Antes de marchar, llamó a su madre. No había hablado con ella desde su llegada a Méjico ciudad. Yo quería irme de la habitación desde la que llamaba, pero Carlos me sujetó por la muñeca e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Madre? -Nunca le había oído usar una voz tan terriblemente seca, tan llena de desprecio-. No quiero volverte a ver en mi vida. No quiero saber más de ti. No quiero que me vuelvas a hablar. Adiós.
Colgó y se quedó en silencio mirando el teléfono durante unos instantes. Luego levantó la cabeza, me tocó suavemente entre los pechos con el índice derecho y lo deslizó hasta llegarme a la altura del corazón. En voz muy baja, añadió:
– Vamos, ven. Vámonos.
Y nos fuimos a nuestra luna de miel.
La plaza de toros de Méjico es la más grande del mundo. Allá caben cincuenta mil personas. Cuando te sientas en barrera, vuelves la cabeza y miras hacia arriba y aquello no se acaba nunca. Tanto suben las gradas que arriba del todo parece como si se inclinaran hacia adelante y te fueran a caer encima. Es puro color y griterío, puritito entusiasmo macho, que dirían allá. Carlos me había dicho muchas veces que lo más impresionante de todo era cuando los toreros se asomaban a la puerta de cuadrillas para hacer el paseíllo y, de pronto, sonaba un atronador «¡ole!». Todos lo gritaban con una sola voz. Carlos decía que después dejaba de oír casi todo y se concentraba en el miedo. ¡Oh, sí! Pasaba miedo.
Una vez le pregunté hasta cuándo le duraba el miedo en la plaza. Me dijo que hasta que salía el toro y le miraba salir de toriles y embestir y ver hacia dónde se acostaba y qué hacía con los pitones. Y luego salía solo al ruedo y miraba al animal y lo citaba de lejos. Cuando lo veía correr hacia él, de golpe comprendía que lo iba a dominar, que iba a nacerle doblar y encelarse con el capote. Y le daba la primera verónica y ya estaba. Ya no pensaba más en el miedo.
Ya sabes lo que viene, ¿no?
Aquel torazo era el de la gloria, el del triunfo. Aquel torazo era para mí, para lo que yo había sufrido, para nuestro hijo, para nuestro amor y nuestra vida juntos. Oh sí, Javier, mi chamaquito: era todo eso. Era como rezar el credo y tocar el cielo.
21 de marzo de 1952.
El día de la primavera de 1952 acabó conmigo.
Cuando Carlos tomó los trastos de matar, la muleta, el estoque y la montera, miró hacia mí y sonrió. Yo estaba a pocos metros de él, un poco a la izquierda, sentada en la barrera junto a Luis Portazgo. Muy despacio, se vino hacia mí. Se detuvo un momento antes para pedir permiso a la presidencia y luego siguió dos pasos más hasta encararse conmigo desde el albero.
Se quedó quieto, con la mano derecha caída a lo largo del cuerpo sujetando la montera.
Muy despacio, alzó la mano y me brindó la montera. Me puse de pie, muda de emoción, latiéndome el corazón como si fuera una máquina a vapor. Pensé que me desmayaría y debí de tambalearme ligeramente. Luis, notándolo, me sujetó por el codo, imperturbable.
Carlos no pronunció palabra. Simplemente se subió en el estribo y con un gesto muy suave me lanzó la montera.
Fue una faena memorable. Chamaquito: tú y yo hemos ido a decenas de corridas, lo hemos visto todo, hemos visto lo mejor. Nada es comparable a lo que hizo Carlos aquella tarde con aquel torazo. ¡Qué más da! Me llevaré a la tumba el recuerdo de cada pase, de cada muletazo, de cada desplante. De la cara de Carlos, con la boca torcida por el esfuerzo, sudoroso, desafiante y totalmente fundido con el animal.
Hacia mitad de la faena, Luis me cogió la mano y la apretó fuerte y ya no la soltó. Le temblaba de emoción.
Carlos cuadró al toro delante de nosotros. Quieto, sin humillar, con la boca abierta y los ijares sacudiéndosele del agotamiento, el torazo miraba fijamente a Carlos. Era un animal vencido pero fuerte, lleno de casta y de bravura.
– Va a matar al volapié -murmuró Luis.
Carlos levantó muy despacio el estoque y casi simultáneamente la muleta, para que el toro se viniera hacia él. Todo sucedió como a cámara lenta. Se volcó encima, del toro, girando el pie izquierdo y levantando el derecho para volar hacia afuera. La espada entró de un trallazo hasta la bola y mató al bicho. Lo mató, Javier, pero en el último estertor de vida, mientras Carlos se vaciaba hacia afuera, el toro levantó la testuz y le enganchó de lleno.
Lo vi perfectamente, Dios mío, vi cómo el cuerno derecho, un puñal tan grande como mi brazo, entraba en el pecho de Carlos como si atravesara papel. En el horror instantáneo de toda la plaza, en medio del griterío ensordecedor, oí a Carlos exhalar violentamente el aire que le quedaba en los pulmones y vi su cara de dolor terrible cuando el toro lo lanzaba hacia atrás. El toro estaba muerto, Javier, y cayó como fulminado por el rayo. Pero Carlos quedó tendido en la arena con los ojos cerrados, mientras una gran mancha de sangre se le iba extendiendo por el pecho. Yo le veía respirar, sabía que respiraba y quería saltar al ruedo para socorrerle.
Luis me pasó el brazo por los hombros y me mantuvo inmóvil. Le miré. Estaba pálido, desencajado y decía algo que me resultaba incomprensible.
¿Cuánto tiempo pasó? Una eternidad, apenas unos segundos, y ya las gentes de su cuadrilla, los otros toreros, los mozos de estoques, el apoderado, le habían izado en volandas y se lo llevaban corriendo hacia la enfermería. Cruzaron la plaza sin contemplaciones y parecía una ceremonia, un rito de muerte.
– Ven -me dijo Luis.
Le seguí como una autómata, escondiéndome detrás de su espalda, mientras él, dando golpes y empellones, se abría paso a toda velocidad. No sé cómo llegamos a la enfermería.
La primera persona con la que topamos fue el mozo de estoques.
– ¿Cómo está? -preguntó Luis.
– Ay, mal, don Luis, muy mal.
Sé que di un aullido porque Luis me lo contó después. Estaba convencida de haber preguntado qué le pasaba a mi Carlos. Pero el mozo de estoques me entendió perfectamente.
– Le entró el asta, doña África, hasta muy dentro, pues… Ay, don Luis, el maestro está muy mal…
– ¡Cállese, hombre! Está vivo, ¿no? Pues cállese… Hombre, Chano -dijo interpelando al apoderado que salía de la enfermería en ese momento-, di.
Chano vino hacia mí y me abrazó fuerte, fuerte.
– Está muy malherido, África, muy malherido.
– ¡Quiero entrar ahí! -grité-, ¡tengo que entrar! Luis -imploré-, ¿no ves que se me muere?
– No dejan, África, los médicos no dejan. Ándele, que ésa es buena señal porque quiere decir que están luchando por su vida y lo van a salvar…
Pero yo empujaba hacia la puerta con tal fuerza nacida de la desesperación que les costó gran trabajo a los tres cerrarme el paso. Un momento después se abrió nuevamente la puerta del quirófano y salió un médico con la bata blanca toda manchada de sangre.
– ¡Doctor, Dios mío! -grité-. ¿Cómo está?
Apretó los labios.
– No muy bien. Tiene una cornada muy profunda que le ha pasado a menos de un milímetro del corazón. No le ha matado, pero ha hecho mucho destrozo. Es fuerte, Carlos es fuerte. Yo creo que resistirá. Lo vamos a llevar en la ambulancia al hospital Español ahora mismo.
– Quiero ir con él.
– No puede ser, doña África. Está inconsciente y necesita de todos nuestros cuidados hasta que podamos operarle con garantías en el quirófano y con un buen equipo de médicos…
Suprema ironía: cuando salíamos corriendo de la enfermería para dirigirnos al hospital, entraba el alguacilillo con cara compungida llevando en las manos las dos orejas y el rabo del torazo que el presidente le había concedido en premio a su faena.