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– … ¡Pero estáis a punto de darlo! ¡A punto de hacerlo todo público y cubrir de vergüenza a toda la familia!

– Nunca lo haría. Nunca haría nada que pudiera avergonzar a Carlos. ¿No lo entiendes? Sólo cuando yo sea libre…

– ¿Libre, tú? ¿De qué? ¿De cuál puterío? ¿Eh?

Me juré que ya no volvería a perder la compostura.

– De ninguno, tía. Yo no soy ninguna puta. Soy sólo una mujer que es capaz de hacer feliz a tu hijo. ¡Yo! Y eso me llena de orgullo. ¿Por qué no se lo preguntas a él? ¿Por qué no le preguntas a él lo que siente por mí y qué es lo que quiere hacer?

– ¿A él? ¡Si lo tienes embrujado, bajo un hechizo! ¿Qué le voy a preguntar? Sólo quiero una cosa de ti: que te alejes de él, que le olvides, que te vayas a Madrid y que desaparezcas de nuestras vidas.

– ¡Pero dame una razón!

Me apuntó con un dedo y dio un paso hacia mí. Era una vez más dueña absoluta de la situación.

– Te voy a dar tres: una, que Carlos es mejicano y te juro que sólo se casará con una mejicana; dos, que nunca permitiré que una divorciada como tú comprometa su prestigio y el mío; ¡ha, una divorciada!; y tres, que una muchacha perfectamente conveniente espera casarse con él. ¿Te parece poco?

– Si son ésas, tus razones no me interesan ni tanto así. Pregúntale a Carlos. -Me temblaba la voz-. Sólo si él me dice que me vaya, me iré. Si él me dice que me quede, me quedaré. Y si me dice que por él vaya hasta el infierno, iré.

Entonces tía María me miró como si le sorprendieran mis palabras, como si de pronto hubiera comprendido que yo no era una adversaria tan fácil de derrotar. Dio tres pasos hacia la ventana y miró hacia fuera. No podía ver nada, porque ya era noche cerrada, pero estuvo así en silencio mirando a la noche, no sé, durante uno o dos minutos. Al cabo, pareció tomar una decisión. Se volvió hacia mí y dijo:

– ¿Sabes, África? Nunca he sido religiosa. Nunca he creído en Dios, ni en el cielo, ni en los ángeles, ni en intervenciones divinas. Francamente, chamaquita, nunca he visto ninguna y yo, como santo Tomás, creo en lo que veo. ¿Eh? -Sus ojos, dirigidos fijamente hacia los míos, se habían oscurecido hasta parecer casi negros. Los tenía entre cerrados (¿se dirá entrecerrados?). Una vena muy gorda le cruzaba la frente de arriba abajo. Estaba horrorosa-. En cambio, sí he visto la magia de los chamanes, sí he estado con los huicholes en el desierto y he viajado por las estrellas con sus mezclas de peyote y he vuelto a la tierra. Y los he visto curar con sus pócimas y sus encantamientos. -Alzó un dedo-. Pero también he visto a los brujos castigar a los enemigos… No sé cuáles fuerzas manejan, pero son terribles, te lo aseguro, África. Cuídate de mi furia. -Se rió nuevamente-. Oh, sí. ¿Sabes de qué era el olor que notaste al entrar en casa? -Parecía enloquecida. Hizo que sí vigorosamente con la cabeza una, dos, tres veces-. Oh, sí. Ya lo creo que sí. Estás invadida por él. Es el olor de mi maldición, de la maldición de mi brujo, la maldición que te perseguirá hasta que te vayas, hasta que desaparezcas de nuestras vidas.

El corazón me latía con tanta fuerza que me pareció que se me iba a salir por la boca. Estaba empavorecida, aterrada, y, sin decir palabra, me abalancé contra la puerta.

Aún no sé cómo conseguí abrirla y luego bajar las escaleras corriendo y luego salir a la calle. Imagino que encontré un taxi o que fui corriendo hasta la casa de la tía Ramona, que no estaba muy lejos; apenas a unas manzanas. No lo sé. No soy capaz de recordarlo. La siguiente cosa que recuerdo es haberme arrancado las ropas que llevaba puestas y que tenían impregnado el olor dulzón a aquella yerba incandescente. Podía olerlo como si se me hubiera pegado por dentro de la nariz y muy abajo en la garganta.

Y después, estaba metida en la bañera y la tía Ramona me frotaba con una esponja de crin y me lavaba el pelo y todo el rato repetía: «Ay, chamaquita, ay, chamaquita.»

