– Dime, ¿has visto alguna vez a Maria Cross? Bertrand, rojo, recogió su cartera, y se largó sin que Raymond pensara en seguirlo.
Y ahora Maria Cross… La devoraba con los ojos… La creía más grande, más misteriosa. Esa pequeña mujer, vestida de morado, era Maria Cross. Viendo la turbación de Raymond, balbuceaba:
– No crea… No vaya a creer…
Temblaba ante ese juez que le parecía angelical; no percibía en él el ángel de la impureza. No sabía que la primavera era muchas veces la estación del barro, y que este adolescente podía ser sólo una mancha. No tuvo fuerzas para soportar el desprecio que ella imaginaba en el muchacho; y con un adiós dicho casi en voz baja, emprendía ya la fuga, pero él la alcanzó:
– Hasta mañana por la tarde, ¿no es verdad?, en el mismo tranvía.
– ¿Lo quiere usted?
Al alejarse, ella se dio vuelta dos veces hacia él, que estaba inmóvil y pensaba: "¡Maria Cross está encaprichada de mí!" Repetía como si no pudiera creer en su suerte: “¡Maria Cross está encaprichada de mí!”
Aspiraba la tarde como si la esencia del universo hubiese estado contenida en ella, y él se sintiese capaz de acogerla en su cuerpo henchido. María Cross estaba encaprichada de él…, ¿Se lo diría a sus compañeros? Ninguno le creería. Aparecía ya la espesa cárcel de hojas donde los miembros de una sola familia vivían tan confundidos y separados entre ellos como los mundos que forman la Vía Láctea.
¡Ah!, esa jaula se hacía pequeña para contener su orgullo en esa tarde. La contorneó, y se hundió en un espeso bosque de pinos, el único que no estaba cerrado y al cual llamaban el Bois de Berge. La tierra sobre la cual se acostó estaba más caliente que un cuerpo. Las agujas de pinos cavaron signos en las palmas de sus manos.
Cuando entró en el comedor, su padre cortaba las páginas de una revista y respondía a una observación de su mujer:
– No leo: miro los títulos.
Nadie pareció escuchar el saludo de Raymond, salvo su abuela:
– ¡Ah!: ahí viene mi briboncillo… Y al pasar al lado de su silla, lo retuvo y atrajo hacia ella:
– Hueles a resina.
– Estuve en el Bois de Berge.
Lo midió con la mirada, complaciente, y masculló en un tono de ternura, este insulto: -¡ Canalla!
Sorbía su sopa produciendo mucho ruido, como un perro. ¡Qué pequeña le parecía toda esa gente! El planeaba en el sol. Sólo su padre le parecía cercano. ¡ Conocía a María Cross! Había estado en su casa, la había cuidado, la había visto en cama, había apoyado la cabeza contra su pecho y su espalda… ¡María Cross, María Cross! Ese nombre lo ahogaba como si fuera un coágulo de sangre; sentía en su boca su dulzura cálida y salada, y en fin, la tibia marea de ese nombre hinchó sus mejillas, y escapó afuera:
– Esta tarde vi a María Cross.
El doctor lo miró con una mirada fija. Le preguntó:
– ¿Cómo supiste que era ella?
– Estaba con Papillon, el cual la conocía de vista.
– ¡Oh!, ¡oh! -exclamó Basque-. ¡Raymond hizo una conquista!
Una niñita repitió:
– Sí, sí, ¡Raymond tontón hizo una conquista! Movía sus hombros rezongando. Su padre desvió los ojos, e hizo una pregunta:
– ¿Estaba sola?
Y como Raymond respondió: "Sola", el doctor empezó de nuevo a cortar las páginas. La señora Courréges, sin embargo, agregó:
– Es curioso que esas mujeres os interesen más que las otras. ¿Qué puede haber de extraordinario en ver pasar a esa criatura? Cuando era camarera ni siquiera la habríais mirado.
El doctor la interrumpió:
– Pero, ¡vamos!, ¡no ha sido nunca camarera!
– Por lo demás – proclamó Madeleine bruscamente -, no habría tenido por qué avergonzarse de aquello: ¡ muy al contrario!
Y como la criada acababa de salir llevándose un plato, interpeló a su madre con acritud:
– Se diría que adrede indispones a los sirvientes, que los hieres. Irma, precisamente, es tan susceptible.
– Es increíble… Hay que ponerse guantes ahora…
– Trata a tus sirvientes como lo desees; pero no hagas que se vayan los sirvientes de los demás…, especialmente cuando los obligas a servir la mesa.
– Como si te preocuparas tanto de Julie…, tú, que tienes fama de no saber conservar un sirviente… Todo el mundo sabe que cuando los míos se van se debe a los tuyos…
La llegada de la criada interrumpió el debate, que prosiguió en sordina desde el momento en que ella regresó al repostero. Raymond observaba con complacencia a su padre: si Maria Cross hubiera sido camarera, ¿existiría aún ante sus ojos? De súbito, el doctor levantó la cabeza y sin mirar a nadie dijo:
– Maria Cross era hija de esa institutriz que dirigía la escuela de Saint-Clair cuando tu querido señor Labrousse era el cura de ese lugar, Lucie.
– ¿Qué? ¿Esa arpía que lo hizo sufrir tanto?, ¿esa que prefería no ir a misa antes que no ocupar con sus alumnos los primeros bancos de la nave central? ¡ Pues bien!: no me extraña. Quien lo hereda no lo hurta.
– Recuerdas – dijo la abuela Courréges – que ese pobre señor Labrousse contaba que esa tarde de las elecciones en las cuales el marqués de Lur-Saluces fue derrotado por ese oscuro abogado de Bazas, la institutriz vino con toda su pandilla a burlarse de él bajo las ventanas del presbiterio, y de tanto lanzar bombas en honor del nuevo diputado, tenía las manos negras de pólvora…
– ¡ Qué buena gente es ésa!
Pero el doctor no las escuchaba, y en lugar de subir, como siempre lo hacía por la tarde, a su gabinete, siguió a Raymond hasta el jardín.
El padre y el hijo deseaban conversar esa tarde. Una fuerza independiente de su voluntad los aproximaba como si ambos escondiesen un mismo secreto. Así se buscan y se reconocen los iniciados. Los cómplices. Cada uno descubría en el otro al único ser con el cual podía conversar de aquello que más les importaba en el mundo. Como dos mariposas separadas por kilómetros de distancia se reúnen sobre la caja donde se encierra la hembra oliente, también ellos habían seguido las extravagantes rutas de sus deseos, y posábanse uno al lado de otro sobre Maria Cross invisible.
– ¿Tienes un cigarrillo, Raymond? He olvidado el gusto del tabaco… Gracias… ¿Damos una vuelta?
Se escuchaba a sí mismo con estupor, semejante a una persona que haya sido objeto de un falso milagro y que ve de súbito volver a abrirse la llaga que creía curada. Esa mañana misma, en el laboratorio, experimentó ese alivio que fascina al feligrés después que ha sido absuelto; buscaba en su corazón el lugar de su pasión, y no lo encontró.
¡Con qué solemne y sentencioso acento habíase dirigido a Robinson, a quien una corista de los Bouffes, durante la primavera, había distraído algunas veces de su trabajo! “Amigo mío, el sabio que posee el amor de la investigación y que tiene la ambición de hacerse un hombre, mirará siempre como tiempo perdido los minutos entregados a la pasión…" y como Robinson echara atrás sus cabellos rebeldes y limpiara los cristales de sus gafas sobre la blusa quemada por los ácidos, protestando:
– De todos modos, el amor…
– No, querido, en el verdadero sabio es imposible que, salvo eclipses pasajeros, la ciencia no gane al amor. Siempre le quedará el rencor de las satisfacciones más altas que hubiera tenido si todo su ardor hubiérase concentrado en la meta científica.
– Es verdad -había respondido Robinson- que la mayor parte de los grandes sabios fueron seres sexuales; en realidad no conozco ninguno que haya sido un verdadero apasionado.
El doctor comprendió esa tarde por qué esta aprobación de su discípulo lo había hecho sonrojarse. Bastó una palabra de Raymond: "Vi a María Cross" para que en él se removiera la pasión que creyera muerta. ¡ Ah!: sólo estaba dormida… una palabra la había despertado, la alimentaba; y he aquí que la pasión se estira, bosteza y se endereza. A falta de poder estrechar lo que desea, se hartará con palabras. Sí: cueste lo que cueste, el doctor hablará de María Cross.