Martita no había heredado ninguno de los rasgos de África, ni siquiera la dulzura. Una vez que yo estaba mirando a la calle desde la terraza, oí que en el salón mi abuela le decía a mi madre: «¡Oj, chica, ha sacado todo a su padre! Ya podía parecerse a cualquiera de vosotras, en vez de… de… ese aire de pueblo.» Desde entonces, como no podía menos de ocurrir, me hice un retrato imaginario del marido de África: muy moreno, con el pelo liso renegrido, los ojos negros y la cara ancha. Y, desde luego, muy bajo. Pues así era Martita de pequeña. Como uno de nosotros, sin feminidad, sin gracia, siempre peinada con dos tirabuzones que, en lugar de caer sedosamente sobre la garganta, se disparaban hacia arriba, prestando a mi prima un aire paleto que, aunque sea una maldad decirlo, nunca la abandonó con los años y la madurez. Tal vez por eso Martita y yo siempre fuimos íntimos, como hermanos: por compensar el mal pago que le había dado la Madre Naturaleza cuando le hubiera debido ser fácil seguir el ejemplo de la generación anterior; por la simpatía instintiva que despertaban en mí su desangelamiento y su posterior mala suerte en las cosas de amores, aunque no en las del bolsillo.
África abrió los brazos y Martita se refugió en ellos de un salto. Estuvieron así un buen rato, balanceándose apretadas, y África ya no la soltó de la mano mientras los demás le dábamos la bienvenida.
– Hija mía, bien venida a casa -dijo la abuela.
– ¡Qué ganas teníamos ya de verte, hija! -añadió el abuelo.
– Ya estás aquí, ¿no? -dijo la tía María, tan patosa como de costumbre.
– Menos mal que has vuelto -sentenció mi madre-. ¿Qué te has hecho en las cejas?
Son algunas de las frases de bienvenida que recuerdo. Nadie le dijo «¡qué guapa estás!». Ahora sé por qué, pero entonces me sorprendió que los demás ignoraran la evidencia: seguramente, me dije días después mientras repasaba en mi cabeza los acontecimientos ocurridos, yo era el único que comprendía el secreto de la belleza de África y la sensualidad del momento. Los demás sólo se alegraban del regreso. Yo era el único que se asomaba a la angustia del pecado de la lujuria. Y a sus delicias.
– ¡Javier! -exclamó África-, chamaquito. ¡Pero si estás grandísimo y guapísimo! Ven que te dé un beso muy fuerte.
Se inclinó un poco hacia mí, no mucho porque era verdad que yo había crecido bastante en los últimos meses, y poniéndome la mano libre en la mejilla me dio un beso. Olía a un perfume indefinido, una mezcla suavísima, casi imperceptible, de violetas y lirios o de rosas tal vez, una blandura. Imagino que así era el olor natural de su piel, puesto que ni en los peores momentos de su agonía dejó de percibirse, por debajo de los alcoholes y las colonias con que la lavaban. Aún hoy hay veces en que de pronto me asalta; no sé porqué, será una conjunción de los aromas de muchas plantas en primavera, algo que está en el polen de las flores, una sugerencia que flota en los atardeceres, una mezcla irrepetible que me hace detenerme y olfatear para que no se me escape ese instante sublime en que lo reconozco entre todos los otros olores que me son familiares.
Fue la primera vez que me puse rojo como un tomate. Cuando me separé de África, miré furtivamente a todos, aterrado de que alguno me hubiera podido notar el sonrojo. Pero no. Respiré aliviado: mi secreto se iría a la tumba conmigo.
