La imaginaba paralizada (en su silla de ruedas al principio y en la cama al final), incapaz de pronunciar palabra, sin poder gritar ¡socorro!: simplemente esperando a que le llegara la muerte sin poder desviar la vista de ella hacia la contemplación de un recuerdo, uno solo, que le hiciera comprender que algo de todo aquello había valido la pena.
¡Qué tres años finales debió de pasar!
¡Y pensar que Adolfo Anglés había intuido con cuarenta años de adelanto este pavoroso desierto de sentimientos y soledad y había sabido plasmar su dolor infinito por ello en la carta que ahora yo tenía en las manos! Así son los grandes poetas: adivinan, comprenden, lloran con intuición luminosa.
No había en la caja de zapatos una nota suya, ni siquiera un recuerdo garrapateado en el que consignara sus sentimientos o en el que me hiciera saber lo que pretendía de mí. Nada.
¿Quería que yo supiera que al menos tres personas de corazón generoso, Adolfo Anglés, su hermana Ramona y el marido de ésta la habían apreciado, incluso una vez le habían pedido perdón por haber sido ingratos, por haberla olvidado en un momento preciso de hacía décadas? ¿Que si no había sido feliz, al menos alguien en este mundo había sabido comprender por qué, la había disculpado por su belleza, había entendido que tanta guapura no era estéril sino que había sido redimida por la amargura y el sufrimiento? ¡Como si la belleza necesitara ser redimida!
¿Me estaba pidiendo perdón por haberme confesado una vez muchos años atrás que ni siquiera su hija, el hecho de su hija, le había dado un instante de felicidad? ¿Me estaba explicando por qué?
El repentino recuerdo de aquella confesión me asaltó de golpe y me ruboricé. ¿La caja de zapatos para compensar una confesión, en pago por un momento de debilidad?
Porque, claro, la confidencia misma de su infelicidad era la prueba fehaciente de que África nunca había aceptado pasivamente su papel en la vida. No, no, me venía a decir. Bien al contrario, me venía a decir, he sido capaz de más sentimientos que el de la simple resignación ante la injusticia. Me he rebelado contra la injusticia. Y valgo más que la armonía de mi físico, que la suavidad de mis pechos y de mi vientre, que la llamarada de mi espalda.
¡Y yo que nunca quise verlo! ¿Cómo era posible?
¿Y qué más podía decirme? ¿Un par de fotos y una medalla?
Pasé muchas horas cavilando y no pude hallar respuesta convincente. Peor aún: no quedaba nadie a quien preguntar; a Adolfo Anglés, a Ramona, a Armando les había podido la vejez hacía tiempo. Y Carlos Mata también había muerto; estúpidamente en un accidente de automóvil en 1972. En México no quedaba nadie que pudiera responder seriamente a mis preguntas.
Por eso llegué a la conclusión de que no quedaban preguntas por contestar. Aquella caja de zapatos cerraba el ciclo vital de África. Era su testamento para mí; me había hecho su heredero universal sólo porque en ocasiones me permitió escudriñar su alma y porque en las ferias de Madrid la había llevado a los toros. Siempre me había parecido que entre ella y yo había algo más: un continuo de confidencias y complicidades, aunque nunca nos lo hubiéramos confesado, que había establecido un lazo más que estrecho entre los dos. Ahora, eso se convertiría en mi memoria y la caja de zapatos quedaría como su testamento.
Bien pensado, ¡qué testamento! Las cuatro cosas que habían significado algo para ella enumeradas para mí con desgarradora sinceridad: ella misma, el poeta y su hermana, una medalla que seguramente le traía olor de México y una carta. Yo, su sobrino, era el heredero de todo lo que ella había querido. Oh Dios.
Y así, aquella noche no fui capaz de conciliar el sueño.
¿A quién pretendía engañar?
III
No recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Esas cosas no las suele registrar un niño de más o menos diez años de edad cuando tienen que ver con una persona que no pasa de ser una hermana de la madre a la que se ha tratado poco, y mucho antes, y que por consiguiente escapa del círculo íntimo de las preocupaciones infantiles. De muy chiquillo yo había estado brevemente a su cargo en Cádiz y mi afecto por ella nacía de un único incidente que tenía enterrado en el fondo de mi memoria porque me producía cierta vergüenza; es decir que se trataba de un afecto firme y olvidado.
