El colegio me era indiferente, pero me aterraban los profesores, solemnes y siempre vestidos de negro. Algo debían enseñarnos porque pasábamos muchas horas en aquellas aulas luminosas sin que se nos permitiera movernos y siempre regresábamos a casa con una mochila cargada pesadamente creo que de cuadernos y cartapacios, lápices y palilleros, y traíamos los dedos manchados de tinta. Yo, además, era un maestro en el manejo de las canicas y raro era el día en que no regresaba a la casa de la plaza de España con alguna nueva, grande y llena de colores tintineando en el fondo de la mochila tras haberla ganado a alguno de mis compañeros de clase en el patio del recreo. En cambio, no me acuerdo de domingo alguno o de los días de fiesta o de unas vacaciones de Navidad que allí debimos pasar. Sí tengo la impresión de haber jugado en la plaza y en el malecón y, tal vez, de haber ido al cine a ver una película protagonizada por Gary Cooper y Paulette Goddard que se llamaba Policía Montada del Canadá, aunque es posible que este detalle me fuera contado después de que años más tarde la fuera a ver una y otra vez con José Luis al cine Príncipe Alfonso de Madrid. También tengo la impresión de haber paseado por un mercado de frutas y hortalizas instalado en una calleja; era un día muy soleado y de todos aquellos productos, de los tomates y las coles, de las vainicas y las patatas, de las sandías, los higos y las coliflores, guardo sobre todo la memoria cromática de un extraordinario matiz de verde, muy vivo, muy brillante, muy lustroso, y la olfativa de una mezcla de especias que no sería capaz de definir pero que aún reconocería al instante. Hasta me parece que por allí andaba algún burro portando alforjas o probablemente tinajas con agua o aceitunas.
Fue en Cádiz donde África me consoló por primera vez y me ungió de la ternura inmensa de que era capaz. Eso sí que lo recuerdo. Es lo que verdaderamente recuerdo, lo único que verdaderamente recuerdo del año y medio que pasé allí. Lo llevé encerrado durante años en el corazón, pero nunca se me olvidó y ahora me vuelve a borbotones.
Hubiera sido un incidente infantil totalmente irrelevante de no mediar la pasión protectora que despertó en ella y el modo tan certero con que mi corazón de chiquillo alcanzó a comprenderla y a agradecerlo.
Eran días de emociones intensas. Toda Cádiz estaba revuelta, patas arriba, porque Carlos Mata, el gran torero mexicano, recién llegado de allende los mares, se disponía a torear allí por primera vez, empezando una temporada en España que acabaría siendo triunfal. El de aquel día iba a ser un mano a mano con Manolete, que acabó siendo célebre y del que aún se habla en los libros de toros: cortaron cuatro orejas y dos rabos cada uno y salieron a hombros de una muchedumbre entusiasmada y sedienta de emociones.
La casa de la plaza de España andaba toda revolucionada porque, claro, Carlos Mata era primo de la tía África y sobrino de mi abuelo e iba a visitarnos y probablemente a cenar con todos ellos después de la corrida. Me parece que a mis abuelos no les hacía mucha gracia todo aquel revuelo: ¡un torero en una casa de bien! Pero se trataba de un héroe nacional, familia íntima de todos, y no era cosa de rechazar su presencia. Hubiera sido un escándalo en la ciudad. Se pondría buena cara y a otra cosa. Y del hecho de que todos estábamos emparentados con Adolfo Anglés, el poeta comunista hermano de mi abuelo, nadie hablaba, por supuesto. Adolfo no existía siquiera, sus obras no se vendían en España y alguna que había en casa y que años después descubrí en la librería de mi padre tenía grandes tachaduras de tinta con las que habían sido borrados los versos en los que Anglés insultaba a Franco llamándole «asesino de mi alma colectiva, tú, ignorante general de zafia bota manchada de barro y sangre, que nos has robado hasta la voz y que no acallarás nuestro espíritu». También faltaban páginas enteras que habían sido arrancadas para hacer desaparecer sonetos que hablaban de amor y lujuria.
