María venía poco por la casa de su hermano y, cuando lo hacía, traía la mirada torva, tenebrosa. Bueno, chamaquito, eso me parecía a mí, que tenía la conciencia culpable. Se lo dije a la tía Ramona y se encogió de hombros: «Bah, no hagas ni caso: es un fedor de mujer. Ni para los duelos tiene compasión. No piensa más que en sí misma.»
María estaba siempre poco rato. Se marchaba corriendo. Le atoraba el pesado ambiente de desolación de aquella casa.
Pasaron las semanas y paulatinamente el orden volvió a nuestras vidas. Yo seguía viviendo con el tío Adolfo pero ya no le hacía constantemente compañía. Volvía a llevar una existencia relativamente normal, trabajando en la tienda, viendo a Carlos cuanto podía y aprovechando una vez más para dejar que corriera el tiempo sin pensar en responsabilidades, regresos o, casi, miedos. Hasta me hice la ilusión de que la tía María había decidido dejar correr el asunto y no meterse en camisa de once varas. Era no conocerla.
Un día, ya a finales de febrero, Carlos toreaba lejos y tenía que hacer noche en donde fuera. Ni lo recuerdo. Aquel fue el día. La tía María llamó por teléfono a la tienda. Descolgué y dije: «Bueno.» Ella contestó: «Hola, África.» La reconocí inmediatamente. Se me encogió el corazón del susto.
– Mira, África, tú y yo tenemos que platicar un poquito, ¿no? -Lo dijo con un tono muy suave, muy tranquilo-. Tú sabes que yo sé y aquí andamos mareando el chepescuincle, calladitos no se nos vaya a escapar. No vale la pena, ¿no te parece?
– Sí, tía. Me parece que tenemos que hablar.
– Pues, ándele. Hoy es buen día. ¿Qué te parece si te voy a buscar cuando cierres la tienda?
Todo mi ser me gritaba que no debía hacerlo, que allí había gato encerrado, algún peligro que no acertaba a adivinar, y que sería infinitamente mejor esperar a que volviera Carlos. Pero ¿qué me iba a hacer aquella mujer? ¿Hablar? ¿Insultarme? ¿Maldecirme? Bueno. Alguna vez tendría que enfrentarme con eso. Supongo que Carlos me había infundido algo de su optimismo y un poquito de su valor.
Dije que sí, que la esperaría.
Vino en su coche, conducida por el mecánico al que conocía bien porque durante meses nos había llevado de un lado para otro. De pronto, la tía María de hoy era de nuevo la de siempre. Igual de cordial y dicharachera que en los viejos tiempos, igual de parlanchína. Eso me infundió confianza.
«Vamos a casa», dijo y mientras el mecánico emprendía un camino que me era muy familiar, la tía se puso a hablar de mil cosas, de sus viajes, de lo mucho o lo poco que dormía (no me acuerdo muy bien), de cómo había sido el padre de Carlos («un sinvergüenza redomado»), del presidente de la República, Miguel Alemán, del que era buena amiga. Yo también conocía al presidente, menos, claro, de haberlo visto en fiestas de la buena sociedad; incluso una vez me sacó a bailar y me espantó a todos los moscones que revoloteaban a mi alrededor hasta que vino Luis Portazgo a salvarme de la quema. Aquellos éxitos sociales (los llamábamos devaneos) me daban igual, me resbalaban: durante casi tres años pasé por Méjico sin ver porque sólo tenía ojos para Carlos y solamente veía lo de afuera a través de él. Sé que es complicado de explicar, pero es así como lo siento. Mis recuerdos de Méjico son como fotografías, ¿sabes?, sacadas por Carlos con su máquina y pegadas en un álbum que luego me regaló para que me lo llevara al futuro. Parecía que no hubiera estado yo allá nunca y que sólo guardara una colección de imágenes. Me gustaría contarte cómo era el Méjico de hace veinte años, el Méjico que me hizo feliz, pero ni sabría porque no sé expresarme bien, ni sabría porque no me acuerdo.
En el mismo instante de entrar en casa de tía María, supe que algo iba mal. Había un olor fortísimo a alguna planta incandescente, vagamente parecido al del incienso, no desagradable pero sí tan espeso que embriagaba. A punto estuve de marearme y me tuve que apoyar en la barandilla de la escalera que arrancaba desde el vestíbulo.
