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– Lo terrible en la vida, pobre mamá, es hacer convivir en una misma cocina sirvientes que no tienen los mismos patrones.

Puso sus labios en la frente de su madre, dejó la puerta entreabierta para que ella tuviera luz, y repitió maquinalmente: "Lo que hay de terrible en la vida…"

Al día siguiente, la chifladura de María Cross, con respecto a su carruaje, se mantenía todavía, pues Raymond vio en el tranvía a la desconocida sentada en el mismo lugar; sus tranquilos ojos tomaban otra vez posesión del rostro del niño, viajaban alrededor de sus párpados, seguían el límite de sus cabellos oscuros y deteníanse en la luz que iluminaba los dientes. Recordó que no se había afeitado desde antes de ayer; tocó con el dedo su mejilla enjuta, y luego, con vergüenza, escondió sus manos bajo la esclavina. La desconocida bajó los ojos, y en el primer instante él no se dio cuenta de que por falta de ligas de uno de sus calcetines habíase deslizado mostrando su pierna. No se atrevía a subírselo, y cambió de posición. Sin embargo, no sufría: lo que Raymond había odiado en los demás era la risa, aunque fuese disimulada; sorprendía el más mínimo estremecimiento en las comisuras de la boca, y sabía lo que significa un labio inferior mordido… Pero esa mujer lo contemplaba con un rostro extraño, inteligente y animal a la vez, sí: era el rostro de un maravilloso animal, impasible, que no conocía la risa. Ignoraba que su padre, repetidas veces, embromaba a Maria Cross por esa su manera de fijar en el rostro la risa como si fuera una máscara que caía de súbito sin que la mirada hubiera perdido nada de su imperturbable tristeza.

Cuando ella descendió frente a la iglesia de Talence y él sólo vio el cuero un poco hundido del asiento, allí donde ella habíase sentado, Raymond no dudaba que la volvería a ver al día siguiente; no podía responder a esa esperanza con ninguna razón valedera; simplemente tenía fe. Esa tarde, después de cenar, subió a su cuarto dos jarros de agua hirviente, descolgó la jofaina, y al día siguiente despertó más temprano, pues había decidido afeitarse, de aquí en adelante, todos los días.

Los Courréges podían observar durante horas los brotes de un castaño sin comprender nada del misterio de su eclosión; asimismo, tampoco vieron el prodigio en medio de ellos: tal como el primer golpe de pala revela los fragmentos de una estatua perfecta, así la primera mirada de Maria Cross había revelado, en el sucio colegial, un ser nuevo. Bajo la cálida contemplación de una mujer, ese cuerpo descuidado se hizo semejante a los jóvenes troncos rugosos de un bosque antiguo, donde, de súbito, se mueve una diosa entumecida. Los Courréges no vieron el milagro, pues los miembros de una familia demasiado unida ya no se ven los unos a los otros. Desde hacía semanas Raymond era un joven que se preocupaba por su atuendo, devoto de la hidroterapia, seguro de poder gustar y preocupado de seducir. Sin embargo su madre lo seguía considerando un colegial desaseado. Una mujer, sin decir palabra, por el solo poder de su mirada, les transformaba a su hijo, lo moldeaba de nuevo, sin que los Courréges reconociesen en él las huellas de este encantamiento desconocido.