Y luego, cuando estuve seca, me frotó con aceite por todo el cuerpo. Después me puse una bata y vino el tío Armando y estuvo hablando largo rato con su voz suave y calma. Eran palabras tranquilizadoras de las que sólo recuerdo el tono apacible como si hubieran sido un bálsamo.

– Pero ¿tú crees en esas cosas, tío? -pregunté por fin.

– ¿En los encantamientos y maldiciones? -Sonrió-. No, claro que no, pequeña África. Como el vudú en Haití. No tienen entidad si no se cree en ellos. Sólo en la medida en que te dejes atemorizar conseguirán controlar tu voluntad. No. Te dije que María es mala, pero eso no quiere decir que tengas que hacerle caso o temer las cosas que pueda hacerte. -Volvió a sonreír-. A menos, claro, de que te quiera dar con un palo en la cabeza. No. No le hagas ningún caso.

La tía Ramona me llevó a la cama y me subió un chocolate bien espeso hecho por ella en la cocina. Olía fuerte a cacao y, sin embargo, no conseguía disimular la peste a incienso o al yerbazo cocinado por el brujo que me rascaba el fondo de la garganta. Bebí un poco del chocolate del tazón y un vaso de agua de un solo trago. Me recosté sobre la almohada y dejé que la tía Ramona me acariciara la frente y me pusiera unas compresas empapadas de colonia que me refrescaron. Pasaron horas hasta que, durante la madrugada, logré conciliar el sueño. Tuve unas pesadillas horribles.

Cuando me desperté, el sol daba fuerte sobre mi terracita y parecía infundir la confianza del día. Me olí las manos. La peste había desaparecido, aunque yo la tuviera bien grabada en la memoria. Ahora me olían levemente a agua de colonia y ese mero hecho me devolvió a la realidad, al mundo tangible de cada día, al aroma del café, a la necesidad de maquillarme. Las locuras de tía María, todavía aterradoras, me parecían distantes, más propias de un mundo de supersticiones baratas que del mucho más seguro de los consejos a la pata la llana de la tía Ramona y de las ironías del tío Armando.

Carlos no volvería hasta después de comer y sin duda ya había abandonado el hotel de la ciudad en la que había toreado la víspera; por más que lo pienso, soy incapaz de recordar cuál era; en el norte, creo. En cualquier caso, con lo mal que funcionaban los teléfonos y las demoras que había, no valía siquiera la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto volviera a Méjico ciudad me llamaría.

Poco a poco, sin embargo, me fue volviendo más vivamente el recuerdo de la escena en casa de María y su crisis de locura. Pensé que no quería estar nunca más a solas con ella. Para qué engañarme: me daba un miedo atroz.

En fin, me encogí de hombros para darme valor y decidí gastar la mañana en ir a casa del poeta. Nada le había dicho y, aunque no me parecía que se diera cuenta de mis ausencias o que, tal como estaba su estado de ánimo, le importaran gran cosa, creí lógico darle una explicación. En el fondo, tenía la esperanza de que él, que estaba a medio camino entre el mundo mágico de su poesía y la realidad bien tangible de su tristeza, fuera capaz de explicarme lo que había ocurrido.

Sentado en su lugar habitual frente a la mesa camilla, me miró de forma ausente. Luego sonrió débilmente.

– Has vuelto -dijo-. Creí que te habías marchado para siempre a la francesa. -Y, ante mi mirada de sorpresa, añadió-: ¡Oh sí! No chocheo demasiado, ¿sabes? Me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor aunque no lo parezca. Ayer te fuiste a la tienda de Ramona, no volviste a almorzar ni a hacerme compañía. -Levantó el dedo como si estuviera regañándome-. Sé que saliste con María y, por la cara que traes, la muy tonta te dio un susto de muerte. -Rió suavito-. No. No creas que yo también tengo poderes de adivinación. Es que me lo ha contado Armando por teléfono. ¡Pobre África! Eres demasiado inocente para enfrentarte sola a ese disparate de mujer. María está tan obcecada por su ambición social que no entiende nada de nada. ¡Brujos! -exclamó con desprecio-. Confunde el tocino con la velocidad y no le falta más que ponerse un espejo en su habitación para preguntarle: y dime, espejito, ¿quién es la más bella del lugar? Bah. ¡Hábrase visto! Brujos le voy a dar a ella. No le falta más que andar con una muñeca que tenga un poco de tu pelo y pincharla con alfileres. ¡Qué disparate! ¿Y tú te asustaste?