África conocía bien a su primo, lo sé. Tenían la misma edad y Carlos había sido testigo de su boda en representación de toda la familia mexicana, de modo que mi tía, cuya vida de emociones debía de ser bien pobre en aquellos años, estaba entusiasmada por la visita y había conseguido del abuelo permiso para asistir a la corrida acompañada de la abuela. Se sentarían en un balconcillo o en una barrera de sombra y Carlos haría colocar delante de ellas el capote de paseíllo y con toda seguridad brindaría uno de los toros a su prima. Era una gran tarde, la única gran tarde de África en años.
Me interpuse yo.
Fue verdaderamente ridículo, algo que solamente puede pasarle a un pequeño tímido y aterrado. En la clase del final del día, justo después de que el profesor nos hubiera advertido que no pensaba autorizar más salidas de ninguno de los alumnos para ir al baño -a esa edad la naturaleza urge de manera inmediata e implacable-, sentí una necesidad tremenda e inaplazable de hacer lo que se llamaban aguas mayores. Caca, vamos. Pero no me atreví a levantar la mano y pedir permiso. La hora se acababa y me puse a rogar al cielo que me permitiera resistir hasta pocos minutos después. Apenas unos minutos, oh angelito de la guarda. Todo mi ser estaba concentrado en aguantar. Lamentablemente, sin embargo, mientras el espíritu puede ser fuerte en momentos de gravedad, el esfínter de un niño de seis años no está suficientemente curtido. Por no hacer la explicación demasiado prolija, baste decir que en el mismo momento en que el profesor anunció el final del día lectivo, mi intestino cedió, blandamente, sin estrépito, pero de modo contundente.
Aterrado por lo que me había sucedido, esperé inmóvil hasta que todos mis compañeros hubieran abandonado el aula, disimulado detrás de la tapa del pupitre mientras hacía como si estuviera rebuscando en su interior. La inmensidad de todo lo que tenía que hacer hasta llegar a casa manteniendo un mínimo de dignidad desfiló por mi imaginación en un segundo y se me antojó una tarea titánica. Primero debía llegar hasta los lavabos para eliminar la mayor cantidad posible de delator rastro de mi crimen; luego tenía que subirme al tranvía en un lugar bien aireado, probablemente la plataforma trasera, siempre y cuando hubiera pocos viajeros ocupándola. Después, a medida que fueran subiéndose gentes al tranvía, debería calcular el límite mínimamente resistible del insoportable olor que me acompañaría, para bajarme del vagón y recorrer a pie el resto del camino hasta la plaza de España. Pero, una vez en casa, me quedaría el enfrentamiento con mi abuelo, lo que se me hacía verdaderamente insufrible. Para mayor inri, el abuelo estaría solo, puesto que las mujeres ya se habrían ido a la plaza de toros a festejar la presencia de Carlos Mata.
Creo que, de haber tenido unos años más, me habría fugado. Pero siendo tan pequeño como era, mi único recurso fue ir al lavabo (muy despacio para que nada me resbalara por las piernas) y, una vez dentro de uno de sus cubículos, ponerme a llorar desconsoladamente.
Naturalmente, nada había con qué limpiarme, ni periódicos, ni un trozo por pequeño que fuera de papel de estraza de un abandonado bocadillo. Nada. Sólo en mi mochila, una solitaria y larga carta de mi madre que yo atesoraba desde tres días antes y que iba leyendo a trocitos. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Pudo más la vergüenza infinita que me daba el espantoso trance por el que estaba pasando que el consuelo de los pensamientos que mi madre lejana y añorada había consignado por escrito con grandes letras mayúsculas (para que pudiéramos leerlo los pequeños que acabábamos de aprender) en varias hojas de papel cebolla. Y así, su primera y larga misiva -la primera de muchas que la siguieron con los años, siempre llenas de recomendaciones y admoniciones morales y prácticas sobre el modo de orientar mi vida- fue a parar a la taza de un retrete de colegio en Cádiz habiendo prestado un señaladísimo servicio que nada tenía que ver con la intención epistolar inicial. Volví a casa despacio, tan despacio como me lo permitía el lastimoso estado de mis pantalones y de mis piernas y el olor que despedía. Me parecía que cuanta persona se cruzaba conmigo me miraba con asco y ello debería haber acelerado el regreso, pero por encima de todo primaba el deseo de retrasar el momento de enfrentarme con mi abuelo.