Dijo ella, con un aire imperceptible de despecho:
– Había escrito: a las cinco y media. El la observaba con ojos lúcidos:
– Se ha quitado el luto.
Maria miró su vestido de verano y contestó:
– ¿El morado no es, entonces, medio luto? ¡ Cuan diferente era ya todo de lo que él había imaginado! Una inmensa cobardía le inspiró estas palabras:
– Si usted pensaba que yo no vendría y tal vez la esperan en otra parte, lo dejaremos para otra vez.
Maria respondió con tono vivo:
– ¿Quién quiere usted que me espere? ¡Qué divertido es usted, doctor!
Ella volvía a subir hacia la casa seguida por él, dejando que su vestido de tafetán morado arrastrase por el polvo; al bajar su cabeza, el doctor veía su nuca. Maria pensaba que si había citado al doctor en domingo era porque estaba persuadida de que, ese día, el muchacho desconocido no tomaría el tranvía de las seis. De todos modos, loca de felicidad y esperanza al ver que el doctor no llegaba a la hora fijada, había corrido el albur, diciéndose:
"Aunque no hubiese más que una posibilidad entre mil que él hubiera tomado el tranvía por causa mía… ¡Ah! no podía perder esa dicha…" ¡Ay! jamás sabría si el muchacho desconocido, ese domingo, habría estado triste en el tranvía de las seis al no verla. La lluvia aplomada aplastábase sobre las gradas de la entrada por las cuales trepó con rapidez, escuchando, tras ella, resollar al viejo. ¡Ah, esa falta de oportunidad de aquellos seres en quienes no se interesan nuestros corazones y que nos han elegido sin que nosotros los hayamos elegido a ellos! Tan fuera de nuestra órbita: de los cuales nada quisiéramos saber y cuya muerte nos seria tan indiferente como sus vidas… sin embargo, ellos son los que llenan nuestra existencia.
Atravesaron el comedor, abrió las persianas del salón, se quitó su sombrero, se extendió y sonrió al doctor que buscaba desesperadamente algún fragmento de las frases preparadas. Ella le dijo:
– Está sofocado… Lo he hecho caminar demasiado rápido.
– No estoy tan viejo.
El doctor, como siempre, levantó sus ojos hacia el espejo colocado sobre el diván. ¿Y qué, no se había visto nunca todavía? ¿Por qué entonces, sentía cada vez ese golpe en el corazón, ese desolado estupor, como si esperara ver su juventud sonriéndole? Y preguntaba: "¿Y esa salud?" en el tono paternal y un poco grave con que siempre hablaba a Maria Cross. Nunca se había sentido ella tan bien y experimentaba al decírselo al doctor tal placer que se sentía compensada por su decepción. No, el muchacho desconocido, hoy domingo, no debía de estar en el tranvía. Pero mañana, sin duda alguna estaría, y ya ella se volvería por entero hacia esa futura felicidad, hacia esa esperanza cotidianamente burlada y que renacía cotidianamente: algo pasaría de nuevo, al fin él le dirigiría la palabra.
– Puede sin inconveniente suspender las inyecciones… (miraba en el espejo esa barba rala, esa frente árida y recordó las ardientes palabras que había preparado).
– Duermo; fíjese, doctor, ya no me aburro, y sin embargo no tengo ganas de leer. No podría terminar el Viaje de Sparte: puede llevárselo.
– ¿Sigue sin ver a nadie?
– ¿Me cree usted una mujer capaz de alternar, repentinamente, con las amantes de esos caballeros, yo que hasta el momento he huido de ellas igual que de la peste? Soy la única de esta especie en Burdeos, usted lo sabe muy bien: no quiero intimar con nadie.
Sí, repetidamente había dicho lo mismo, pero en tono de queja, nunca con un aire tan apacible y tranquilo. El doctor percibía que esta alta llama no se estiraba ya hacia el cielo, no ardía ya en vano; había encontrado muy próximo a la tierra un alimento desconocido por él. No pudo dejar de decirle en tono agresivo que si bien ella no veía a esas señoras, veía en cambio algunas veces a esos caballeros. Sintió que enrojecía, sospechó que la conversación tomaba el giro que él había deseado tan ardientemente; en efecto, Maria preguntó riendo:
– ¡Eso sí que está bueno! ¿Doctor, no estará usted celoso? ¡ Es una escena de celos la que me está haciendo!… No, estoy bromeando – agregó inmediatamente – sé quién es usted.
¿Cómo podía poner en duda que realmente ella estaba riendo y que ni siquiera imaginaba que el doctor experimentara un sentimiento de esa naturaleza? Maria lo observaba con inquietud:
– ¿No lo he herido?
– Sí, Maria, usted me ha herido.
