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Sin embargo, esa tarde, apenas hubo traspuesto la puerta del comedor, en el momento en que Raymond y su cuñado se enzarzaban en la discusión, tuvo conciencia de ese florecer, de esa brusca primavera dentro de aquel extraño que había traído al mundo.

Se habían levantado de la mesa; los chicos ofrecían sus frentes a los labios distraídos de los mayores. Se fueron a sus cuartos, escoltados por la madre, la abuela y la bisabuela.

Raymond habíase aproximado a la puerta-ventana. El doctor se impresionó al ver el movimiento que hizo para tomar un cigarrillo de un estuche de cuero, golpearlo y encenderlo; un botón de rosa colgaba de su ojal, y sus pantalones tenían el pliegue necesario. El doctor pensó: "¡Es sorprendente cómo se parece a mi pobre padre!…" Sí, era el retrato del cirujano que, hasta cerca de los setenta años, había dilapidado en las mujeres la fortuna que le deparara la práctica de su arte. Fue el primero en introducir en Burdeos las ventajas de la asepsia; jamás prestó la menor atención a su hijo, al cual sólo llamaba "el pequeño", como si no recordara su nombre. Una mujer lo había traído una tarde, con la boca torcida y babeando; no se encontró ni su reloj, ni su billetera, ni el anillo de brillantes de su dedo índice. "Heredé de él un corazón capaz de apasionarse, pero no el don de gustar… Eso será para su nieto."

El doctor miraba a Raymond, que estaba vuelto al jardín, ese hombre que era su hijo. Después de ese día febril, le habría gustado confiarse, o más bien, enternecerse; preguntar a su chico: "¿Por qué no nos hablamos jamás? ¿Crees que no sabría comprenderte? ¿Hay tanta distancia entre un padre y un hijo? ¿Qué significan los veinticinco años que nos separan? Tengo el mismo corazón que tenía a los veinte años, y tú saliste de mí: es posible que tengamos gustos comunes, antipatías y tentaciones… Ese silencio que hay entre nosotros, ¿quién lo romperá primero? El hombre y la mujer por muy alejados que estén uno del otro, se vuelven a encontrar en un abrazo. Y hasta una madre puede atraer hacia sí la cabeza de su hijo crecido y besar sus cabellos; pero el padre no puede hacer nada, salvo el gesto que hizo el doctor Courréges al posar su mano sobre el hombro de Raymond, el cual, sobresaltado, se volvió. El padre, esquivando sus ojos, preguntó:

– ¿Llueve todavía?

Raymond, parado en el umbral, tendió sus brazos a la noche:

– No, ya no llueve.

Y agregó sin volver la cabeza:

– Buenas noches… -y el ruido de sus pasos disminuyó.

En ese momento, la señora Courréges quedó estupefacta, pues su marido le pidió que dieran una vuelta por el jardín. Dijo que iría a buscar un chal. El escuchó como subía, y luego bajaba, con prisa desacostumbrada.

– Toma mi brazo, Lucie. La luna está escondida; no se ve nada…

– Pero la avenida se ve blanca.

Al apoyarse un poco en él notó que la carne de Lucie tenía el mismo olor que en ese entonces cuando eran novios y permanecían sentados en un banco, esa largas tardes de junio: ese olor de carne y de sombra era el perfume mismo de su noviazgo.

Le preguntó si ella no se había fijado en el cambio tan grande que se había producido en su hijo. No, lo encontraba siempre tan malhumorado, gruñón y obstinado. El insistió: Raymond se cuida más; tiene más dominio sobre sí mismo, aunque sólo fuera por ese cuidado de su apariencia.

– ¡ Ah!, sí, hablemos de eso. Julie protestaba ayer porque exige que le planche dos veces por semana los pantalones.

– Trata de tranquilizar a Julie, que vio nacer a Raymond

– Julie es una mujer sacrificada; pero los sacrificios tienen sus límites. Aunque diga Madeleine que esos sirvientes no hacen nada. Julie tiene mal carácter, de acuerdo; pero comprendo que esté furiosa al verse obligada a asear parte de la escalera de servicio y parte de la escalera grande.

