Y lo comprendí todo una vez más: habían pasado los años, se me habían curado las heridas, estaba nuevamente al borde de conseguir la felicidad, pero me volvían a pasar la cuenta. Quien fuere, la vida, los hados, el destino, qué más da, me volvía a recordar que yo no había nacido para ser feliz. Y con una crueldad horrible, me volvía a hacer la jugarreta mientras yo envejecía sin remedio y tú llegas esplendoroso al mejor momento de la vida.
A lo mejor, si hubiera tenido más suerte antes a lo largo de toda mi existencia, ayer me habría arriesgado al ridículo de declararte mi amor y de sentir tu rechazo. La confianza en mí misma me habría dado valor y a lo mejor me habría importado poco. O nada. Pero ¿yo, África Anglés?
Y, justo en ese momento, me preguntaste si no recordaba un solo instante de dicha, ni uno solo, así dijiste: «Un solo instante de dicha, ni uno solo.» Y te dije que no con la cabeza. Y fuiste cruel y me preguntaste si tampoco Martita me lo había dado y no pude mentirte. Sólo me callé mi viejo amor por Carlos porque si te llego a decir que había amado apasionadamente, no habría sido capaz de callarme que seguía teniendo vida para amar apasionadamente y tendría que haberte confesado que ya te amaba apasionadamente. Y… ¿qué quieres, chamaquito? No me dio el corazón. No más.
¿Y de ti qué hubiera sido mi pobre amor?
Adiós, adiós. Te veré cada vez que vengas a Madrid y, con un poco de suerte si quieres, hasta bajaremos a nuestro banco y charlaremos como dos viejos amigos mientras yo acallo mi corazón. Así podré vivir a trocitos, de visita a visita tuya. Y me llevarás a los toros.
E iré trampeando, ¿no?
XIII
Tengo cincuenta años y África se ha muerto. He terminado de leer su carta y su diario ahora, hace un momento. He abierto la ventana de mi habitación del hotel Palace y me he asomado a mirar el edificio de las Cortes y, a mi derecha, allá encima de la colina que corona al museo del Prado, la iglesia de los Jerónimos. Allí iba ella a rezar misas y rosarios, a confesarse de nimiedades.
¿Cuál es mi esperanza de vida? ¡Qué sarcasmo, esperanza! ¿Treinta años? ¿Veinte? ¿Todo ese tiempo esperando a que me deje de latir el corazón?
Fernando Schwartz