente acababa siendo mi primo Carlos, claro. En aquella época nació la leyenda de que África Anglés, la virtuosa, era una pieza inalcanzable para los hombres que aspiraban a conquistar su corazón. África Anglés era capaz de dominar con una mirada el ardor y los afanes de conquista de cualquier hombre mejicano. Era un témpano de hielo y su virtud, inquebrantable. ¡Imagínate! ¡Yo que había sido incapaz de resistir el primer empellón que me dio mi propio primo! ¡Vaya virtud la mía! Todos se habrían escandalizado, habrían dicho cosas bien distintas sobre mi virtud si me hubieran visto pasearme desnuda por los salones de La Morucha y tumbarme en uno de los sofás para ofrecerme a cualquier capricho de Carlos.
Carlos era como una droga: no podía vivir sin él. Pensar en no verle un día se convertía en un sufrimiento inaguantable. Oh, sí, había perdido la cabeza hasta extremos imposibles de imaginar. Pero si eso es el amor, si duele de ese modo e incendia de esa manera, si es capaz de transportarte al cielo y despeñarte al infierno en menos de un momento, que Dios lo bendiga. Yo no quería sentir otra cosa. Hasta me producía placer sufrir esos instantes de desesperanza o de soledad. ¡Qué más daba, me decía a mí misma, si apenas un poco de paciencia me volvía a subir hasta las estrellas!
Por eso, no puedes imaginar la tortura que fue para mí que Carlos tuviera que ir a Madrid, a España, a hacer la temporada. Él tampoco soportaba la separación, tanto que después de la Feria de San Isidro de mayo aquel año, aprovechando que un toro le había dado un varetazo al poner banderillas, dijo que tenía fuertes dolores en el brazo derecho, probablemente una luxación agravada por una antigua herida, y que no le quedaba más remedio que regresar a Méjico e ir a tratarse a Estados Unidos.