Выбрать главу

Tuve suerte: la primera persona con la que me encontré al entrar en casa fue Martita y a ella le conté de corrido y con toda la desolación acumulada la concatenación de mis desgracias.

Al llegar al incidente de la carta de mi madre (que, culpabilidad añadida, también era para José Luis), no pude más y estallé en incontenibles sollozos. Martita intentaba consolarme y me abrazaba y me decía que esperaríamos escondidos en la alcoba hasta que todos se hubieran ido y entonces podría lavarme en la bañera y hacer que todo el incidente se esfumara sin dejar rastro.

En las habitaciones delanteras había mucho trajín: las señoras terminaban de arreglarse mientras el abuelo las contemplaba, supongo, satisfecho. Martita y yo nos encerramos en la alcoba que era suya y de su madre a esperar que pasara el peligro. Pero a los pocos minutos, como no podía menos de ocurrir, la tía África regresó al cuarto a buscar alguna joya o una mantilla, qué sé yo, y naturalmente nos sorprendió abrazados en una esquina. Imagino que el olor me delató y, mientras yo rompía a llorar de nuevo desconsoladamente, mi prima contó a su madre lo que había sucedido.

África no dudó un instante. Era tarde y la esperaban para ir a la plaza. La hora del paseíllo de los toreros era inminente y nada haría romper la puntualidad de la fiesta nacional ni el instante tan esperado de cuando el mozo de estoques le entregara el capote y lo dispusiera en media luna delante de ella: un momento de excitación, uno solo, esperado durante años y que no habría de repetirse en Dios sabe cuántos más.

Pues África llegó tarde, muerto ya el primer toro que, menos mal, había correspondido a Manolete. Y llegó tarde porque de un solo vistazo comprendió lo que había sucedido y, sin importarle olor o porquería, me abrazó tiernamente, «no te preocupes, mi pobre niño, ven que no pasa nada», me llevó de la mano al cuarto de baño y se encerró con nosotros.

– ¡Que llegamos tarde, hija! -gritaba la abuela desde el pasillo-; ¡date prisa!

– Voy, mamá, voy… un último retoque… -contestaba África, mientras, habiéndome puesto de pie en la bañera, me desnudaba y me limpiaba con una esponja muy suave y jabón.

No lo olvidaré jamás: la tía África hecha un brazo de mar, vestida con un traje de encaje negro, perfumada y repeinada, lavándome sin importarle nada el tiempo o la suciedad o el olor, sin importarle los capotes de paseíllo que la esperaban, los claveles reventones, el aroma de los puros, el pasodoble en la plaza, los toreros desplegando sus capotes y arrastrándolos suavemente por el albero. Y todo en su honor, todo especialmente preparado para resarcirla del aburrimiento diario en que se había convertido su vida: hoy se le concedía el derecho a disfrutar de un breve instante de felicidad despreocupada; unos dioses habían esperado hasta aquel momento para recompensar con unas horas de alegría toda la amargura que era suya sin que se supiera por qué o a causa de qué pecado y que, en seguida después, se reinstalaría en su rutina diaria hasta… bueno, hasta otra ocasión impensable. Pero África me hablaba en voz baja repitiéndome que no pasaba nada y que esconderíamos la ropa sucia hasta que ella la pudiera lavar aquella noche para que nadie se enterara de nada. Martita lo miraba todo en silencio con una mano apretada contra la boca.

– ¡Vamos hija!

– Ya estoy, mamá. Un minuto más y ya estoy.

– ¡Vamos, África, hija, que deben estar a punto de dar el paseíllo!

– Me termino de pintar los labios, mamá, y voy.

Una excusa francamente débil para cualquier persona que conociera con cuánta emoción impaciente habían transcurrido para África los días y las horas precedentes. Pero la abuela también sabía lo pizpireta que era su hija y por eso supongo que no debió de extrañarle que decidiera perder unos cuantos minutos preciosos para retocarse el carmín de los labios o el rímel de los ojos.