En el tranvía, en el cual no se encendía la luz en la época en que los días comienzan a alargar, Raymond osaba cada vez un gesto nuevo. Cruzaba las piernas, mostraba unos calcetines cuidados y tirantes, zapatos como espejos (había un limpiabotas en la Croix -de-Saint-Genes); ya no tenía motivos para esconder sus puños; usó guantes, un día se los sacó, y la joven no pudo dejar de sonreír ante la vista de esas uñas demasiado arregladas en las cuales una manicura había tenido mucho que trabajar; ¡pero, roídas durante años, hubiese sido mejor para ellas no llamar la atención! Todo eso no era sino el aspecto exterior de una resurrección invisible; la bruma, acumulada en esta alma, disipábase, poco a poco, bajo el influjo de esa profunda contemplación siempre muda, a la cual poco a poco la costumbre hacía familiar. "¡ Quizá no era un monstruo, y como los otros muchachos, poseía el poder de atraer la mirada de una mujer, y algo más que esa mirada!" A pesar de su silencio, el tiempo tejía entre ellos una trama que ni los gestos ni las palabras habrían podido hacer más resistentes. Presentía que se aproximaba la hora en que intercambiarían la primera palabra; pero Raymond no hacía nada por aproximar esa hora. Galeote tímido, le bastaba con no sentir más sus cadenas; por el momento era para él alegría suficiente transformarse de golpe en otra persona. Antes de que la desconocida lo mirara, ¿era realmente sólo un colegial sórdido? Siempre somos moldeados y vueltos a moldear por aquellos que nos aman y por muy poco tenaces que hayan sido, somos su obra, obra que, por lo demás, ellos no reconocen y que nunca es aquella con la cual han soñado. No hay un amor, una amistad que, habiendo atravesado nuestro destino, no haya colaborado en él hasta la eternidad. El Raymond Courréges de esta tarde, en el pequeño bar de la calle Duphot, ese mozo de treinta y cinco años, sería otro hombre si en 19…, estudiando filosofía, no hubiese visto sentada frente a él, en el tranvía de regreso, a Maria Cross.

CAPITULO QUINTO

Fue su padre el primero en reconocer en Raymond a un hombre nuevo. Un domingo de esa primavera que concluía, sentóse a la mesa más absorbido que de costumbre, hasta el punto de escuchar apenas una discusión entre su yerno y su hijo. Se trataba de las corridas de toros, que apasionaban a Raymond; habíase retirado ese domingo después de la muerte del cuarto toro para no perder el tranvía de las seis; sacrificio inúticlass="underline" la desconocida no estaba. "Era domingo, debí haberlo sospechado; le había hecho perder dos toros…" Pensaba en eso, mientras el teniente Basque peroraba:

– No comprendo cómo tu padre te permite asistir a esa carnicería.

La respuesta de Raymond: "Es para morirse de risa: ¡estos oficiales que tienen horror a la sangre!", desencadenó el tumulto. El doctor oyó súbitamente:

– ¡ No sabes con quién estás hablando!

– Te miro y sólo veo a un presumido.

– ¿ Presumido? Repítelo.

Se levantaron; toda la familia se precipitó sobre ellos. Madeleine gritaba a su marido: "No le contestes, no vale la pena. Lo que él diga no tiene ninguna importancia." El doctor suplicaba a Raymond que se volviera a sentar: "Siéntate, y come. Y que esto termine." El teniente gritaba que había sido tratado de cobarde; la señora Courréges que Raymond no había querido decir eso. Cada uno, sin embargo, había vuelto a sentarse: un secreto acuerdo hacía que todos apagaran el incendio. El espíritu de familia les inspiraba un profundo horror por todo aquello que amenazara el equilibrio de sus caracteres. El instinto de conservación inspiraba a este equipo embarcado en la misma galera, la preocupación de que no se levantara ningún incendio a bordo.

Por esta razón el silencio reinaba ahora en la sala. Una ligera lluvia dejó súbitamente de tamborilear sobre las gradas; los olores que ella liberaba bañaron a la familia silenciosa. Alguien apresuróse a decir: "Ha refrescado." A lo que una voz respondió que esa lluvia no era nada, que ni siquiera era capaz de aventar el polvo. El doctor, sin embargo, observaba con estupor a ese hijo crecido en el cual ya no pensaba y al que le era difícil reconocer. Precisamente él salía ese domingo de una larga pesadilla. Había luchado desde ese lejano día en que María Cross faltara a la cita dejándolo solo con Víctor Larousselle. Ese domingo que terminaba, uno de los más crueles de su vida, lo había, por fin, liberado (al menos lo creía así). La salvación llegó por una inmensa fatiga, por un cansancio sin nombre. ¡ En verdad sufrió demasiado ese día! No más deseo sino el de dar la espalda a la batalla y enterrarse en su vejez. ¡ Había pasado casi dos meses ya desde su vana espera en el salón "lujo y miseria" de María Cross, hasta esa horrible tarde en que, por fin, tiró la esponja! Frente a esa mesa silenciosa, el doctor olvidaba a su hijo y recuerda todas las circunstancias de ese duro viaje; lo vuelve a realizar, etapa por etapa.