Fue en esas semanas interminables cuando aprendí a disimular mis sentimientos, mis angustias y a poner las caras imperturbables que luego, ay, me sirvieron de tanto cuando tuve que aparentar que seguía con vida por fuera aunque en realidad me hubiera muerto del todo por dentro.
A Madrid, Carlos se llevó de mi parte decenas de regalos para Martita y para todos los demás. Fue idea suya y dijo que, por serlo, costearía él las compras. Al principio me opuse porque no habría podido pagarlas ni queriendo: seguía siendo pobre de solemnidad pese al tren de vida que entre todos me costeaban y al sueldo nominal que la tía Ramona me pagaba, se supone que por trabajar en su tienda de modas.
Pero Carlos me convenció diciendo que era el único modo de hacer ver a la familia que yo estaba prosperando y acabé cediendo.
Y así fue pasando el tiempo. Vivía en mi mundo en las nubes y sólo muy de tarde en tarde me asaltaba una pequeña angustia provocada por la posibilidad de ser descubierta. Pero incluso eso se me olvidaba la mayor parte del tiempo y con total inconsciencia tomaba riesgos que la más elemental prudencia hubiera dicho que eran más que peligrosos. ¡Ay, chamaquito!
Parece mentira la capacidad de algunos hombres para la premonición. Y luego decimos del instinto femenino. Una tarde, dos años ya después de llegar a Méjico, en que estaba yo en la biblioteca del tío Adolfo leyendo y mirándole a ratos componer, creo que me dijo que estaba escribiendo una paráfrasis de una obra de Shakespeare, Los sueños de una noche de verano, levantó la mirada hacia mí y dijo (no sé qué truco de la memoria me hace recordar las palabras una a una como fueron dichas, como si estuvieran grabadas a fuego en mi cabeza):
– África, siento una cierta preocupación por ti.
– ¿Sí? -pregunté, repentinamente alarmada.
– A menudo la belleza casa mal con la felicidad, ¿sabes? Y veo tan frágil tu felicidad, que temo por tu belleza…
– No te entiendo, tío. -Me latía muy aprisa el corazón.
– No hablo de tu belleza física ahora. Hablo de tu corazón y de tu cordura. No quisiera parecerte más pesimista de lo que soy por naturaleza, pero cuando te veo tan alegre, tan despreocupada y simultáneamente a veces tan preocupada y tan entristecida porque te has quedado en soledad, me alarmas. -Levantó un dedo sin despegar la mano de la mesa camilla, para que no le interrumpiera-. Porque la facilidad con la que pasas de la gloria enardecida al abatimiento, los altibajos de tus humores hacen transparente tu corazón. Es bueno que así sea, porque cuanto más transparente, más puro es el amor. Pero también es malo porque hay quienes se resentirán de ello y te harán daño…
– ¿Quién me puede hacer daño, tío Adolfo? -exclamé en tono desafiante.
En realidad, trataba de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir. También quería explicarle, me parece que para convencerme de paso a mí misma, que la calidad y la fuerza de mi amor me hacían invencible y además ejercían como manto protector con el que defender a Carlos.
Tomó su copa de orujo y la olisqueó.
– ¡Tanta gente, África, tanta gente! -Y, por primera vez, bebió un sorbo del licor. Tosió un poco-. ¡Caramba, sí que es fuerte! -Me miró de hito en hito-. Nunca des por descontada la bondad de la gente que te rodea, pequeña cordera. Cuanto más grande es un corazón, cuanto más comprometido está, más vulnerable resulta para los que lo quieren mal.
– ¿Me quiere mal alguien, tío? Dime, ¿quién me quiere mal?
Sacudió lentamente la cabeza.
– Nadie… todavía, mi pequeña África. Los malos sentimientos, igual que los buenos, no nacen inmutables en la eternidad ni perduran sempiternamente. Los sentimientos cambian y casi nunca por culpa de uno mismo. Por eso suele sorprender tanto su alteración: porque es inesperada para quien padece sus efectos.
– Me asustas, tío Adolfo -dije, llevándome una mano abierta hasta el corazón, como si así pudiera protegerlo de malos presagios.