Pero ella no comprendió de qué clase de herida hablaba; insistió sobre su respeto, su veneración: ¿no se había rebajado él hasta ella? ¿No se había dignado elevarla algunas veces hasta él? Con un gesto tan falso como la propia frase, ella cogió la mano del doctor y la aproximó a sus labios. Este la retiró bruscamente. Maria Cross, molesta, se levantó, acercóse a la ventana y miró el jardín inundado. El doctor también se había levantado; le dijo sin volverse:
– Espere que pase el chubasco.
Permanecía parado en el salón sombrío.
Como hombre metódico, usaba este atroz minuto para arrancar de él todo deseo, toda esperanza. Pues bien, todo había terminado; todo lo que interesara a esta mujer no le concernía ya más; estaba fuera del juego. Su mano hizo en el vacío el gesto de barrer. Maria se volvió y le gritó:
– Ya no llueve.
Como el doctor permaneciera inmóvil, agregó que no quería echarlo, pero que sería bueno aprovechar la escampada. Le ofreció un paraguas; por un momento él aceptó, pero después lo rechazó porque lo mortificaba haber pensado: "Tendré que devolverlo; será otra ocasión para volver."
Ya no sufría; gozaba de la tempestad que concluía, pensaba en él mismo, o más bien en esa parte de él mismo como en un amigo del cual se aceptaba la muerte por la que ya no sufría más. La partida estaba jugada y perdida; no había que volver sobre eso; ya nada debía importarle salvo su trabajo. Ayer le habían telefoneado desde el laboratorio para decirle que el perro no había sobrevivido a la extirpación del páncreas.
¿Podría Robinson procurarse otro en la perrera? Los tranvías pasaban cargados de una multitud derrengada y ruidosa; pero sentíase contento al caminar en este arrabal lleno de lilas, que olía a campo debido a la lluvia de la tempestad, al crepúsculo. Ya no más sufrimiento; ya no más lanzarse como un furioso contra el muro de su prisión. Recogía, rechazaba, en lo más profundo de su ser, esa fuerza, todopoderosa desde su infancia, que, al contacto de tantas criaturas, habíase expandido fuera de él. A pesar de los anuncios luminosos, de los raíles brillantes; a pesar de los ciclistas, agachados sobre el volante en el cual amarraban lilas marchitas, el arrabal transformábase en campo, los bares se volvían albergues llenos de muleros que partían con el claro de luna; rodarían toda la noche como muertos, escondidos en sus carretelas, los rostros cara a las estrellas. En los umbrales, niños ya campesinos jugaban con moscardones abotagados. No lanzarse más contra ese muro.
¿Cuántos años hacía que él se gastaba en ese triste asalto? Volvióse a ver sollozando (casi medio siglo atrás) en la cabecera de su madre una mañana en que entraba de nuevo al colegio, y ella le gritaba: "¿No te da vergüenza llorar, pequeño holgazán, imbécil?" Ella no sabía que en él sólo existía la desesperación de separarse de ella; y desde entonces… esbozó de nuevo el gesto de limpiar, de despejar el lugar: "Veamos", dijo. "Mañana por la mañana…" Y como si se estuviera poniendo una inyección de morfina, se inyectó el quehacer cotidiano: ese perro muerto… Tenían que volver a comenzar. Pero, ¿no debía haber registrado a esa altura de la investigación hechos suficientes que confirmaran su hipótesis? ¡ Cuánto tiempo perdido!
¡ Qué vergüenza! El, que no sospechaba que el género humano estuviese interesado en cada uno de sus gestos en el laboratorio, ¡ cuántas jornadas había malgastado! La ciencia exige que se la sirva con pasión; no admite que se la comparta con otra cosa: "Ah, no seré nunca sino un sabio a medias." Creyó ver fuego entre las ramas; pero era la luna que se levantaba. Aparecieron los árboles que escondían la casa donde estaban reunidos aquellos a los cuales él tenía derecho a llamar los míos. ¿Cuántas veces había traicionado el juramento que renovó en ese momento en su corazón: “A partir de esta tarde, haré feliz a Lucie"? Apresuraba el paso, impaciente por demostrarse a sí mismo que esta vez no sería débil. Quiso pensar en su primer encuentro hacía veinticinco años, en un jardín de Arcachon, encuentro arreglado por uno de sus colegas. Pero no descubrió en él la imagen de la novia de aquellos lejanos tiempos, esa pálida fotografía borrosa: lo que él vio fue una mujer joven que se ha puesto medio luto, loca de felicidad porque él se ha atrasado y que se apresura a ir en busca de otro… ¿Quién era? El doctor sintió un agudo dolor, detúvose un segundo, y de súbito se puso a correr para aumentar la distancia entre él y ese ser que Maria Cross amaba; y experimentaba, en realidad, un alivio, como si cada paso lo acercara, sin él saberlo, a ese rival desconocido…