IV
Los años contribuyeron a apagar mis ardores adolescentes arrumbándolos en el limbo reservado a los pecados especiales de la carne: los de Edipo y asimilados, que es la categoría den la que, lleno de vergüenza, acabé incluyendo mi pasión por la tía África. Ya sé que es una humorada afirmar que el fuego de la pasión se va apagando con el transcurso del tiempo si ese tiempo es el que media entre los trece y los veinticinco años de edad de un muchacho, porque es precisamente en ese lapso cuando el fuego se intensifica hasta límites insoportables. Pero en el caso de África, supongo que como en el de cualquier amorío no correspondido entre un escolar más bien patoso y la maravillosa hermana de su madre (especialmente cuando mi enamoramiento tenía tanta posibilidad de convertirse en realidad tangible como los sentimientos que despertara en mí la Perla de Mompracrem en los años en que devoré las aventuras de los piratas de Salgari), nunca me planteé el loco paso de la imaginación a la realidad; la mera idea de pensar siquiera en una cosa así y, aún más, de imaginar cómo podría llevarla a la práctica me era tan ajena, tan inconcebible, que no me rondaba la cabeza ni en los momentos de mayor delirio. Mis sueños eran mis sueños y me conformaba con darles febril rienda suelta. No: durante años, África habitó ella sola mi mundo absolutamente privado, mi más inconfesable esfera, lo mío, lo que nadie supo jamás. Un crimen de lesa majestad contra todo lo bueno, lo sano, lo limpio que me enseñaban mis mayores, algo que no podía salir al exterior, que ni siquiera habría sido transcribible a un soneto críptico, incluso si disfrazado de las alegorías incomprensibles y empalagosas con que los adolescentes suelen disimular sus angustias. Ahora sé, entonces sólo lo intuía, que mi amor no admitía traslación a la realidad simplemente porque tan extraordinario cuento de hadas no entraba en la naturaleza de las cosas: con los años, me han producido verdadera hilaridad las historias de esos casi niños en crisis de pubertad cuya virginidad se desvanecía en brazos de una señorita de compañía, de la au-pair francesa de turno, de una pariente lejana, de una chacha de prietas carnes venida de un lejano pueblo de la sierra abulense o de cualquier otro sueño imposible. Paparruchas de novelas eróticas. Nuestro único atrevimiento lascivo -mío y de José Luis mi hermano- consistió en insistirle durante semanas a una cocinera muy bruta y muy gorda que hubo en casa «¡anda, Lorenza, enséñanos una teta!», y tanto fue el ruego que un día Lorenza (aún recuerdo que estaba pelando un pollo para hacerlo supongo que en pepitoria, los pollos en casa siempre se hacían en pepitoria) se desabrochó el refajo y con cara de malas pulgas se volvió a nosotros, lo entreabrió y dejó que asomara una enorme teta con un pezón negro inmenso y arrugado. Empavorecidos, José Luis y yo salimos corriendo de la cocina como almas que llevara el diablo.
Vivíamos entonces además en la moralidad asfixiante de los peores años del franquismo cuando, amén de ordenar nuestra vida civil, las autoridades pretendían -y, al decir de sus más conspicuos líderes, conseguían- incrementar geométricamente el número de almas de españoles que accedían a la Gloria vía Vaticano, si se comparaban tales éxitos redentores con los de épocas pretéritas. Contaban para ello con el entusiasta apoyo de los religiosos a cuyos colegios acudíamos. En el frontispicio del mío había una leyenda del evangelio de san Juan que decía «la Verdad os hará libres», aunque con el paso de los años y mis crecientes actividades políticas clandestinas, pronto comprendí que, bien al contrario, la enunciación sincera de las verdades conducía directamente a los calabozos de la dirección general de Seguridad de la Puerta del Sol. (Algunos lustros después, en la primera de las visitas que para lavarme el alma hice al campo de concentración de Buchenwald, en donde fue cremado un buen número de mis antepasados, me pareció un sarcasmo insoportable y obsceno que la inscripción de su frontispicio fuera «el Trabajo os hará libres», Arbeit machí Frei, y peor aún que fuera posible establecer tan cínico paralelismo entre una invocación y la otra.)
Desde el principio, inmediatamente después de que África hubiera regresado de México en 1952, gracias a un formidable instinto de supervivencia moral que habíamos desarrollado los adolescentes católicos españoles para huir del convencimiento cotidiano de que esa noche era la de la condena eterna, adopté una sana máxima de doble rasero en mi intensa vida religiosa: confesaría siempre el pecado pero nunca el sujeto pasivo de mi concupiscencia. Ella no tenía la culpa de nada, pensaba yo, ni siquiera de dejar sus sujetadores de raso color crema colgados de un gancho en la puerta del cuarto de baño de la casa de los abuelos, ni siquiera del olor a su piel imaginada, a las flores de primavera (violetas y lirios o rosas, tal vez, una blandura) que yo aspiraba profundamente hundiendo mi cara en las copas de seda, sofocándome al pensar lo que habían encerrado hasta un momento antes, y no había por tanto razón alguna para involucrarla en mis turbadores (torpes, los habría definido mi director espiritual) manejos. En aquellas ocasiones de la confesión sabatina, la mentira me hizo libre una y otra vez sin que por ello sintiera que arriesgaba padecer el fuego del infierno.