En fin, que cuando me tuvo seco y perfumado con sus polvos de talco (unos que había en una gran caja redonda de cartón negro con una borla de pluma muy suave que hacía cosquillas en toda la piel), me pude poner un calzoncillo limpio traído a hurtadillas por mi prima. Sólo entonces África sonrió, me pasó los pulgares por los ojos para borrar cualquier rastro de llanto, me dio un sonoro beso en la mejilla y dijo «portaros bien que ahora vuelvo». La miré a los ojos y en ese momento decidí que lo que relucía allá adentro, en el fondo de aquella inmensidad malva, eran chispitas de brillantes. Y, a partir de entonces, siempre supe que cuando había chispitas de brillantes en los iris de África quería decir que estaba enternecida. Creo que es la única ventaja sentimental que he tenido nunca sobre una mujer.

Aquel día tan señalado conocí y vi por primera y última vez en mi vida a Carlos Mata, el gran torero mexicano. No recuerdo en qué momento fue, si en la hora del almuerzo o terminada la corrida. Sólo guardo en la memoria la estampa de un hombre muy alto y muy delgado, muy moreno, con la barba muy cerrada y muy oscura pese a llevar la cara recién afeitada; iba vestido de claro, eso sí lo recuerdo, de beige me parece, y me alborotó el pelo con una mano mientras me decía con acento cantarín «¿qué le hubo?» o algo así.

De lo que había hecho mi hermano José Luis para volver a casa desde el colegio es cosa que no recuerdo ni remotamente.

V

Esclerosis amiotrófica lateral.

Esa fue la sentencia de muerte: apenas tres palabras ininteligibles que, juntas, encerraban tal cúmulo de amenazas, tal promesa de sufrimiento, que cuando oímos que las pronunciaba el médico, Martita y yo hubiéramos hecho bien en regresar a casa de África para envenenarla con algo muy dulce, muy placentero, y dormirla para siempre. Pero los humanos tenemos un defecto piadoso que nos impide comprender el verdadero alcance de la palabra compasión. Cuando el doctor Moratín nos dijo que lo que padecía África era una ELA y que no había remedio conocido y que el futuro reservaba a la enferma espantosos dolores y miedo sin cuento, Martita y yo fuimos incapaces de hacer nada: simplemente nos afligimos con la noticia, nos miramos entristecidos y se nos saltaron las lágrimas. ¿Qué le contaríamos a ella? ¿Cómo se lo contaríamos?

Pero ¿impedir que sufriera? ¿Abreviar su dolor? Eso no se nos pasó por la cabeza ni por un instante. África moriría del modo cruel que le tenía reservado la enfermedad. Primero perdería progresivamente el equilibrio hasta que no pudiera ya sostenerse en pie; después, se le iría haciendo más gangoso el modo de hablar; luego dejaría de reír porque perdería el uso de los músculos de la cara. Con los meses, la tendríamos que sentar en una silla de ruedas. Un poco más adelante, la cabeza empezaría a dejar de sostenerse por sí sola y nos veríamos obligados a fijarla contra un pequeño arco de acero cubierto de terciopelo. Más tarde sería necesario confinarla a una cama y sólo sería ya capaz de proferir algunos sonidos guturales (ella, que había tenido siempre una voz tan poderosamente sensual) que sólo unos cuantos íntimos habituados seríamos capaces de descifrar. Entonces y durante un tiempo relativamente breve utilizaría una pequeña pizarra blanca de plástico sobre la que escribiría torpes palabras con una pluma de fieltro negro; un pañuelo de papel le bastaría para borrar cuanto escribiera. Para entonces, ya necesitaría tener otro pañuelo apretado entre los labios para que no le escurriera la saliva por la barbilla; sería de tela, primero, y de papel, después, cuando le resultara el de algodón demasiado pesado. Comería cada vez menos, unos purés cada vez más aguados (de hecho, mi esperanza fue que quisiera dejarse morir de inanición; ¡habría sido tan fácil!), bebería de una taza sorbiendo por una pajilla de plástico articulada por la mitad para no tener que inclinar el recipiente y sufrir que se le derramara el líquido encima. Y luego, habría que lavarla. Su hija, al principio, y una enfermera, más tarde, la llevarían al cuarto de baño (el mismo cuarto de baño, me confesaría a mí mismo con rubor, que había sido de mis abuelos y detrás de cuya puerta yo había hundido apasionadamente la nariz en el sujetador de raso tantos años antes; cada vez que entrara en él, reconocería el gancho de metal atornillado en el centro de la madera del que había solido colgar una bata, a veces una combinación de satén y, siempre, aquel sujetador de seda) y la introducirían en la bañera para frotarla con una esponja muy suave y darle friegas con agua de colonia para que no se le hicieran llagas en la espalda.