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De todos modos, me encontraba tan viva, tan en tensión, tan apasionada por todo lo que me rodeaba y me estaba pasando que era incapaz de sentir cansancio y no me importaba dormir apenas dos o tres horas después de haber pasado diez en brazos de Carlos y acudir puntualmente al trabajo al día siguiente. Y así pasaban los días y las noches, las semanas y los meses sin sentir.

Había algunos ritos mecánicos con los que cumplía regularmente: escribir a Martita y a los abuelos, mandar dinero para el colegio de la niña, cosas así. Pero me tenía que detener de vez en cuando para calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez en que había hecho esto o aquello. Sólo en alguna ocasión, la tía me dijo:

– Chamaquita, tienes que dormir un poco, que te van a llegar las ojeras a los pies. Y eso que te sientan bien, ya ves, niña.

– ¿Y si no lo hago ahora, cuándo lo voy a hacer?

– ¿La juerga, dices?

– Sí.

Se rió.

– Es cierto: se tienen veinte años una vez en la vida. Lueguito empieza a caérsele a una todo lo que se suele vencer con la ley de la gravedad, que son muchas cosas, chamaquita, ¿y quién te lo va a agradecer? Que la Guadalupana te bendiga, hija, ándele. Sólo téngame cuidado con las otras cosas de por ahí abajo y no me vaya a dar un sobrino-nieto porque se armaría la marimorena, ¿no es cierto?

Me abrió una cuenta en el banco y en ella empezó a depositar regularmente cantidades de dinero, lo que ella llamaba «el sueldo que te corresponde; no lo uses, así lo tienes ahorrado para cuando te traigas a tu chamaquita, ¿no?»

¿Cuánto tiempo había pasado desde mi llegada de España? Daba igual. Me daba lo mismo. Lo hablábamos Carlos y yo y decidíamos que en algún momento íbamos a tener que precipitar las cosas para resolverlas de una vez. Éramos tan felices que nos era indiferente todo. Pero finalmente decidimos que el único modo de hacerlo era consiguiendo mi divorcio. A nadie sorprendería puesto que hacía tiempo que lo hablaba con la tía Ramona. Lo único verdaderamente sorprendente sería el final de la historia.

Pero una madrugada, muchos meses después de mi charla con el tío Adolfo el poeta, cuando entré en casa y, como de costumbre, fui a la nevera para beber un vaso de agua o un zumo de piña, no lo recuerdo muy bien, el tío Armando estaba sentado en una de las sillas, con los codos apoyados en la mesa blanca, esperando. Delante tenía un vaso de whisky lleno de hielo y a medio beber.

– La bella África -dijo con su tono suave de siempre. Se llevó dos dedos a la perilla y la alisó. Llevaba puesto el pijama y una bata a cuadros y, en la mano izquierda, un libro que tenía cerrado sobre el índice para no perder la página que había estado leyendo-. No podía dormir y decidí esperarte para alegrarme la vista con tu llegada. -Sonrió.

– Hola, tío. ¡Pero si es tardísimo! ¿Cómo estás despierto a estas horas?

– Siempre estoy despierto a estas horas. Te oigo llegar todas las noches, ¿sabes? Siempre he sido poco dormilón. Cinco, seis horas, a veces menos. Hasta cuando era estudiante en San Petersburgo, prefería la juerga y la cerveza a la buhardilla y la cama. Y no te quiero decir los libros… En realidad, la buhardilla fue una conquista social mía frente a mi padre. -Sonrió-. Querían que me quedara en el palacete que tenían en la avenida Nevski, pero les convencí de que si iba a estudiar a la universidad, lo menos que debía hacer era vida de estudiante.

– ¿Cómo era San Petersburgo?

Puso los ojos en blanco.

– ¡Ah, San Petersburgo! La ciudad más bella del mundo. Inmensas avenidas, un palacio detrás de otro, cúpulas doradas de las iglesias reflejando vivamente el sol del verano, los días largos y perezosos al borde del río Neva. ¿Sabes lo que era verdaderamente maravilloso? Que los palacios estaban pintados de miles de colores diferentes: rojos encendidos, azules, verdes, marrones, amarillos; los parques eran inmensos con grandes extensiones de yerba y árboles gigantescos. Y luego, en invierno, todo se cubría de nieve, el río se helaba, pero no poco a poco, sino así, plaf, de golpe, de un momento a otro y quedaban congeladas las olas durante meses, como si las hubieran sorprendido con un encantamiento…

– ¿Lo echas mucho de menos? -Cogí una silla y me senté enfrente de él.