Por tanto, no recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Quiero decir que sé cuándo se fue pero que no lo recuerdo. No debió de impresionarme de manera especial. Mi mundo era el colegio, mi habitación, mis padres y mis hermanos. Fuera de ellos no existía nada. Por ejemplo, los abuelos, mis abuelos maternos (a los paternos jamás los conocí), eran dos ancianos amables aunque severos a los que visitábamos regularmente los domingos y a quienes no interesaban particularmente los niños. Nada más. Mi abuelo no era como los que salen en las películas: no me daba consejos, no me contaba historias, no me enseñaba a pescar, no había construido un mundo privado para abuelo y nieto que yo pudiera atesorar y del que pudiera hablar condescendiente o misteriosamente con mis hermanos. Nada de eso. Curiosamente, ese tipo de cariño y de atención le brotaron del corazón sólo cuando, años más tarde, apareció en escena su bisnieto mayor, el hijo de mi hermano José Luis.
Lo que sí recuerdo muy bien, en cambio, fue el día en que África regresó de México. No porque fuera una fecha señalada o porque Martita, su hija, llevara semanas en permanente excitación («¡Mamá llega dentro de diez días, siete días, cuatro días, dos días, un día, seis horas!»; parecía un disco rayado) o porque los abuelos hubieran procurado decorar con un par de grabados de Goya y una porcelana de la Inmaculada Concepción la habitación que madre e hija compartirían a partir de entonces, con su puerta corredera de cristal esmerilado y su ventana al patio, o porque mi padre, siempre caballero de inmejorables modales, hubiera encargado un gran ramo de flores para que fuera instalado en la mesilla que había entre las dos camas que serían durante años ya la de mi tía África y la de Martita.
Lo recuerdo bien porque estaba en plena pubertad.
Iba por la vida escudriñando sin querer la forma de un pecho femenino apenas intuido o un tobillo enfundado en una media de seda o la curva que tenían unos labios marcadamente pintados de rojo; me volcaba sobre las escasas revistas en las que aparecían, ya por casualidad en un segundo plano o bien porque el censor las había pasado por alto, fotos de chicas en bañador y, en cuanto podía, veía, petrificado en la butaca y preso de las más mórbidas sensaciones, una sesión tras otra de las películas de Esther Williams.
La llegada a Madrid de la tía África aquel día de primavera de 1952 fue electrizante.
Habíamos acudido en masa, toda la familia, a la estación de Príncipe Pío a recibirla tras el largo viaje en tren desde Vigo. África había llegado un día antes en el paquebote de línea regular Veracruz-Vigo y, unas horas después de desembarcar, se había montado en el expreso de Madrid, un disparate de carbonilla y lentitud que tardaba veinte horas en recorrer la distancia hasta la capital.
Hace tantos años de esto que apenas si guardo de los instantes previos a la llegada de la tía África unas cuantas imágenes confusamente impresas en la memoria. Una protesta mascullada por el abuelo, «¡qué despilfarro, mira que venirse esta chica en coche-cama!»; una orden de mi padre, «dile a aquel mozo que se acerque con el carrito, seguro que África trae un montón de equipaje»; el sol fresco de un día de abril (eso sí lo recuerdo como si fuera ahora: me pasaba el día abriendo la nariz y respirando a pleno pulmón, supongo que para intensificar de manera instintiva todas las sensaciones táctiles, las vibraciones, los olores, la sensualidad que, sin yo comprender nada de lo que me ocurría, me tenían extraviados los sentidos); y la chiquillería correteando por el andén, inclinándose un poco, muy poco, sobre la vía y achinando los ojos para ver si llegaba el tren, «¡niños, quitaros de ahí que es peligroso!», y retirándose con terror al comprobar que por fin, allá a lo lejos, con los temblores ópticos de un espejismo, aparecía la locomotora bamboleándose y echando humo negro. «¡Ahí viene, ahí viene!»