– Huele muy fuerte, ¿no? -dije, y mi instinto me gritaba que me fuera de ahí.
– Ni te preocupes, chamaquita. Es el olor de la yerba que han echado después de que fumigaran la casa ayer. Aquello olía tan mal, a matarratas o yo qué sé, que decidí que pusieran este perfume. Un poco fuerte, ¿verdad? No importa. Me han asegurado que se pasará de aquí a mañana. Pero vente, vámonos arriba, que allí huele mucho menos.
Y me cogió del brazo para subir.
Puede que arriba oliera un poco menos. La verdad es que no lo recuerdo. El olor era tan pastoso, sin embargo, que resultaba angustioso.
Entramos en el saloncito contiguo a su habitación de dormir. La tía cerró cuidadosamente la puerta, encendió una luz, me dijo «siéntate» y se volvió para mirarme. Estoy segura de que di un respingo: en un segundo, su cara se había transformado. Ahora era una máscara pálida, llena de odio; ya no había sonrisa, sino rictus, y los ojos le brillaban con verdadera maldad. Parece que te estoy contando un dramón de los de novela rosa, pero te juro que María estaba tan cambiada y yo tan asustada que, si alguien me hubiera dicho que se trataba de la encarnación del demonio, lo habría creído a pies juntillas.
– ¡Tú qué te has creído! -me habló con voz bronca, una voz que, de tanta furia como contenía, no era la suya-. Tú te has creído que puedes venir aquí, que puedes hacer que te acojamos como a una hija, que te tratemos mejor que a una princesa, tú que no eres nadie, ¿y que me puedes robar a mi hijo? ¿Eh? ¡Dime!
Negué muchas veces con la cabeza y por fin encontré el valor suficiente como para balbucear:
– … No… no, tía, no te robo nada… nunca he querido quitarte nada…
– ¡Pues me has quitado a mi hijo! ¡Mi hijo! Tú que eres menos que nadie, una puta vulgar, una viciosa abandonada por su marido, ¿vienes aquí a engañar a Carlos y a hacerle perder la cabeza con tus malas artes? ¿Pero qué te has creído que eres? -Gritaba como una posesa, de pie frente a mí, con las manos en jarras y las piernas separadas.
– No soy nada, tía -negué otra vez. Todo lo veía borroso a causa de las lágrimas que me resbalaban por la cara-. No pretendo nada… Sólo nos enamoramos y…
María echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. Sólo que a.mí no me sonó como una carcajada sino como un aullido vulgar.
– ¿Os enamorasteis? ¿Tú? ¡Tú sólo pretendías hacer la puta para que te penetraran con una verga hasta el hígado! ¿Cuánto cobras por servicio?
Aquella bestialidad me asqueó. Sentir que las relaciones de Carlos conmigo, tan delicadas, tan apasionadas, tan intensas, eran despreciadas por su madre como si fueran una venta barata de mi cuerpo, me sublevó. Me puse de pie de un golpe, tan furiosa, tan fuera de mí, que María dio un paso hacia atrás. No sabría repetirte lo que dije; es más que probable que me pusiera a su altura en la vulgaridad. No lo sé. Sólo recuerdo que cuando dejé de chillar, dije:
– ¡Te prohíbo que me insultes de esa manera! ¡Que nos insultes de esa manera! Porque cuando me dices esas cosas, se las estás diciendo también a tu hijo. -Me sequé las lágrimas con verdadera violencia.
– ¡Ni te atrevas a hablar de él en mi presencia! Tú no eres digna ni de arrastrarte con andrajos por donde él pisa, ¿me oyes bien?
Yo era bastante más alta que ella y mi actitud debía de ser lo suficientemente amenazadora como para que, cuando di un paso hacia adelante, mi tía se apartara como si temiera que la fuera a pegar.
Respiré hondo tres o cuatro veces para calmarme e intentar razonar, primero conmigo misma y después, con ella.
– Mira, tía, yo no sé qué es lo que te ha dado -¡qué poco firme y convincente me sonaba todo aquello!-, pero yo no pretendo nada. ¡Déjame que hable, por favor! Será un momento sólo, un momento sólo… -Levanté una mano en señal de tranquilidad-. Me he enamorado de tu hijo. ¡Espera! Durante meses hemos sido felices. Nunca hemos dado escándalo alguno…