– No es ésa mi intención. Mi intención es ponerte sobre aviso y advertirte de que deberás defenderte con fortaleza cuando te llegue el momento… Y ese momento llegará, oh, sí. ¿Podrás esconder el objeto de tu amor indefinidamente cuando es transparente hasta para mí que soy un ciego para las cosas de este mundo? No podrás y ese día suscitarás las iras de muchos y tendrás que luchar para salir indemne. -Se levantó y vino hacia donde yo estaba sentada presa de tal pánico que no era capaz de moverme-. A veces, la vida es dura, pero rara es la ocasión en la que no busca compensar de sus rigores a quien los padece. Mi pequeña y bella África. Me pregunto a veces…
Pero cerró los ojos y no dijo más porque en ese momento se abrió la puerta del estudio y entró Alicia.
– Os vengo a llamar -dijo.
– ¿Ah? -dijo el tío Adolfo.
– Han venido Ramona y Armando y Carlos que trae una máquina nueva de hacer fotografías y pretende que bajemos al patio para retratarnos.
– Pues ahora bajaremos -contestó el tío Adolfo y, mirándome, añadió-: Y chitón y recomponte esa cara, que quienes te queremos te defenderemos. Siento haberte asustado. No quisiera haberlo hecho, pero sé que debo ponerte en guardia. Si no, la vida tiene esta manía de jugar malas pasadas a la buena gente, ¿eh?
Bajamos al jardín de la casa del tío Adolfo. La casa era muy sencilla, cuadrada, con un porche de piedra en el frente, una puerta de cristales, una pequeña fuente redonda a la derecha y una gran palmera a la derecha de ésta llenando todo de sombras que se mecían despacio al ritmo de las palmas. Recuerdo bien que, cosa curiosa, todos íbamos de blanco. Hasta Carlos que, con la excusa de que la temporada taurina había pasado y no había corridas, se había dejado crecer un bigote ridículo. No le gustaba que le hicieran fotos (dijo enfadado que él venía a hacerla, no a posar, «carajo») y se puso en ésta a regañadientes y dándonos la espalda. Aun cuando no se me había pasado el susto de mi charla con el tío Adolfo, la situación me pareció cómica y llena de ternura y tuve que aguantarme la risa.
Adolfo y Ramona se sentaron en sendos sillones de mimbre en el centro, frente a la puerta de cristales, yo me encasqueté una pamela blanca que había traído y me puse a mirar hacia la cámara en actitud que me parecía desafiante hacia el mundo entero. Carlos apoyó el pie en la fuentecilla aparentando indiferencia. Fue el tío Armando el que sacó la foto. La guardo en una caja de zapatos que algún día descubrirás en el fondo de mi armario.
Aquella noche en la cama, arrebujada contra Carlos, le conté lo que me había dicho Adolfo el poeta.
– Tengo miedo -le dije-, tengo miedo de lo que nos podría pasar si nos descubrieran, del escándalo que se podría armar…
– ¿Un escándalo te da miedo? -dijo riendo y abrazándome bien fuerte.
– No, no, mi amor. Lo que me da miedo es que me puedan forzar a marcharme de aquí, a volver a Madrid…
– ¡Pero qué ocurrencia más ridícula! Bah, ni lo pienses -dijo él-. ¿Quién va a poder conmigo, eh, chamaquita?
¿Quién iba a poder con él? ¡Dios mío!
Nunca llegábamos a dormir la noche entera en su cama, por supuesto. Siempre, a alguna hora imposible de la madrugada, me llevaba a casa. Y yo siempre me despedía con un susurro fuerte para que pudiera oírse por cualquier ventana abierta si alguien estaba esperando mi llegada: «Gracias, Luis. Hasta mañana, Carlos y Carmela», o Lupe o Malena o Andrés, lo que fuere, lo primero que se me pasaba por la cabeza.
Durante la temporada que Carlos había pasado en España hacía ya año y medio, había tomado la costumbre de ir a la tienda de modas de la tía Ramona y trabajar en ella. Lo cierto es que era entretenido. Los resultados empezaron a ser magníficos y muy rentables porque las chicas de la buena sociedad mejicana la habían puesto de moda. Son muy cotillas y sospecho que venían a ver en persona a la «gachupina virtuosa» que era prima de Carlos Mata, el diestro del momento. Imagino que también, y sobre todo, esperaban ver a Carlos en alguna ocasión. Bueno, que vieran a quien les diera la gana. La tía Ramona, que tenía un innato sentido del negocio, estaba encantada y, sin necesidad de establecer más formalidades, tomé la costumbre de ir todos los días, incluso después de que Carlos regresara. Hubiera sido difícil y demasiado revelador ausentarme de la tienda. Sólo cuando encontrábamos una excusa para hacer un viaje, desaparecía por unos días y nadie me decía nada.