Claro que, con independencia de mis delirios sensuales, África estuvo presente en algunos de mis principales avatares infantiles y juveniles. En ocasiones, porque mis padres no estaban en España, sino en América cumpliendo con algún contrato de ingeniería civil para alguno de aquellos gobiernos; otras veces, porque mi tía era un refugio considerablemente más cómodo para las angustias de su sobrino, más cómodo, me apresuro a recordarlo, por ternura que por afinidad intelectual. Acudía a ella (por ejemplo, cuando en la universidad mi vida clandestina se complicaba en exceso) sin darme cuenta de que aquello constituía el descanso del guerrero, simplemente porque estaba seguro de que África, tras menear la cabeza con indulgencia bondadosa, igual me vendaría una mano que me prepararía un chocolate caliente.
– ¡Ay, chamaquito! -solía exclamar en estas ocasiones-, algún día te van a dar un mal golpe y lo sentiremos todos.
Y me plantaba un sonoro beso en las mejillas, poniéndome una mano en cada costado de la cabeza para mantenerla fija. Muchas veces la encontraba rezando el rosario en la oscuridad del salón rara vez utilizado por los abuelos; o, en otras ocasiones, volviendo de la parroquia de los Jerónimos, el pelo recogido en un severo moño y la cabeza envuelta en un pesado velo negro, tras haber rezado un triduo a la Virgen o dos misas seguidas por las almas del purgatorio, con tal de acumular con tamaño sacrificio indulgencias que me descargaran de los castigos que mis actitudes crecientemente políticas sin duda me habían de acarrear. O que las travesuras de mis hermanos menores o que los desengaños sentimentales de Martita, que para el caso daba lo mismo.
Al poco de terminarse la guerra civil, en los inviernos del hambre, mis padres nos dejaron a mí y a mi hermano José Luis en la casa de mis abuelos, que entonces vivían en Cádiz por necesidades de la compañía de construcciones para la que trabajaba mi abuelo. También estaban con nosotros Martita y, por supuesto, la tía África. Era el invierno del 43 o del 44 y hacía tres o cuatro años ya que a África la había abandonado su marido. Nunca lo conocí, ni lo hubiera podido reconocer de toparme con él. Es extraordinario: jamás lo vi en mi vida, nunca me mostraron una fotografía suya y sólo sé que murió en 1960 de un mal cáncer por la alegría con que lo anunció África. Sabe Dios la de veces que le deseó la muerte. Esa ira profunda de África contra su marido alcanzaba unas cotas de violencia tan poco características en una persona tan bondadosa como ella que me desasosegaba y me asustaba; me dejaba desconcertado y, por disimular mi angustia, me ponía a escuchar en otra dirección. Puede que él tuviera una maldad abismal que le rebajaba más que la viscosidad repugnante de la insidia, más que la pasta obscena de la indecencia; no sé cómo explicarlo porque nunca supe cómo era en realidad. Al hombre le había tocado una vez el premio gordo de la lotería y ni fue capaz de destinar alguna cantidad de dinero para mejorar la suerte o la educación de su propia hija. Hay odios o menosprecios o desprecios que duran generaciones; éste, fuere cual fuere su causa, se interrumpió bruscamente en la segunda; Martita nunca heredó la ponzoña de su padre y jamás pagó a nadie con la misma moneda. El padre se la llevó a la tumba y por añadidura con la mala sangre envenenada, puesto que no dejó a la hija ni una mísera peseta: todo lo gastó en una querida que tuvo durante años y lo único que quedó de la fortuna fue una buena cantidad de deudas. Como mi padre era hombre previsor y prudente, hizo que la herencia fuera aceptada por Martita a beneficio de inventario y así se libró ella de que le cayeran encima los acreedores.
En Cádiz, África hizo de madre de los tres, de Martita, de José Luis y de mí y eso que no tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Su edad del momento no tiene nada de particular para hacer de madre, naturalmente, pero ahora se me antoja como la edad de una niña jovencísima a quien hubieran caído simultáneamente varias pesadas cargas, la menor de las cuales no era ciertamente tener que estar sometida a un padre muy severo. Doblemente severo, me barrunto, porque al haber sido África abandonada por su miserable marido, mi abuelo debía de sospechar que ello era forzosamente indicativo de alguna veta de locura aventurera, pero no en su ex-yerno sino en su propia hija, a la que probablemente atribuía maliciosas tendencias a asemejarse al tío de ella, su hermano Adolfo, el poeta comunista exiliado en México, o a la hermana de ambos, María, que era nada menos que madre de un torero. Por esta razón, me parece que mi abuelo siempre consideró que debía mantenerla a raya y bien disciplinada, a su lado y vigilada. Por qué a ella, por qué culparla a ella de todo lo que había de sucederle y de cuantas desgracias le habían caído encima, es cosa que siempre escapó a mi comprensión y, desde luego, a mi tolerancia.
Aunque, claro, no lo recuerdo porque yo era apenas un párvulo, sé que África aceptaba todo esto sin rechistar, sin que se le sublevara el alma, sin plantearse siquiera un momento de rebeldía personal. Como, por ejemplo, agarrar el petate y desaparecer por la puerta una mañana. Es bien cierto que, estando poco preparada para las cosas de la vida o sencillamente para ganarse el sustento sin ayuda de nadie, el concepto de rebeldía, la idea de desaparecer, debían serle tan ajenos como la tentación de enfrentarse a su padre y ponerse a defender sus derechos como mujer. ¡Cómo se acostumbra uno al lenguaje de la modernidad! ¡Derechos de mujer en la España de 1944! Menuda ridiculez.
No recuerdo de Cádiz más que algunos detalles sin importancia, que no me parecen siquiera importantes para que un niño establezca sus propias coordenadas vitales. Lo que es más, nunca he vuelto a Cádiz para dar consistencia a tales recuerdos. Tampoco sé si la memoria ha sido alimentada por lo que luego nos contaron los mayores, dando así precisión a lo que de otro modo sería mera y borrosa intuición. Pero al menos, la plaza de España en la que teníamos nuestra casa, que se me antoja un piso enorme, es inmensa en mi memoria y siempre está soleada. Detrás de casa, a través de un callejón zigzagueante se accedía a un largo malecón junto al que jugábamos por las tardes.
El piso en el que vivíamos me parecía, como digo, muy grande y algo lúgubre, de largos pasillos y alcobas interiores comunicadas entre sí por puertas correderas de cristales. Se me ocurre ahora que la intimidad debía de ser imposible en aquel hogar tan intercomunicado a diestro y siniestro. Mi hermano y yo dormíamos en una de aquellas alcobas, pegada al cuarto de baño, mientras que Martita lo hacía con su madre en otra contigua. Mi abuelo nos despertaba puntualmente todos los días a la misma temprana hora (temprana debía de ser, porque siempre asocio el despertar en Cádiz con la oscuridad reinante) y, mientras se afeitaba con una navaja barbera previamente afilada con pausados gestos -atrás y adelante, atrás y adelante- sobre una cincha de cuero ennegrecida, desde el espejo vigilaba nuestras abluciones. Yo era el primero a quien correspondía la ducha obligatoria en una gran bañera que tenía cuatro patas como si fueran las garras de un león pintadas de blanco. Caía un exiguo chorro de agua fría que era una insufrible tortura cotidiana. Luego nos enviaban a un colegio (a Martita no, porque era niña y entonces, naturalmente, no existía la educación mixta) que quedaba muy lejos, en un lugar que se llamaba Puerta de Tierra y al que íbamos en tranvía.