– ¿Mucho de menos? Pues supongo que sí, África. Era una ciudad maravillosa, era maravillosa para vivir. Y un día, vinieron los bolcheviques y la ensuciaron -dijo con desprecio. Era la primera vez que le oía hablar con tanta pasión-. Lo destruyeron todo, lo llenaron de sangre… -Sacudió la cabeza-. ¡Ah! No se la merecían. La habían conquistado con valor para que la suerte de los ciudadanos mejorara y los traicionaron. Qué quieres que te diga. Yo era hijo de un gran duque, sobrino del zar, nada menos -sonrió-, y, por tanto, era un privilegiado. Vi la que se nos venía encima y hasta me quedé unos meses para ver lo que los bolcheviques hacían con su famosa revolución. ¡Nada! Nada de nada. Y me fui.

– ¿Viniste aquí?

– No. Al principio, como todos, fui a París. Pero París era igual que San Petersburgo, una ciudad para privilegiados. Y un buen día, cogí el petate como se dice aquí y crucé el Atlántico. Acabé en Méjico de casualidad, ¿sabes? Fíjate cómo sería yo de terco que creo que vine aquí porque, cuando Stalin expulsó a Trotski de Rusia, y él se refugió aquí, yo le seguí porque quería hablar con él y preguntarle por qué.

– ¿Y hablaste con él?

Hizo que no con la cabeza.

– Nunca dejaron que me acercara a él. ¿Tú me ves aire de asesino revolucionario? Pues a mí los que le protegían no me dejaron y ya ves, a Ramón Mercader, sí. Estos mejicanos nunca entienden nada… Tuve suerte, eso sí, porque, en lugar de hablar con Trotski, acabé conociendo a tu tía y me casé con ella… -Sonrió nuevamente-. ¿Y tú, bella África? ¿A quién has tenido la suerte de conocer?

Me encogí de hombros y fui incapaz de mentirle. El tío Armando dio un largo suspiro.

– ¿Sabes? -dijo después de un largo silencio-, María es una mujer muy volátil. Es como un explosivo inestable… Me temo que sus reacciones son muy imprevisibles. En el fondo, puede pasar de la calma a la furia así -chasqueó los dedos-, en un segundo y entonces es capaz de cualquier cosa, hasta de sacar un cuchillo y clavárselo a alguien.

– Pero tío, yo…

Cerró los ojos mientras movía imperceptiblemente la cabeza de derecha a izquierda. Luego quitó el dedo índice de donde lo tenía colocado en el libro que estaba leyendo y lo apartó empujándolo hacia el extremo de la mesa.

– Sé lo que es el amor, África, lo sé bien. Es ciego y sordo. No atiende a razones y produce un exquisito dolor, como de agujas, que hace que se extravíe el buen sentido y se pierda la prudencia…

– Pero…

– Déjame terminar. Llevo meses observándote y conozco bien tu amor por Carlos. -Alargó sus manos y tomó una de las mías entre ellas-. Has palidecido. Sí, hija: hace meses que Ramona y yo intentamos distraer la atención de María…

– ¿Por qué no me lo habéis dicho? -protesté. De pronto noté que empezaban a resbalarme las lágrimas por las mejillas. Estaba aterrada.

– Ah, pero sí que te lo advertimos. Adolfo te puso en guardia hace tiempo, pero temiendo dañar tu amor, lo hizo con gran prudencia, simplemente para que tomaras precauciones. Puede que nos equivocáramos y que fuéramos demasiado discretos. Ramona creía que diciéndotelo Adolfo harías caso y te harías cauta. Luego, como andamos preocupados con la salud de Alicia, hemos estado pensando en otras cosas. Ya ves cómo ha adelgazado, ¿verdad? Me parece que tiene una suerte de anemia, pero, poco a poco, va mejorando, gracias a Dios. Por eso nos hemos fijado menos en vosotros. Y es bien cierto que, durante un tiempo, hasta nos pareció que vuestra prudencia era mayor y pensamos que acaso podríais disimular frente a María lo que era evidente para nosotros… al menos hasta que la vida os permitiera fugaros, escapar, hacer lo que tuvierais planeado para romper las amarras. -Sonrió nuevamente pero esta vez con cierta tristeza-. ¿Por qué no lo hicisteis?