Un ruiseñor parsimonioso dio tres notas. Atravesaban el perfume de almendra amarga de los pinos. El doctor continuó a media voz:

– Nuestro pequeño Raymond…

– No podremos reemplazar a Julie. Eso es lo que tenemos que repetirnos. Me dirás que hace huir a todas las cocineras; pero muchas veces ella tiene razón… Así Léonie…

Preguntó resignado:

– ;Cuál Léonie?

– Sabes perfectamente, esa gorda… no, no se trata de la última… aquella que sólo estuvo tres meses; no quería limpiar el comedor. No le correspondía a Julie hacer ese trabajo…

El dijo:

– Los sirvientes de hoy no son los de antes. Sentía descender en él una marea, un reflujo que arrastraba con él confidencias, confesiones, entregas, lágrimas.

– Haríamos mejor en volver…

– …Madeleine me repite que la cocinera es insolente con ella; pero no se debe a Julie. Esa mujer quiere que le aumenten el salario; aquí no tienen tantos beneficios como en la ciudad, a pesar de que tenemos grandes mercados: si no fuera por eso, no se quedarían.

– Voy a entrar.

– ¿Tan pronto?

Ella sintió que lo había defraudado, que debía haber esperado, haberlo dejado hablar. Murmuró:

– No solemos conversar tan a menudo…

Más allá de las miserables palabras que ella acumulaba muy a su pesar, más allá del muro que su paciente vulgaridad había construido día a día, Lucie Courréges oía la llamada ahogada de aquel muerto en vida. Sí; percibía el grito del minero enterrado, y también en ella, ¡y a qué profundidad!, una voz contestaba a esa voz, la ternura movíase allí.

Hizo el gesto de inclinar la cabeza en el hombro de su marido, adivinó su cuerpo contraído, esa figura tensa, levantó los ojos a la casa, y no pudo dejar de decir:

– Has dejado de nuevo la luz encendida en tu cuarto.

Inmediatamente lamentó haber dicho estas palabras. El doctor apresuró el paso para alejarse de ella, subió con rapidez los peldaños, dio un suspiro de alivio al ver el salón desierto, y llegó, sin haber encontrado a nadie, a su gabinete. Allí, por fin, sentado ante la mesa, con las dos manos se frotó el rostro extenuado, y de nuevo hizo el gesto de limpiar… Es una lástima que ese perro haya muerto; no es fácil encontrar otro; pero, por otro lado, con todas estas historias idiotas, no había seguido muy de cerca las investigaciones. "He confiado demasiado en Robinson… Debió de equivocar la fecha de la última inyección." Valía más empezar todo de nuevo, con nuevos gastos… Sería suficiente, de ahora en adelante, que Robinson tomara la temperatura del animal y recogiera y analizara la orina.

CAPITULO SEXTO

La corriente se interrumpió y los tranvías se detuvieron: permanecieron inmóviles a lo largo de los bulevares como jóvenes orugas. Bastó ese incidente para que Raymond Courréges y María Cross se pusieran en contacto. Sin embargo, al día siguiente de aquel domingo en el cual no se habían visto, los dos sentíanse atormentados por la angustia de no volver a reunirse nunca más, y cada uno había resuelto dar el primer paso. Pero ella veía en él sólo un colegial inocente que se escandaliza de cualquier cosa; y él, ¿cómo se habría atrevido a hablar a una mujer? A través del gentío adivinó su presencia, aunque, por vez primera, estuviese vestida con un traje claro; y ella, algo miope, lo reconoció de lejos, pues aquel día debió vestir, para cierta ceremonia, el uniforme del colegio, y llevaba su esclavina echada, con negligencia, sobre los hombros (para imitar a los alumnos de la Ecole de Santé Navale). Dos pasajeros subieron al tranvía, decididos a esperar; otros alejáronse por grupos. Raymond y María se reunieron cerca del estribo. Sin mirarlo, para que pensara que no se dirigía a él, dijo a media voz: