En la avenida de las viñas, Raymond seguía jugando a golpear con el pie una piña de pino, las manos en sus bolsillos, mascullando:
"¡ Qué ingenuidad!, ¡ estas cosas ya no se ven!" ¡Ah!, él sí que estaría a la altura, no dejaría que le contaran cuentos. No pensaba en prolongar su dicha hasta los confines de esa pesada noche. Ni todas las estrellas, ni el olor de las acacias le hubiesen servido de nada. La noche de verano golpeaba en vano a ese macho joven, bien armado, seguro en ese momento de sus fuerzas, de su cuerpo, indiferente a todo lo que el cuerpo no pudiera poseer.
CAPITULO SÉPTIMO
Trabajo, opio único. Cada mañana, el doctor despertaba curado, como si le hubiesen operado de aquello que lo roía; partía solo (mientras duraba el buen tiempo, Raymond no usaba el coche).
En pensamiento, habitaba ya el laboratorio; su pasión era un mal entumecido, del cual sólo tenía conciencia sorda; podía despertarla, si él lo hubiera querido: tocando el lugar sensible, estaba seguro de poder arrancarse un grito. Pero ayer, su hipótesis más querida había quedado anulada por un hecho, según le había asegurado Robinson: una larga serie de trabajos podían ser anulados. ¡Qué triunfo para X… que había denunciado a la Sociedad de Biología sus pretendidos errores técnicos!
La gran miseria de las mujeres consiste en que nada las aleja del oscuro enemigo que las roe. Mientras el doctor, ocupado con su microscopio, no sabe más de él mismo ni del mundo, prisionero como se encuentra de lo que está observando como un perro acecha su presa, María Cross extendida, con todas las persianas cerradas, espera ese minuto único, el de la cita, breve llama en su pálido día. Pero esa misma hora, ¡qué decepcionante es! Muy pronto habían tenido que renunciar a seguir juntos por el camino hasta llegar a la iglesia de Talence. María Cross precedía a Raymond y volvía a juntarse con él no lejos del colegio, en una avenida del Parque Bordelais; mantenía con ella una reserva mayor aún que la del primer día, y su torpeza recelosa terminó por convencer a Maria de que se trataba sólo de un niño, aunque a veces una risa, una alusión, una mirada podía haberla puesto en guardia; pero deseaba conservar a su ángel. Con infinitas precauciones, como si se tratara de un pájaro salvaje y puro, se aproximaba a él de puntillas, conteniendo el aliento. Todo contribuía en ella a fortalecer esta falsa imagen: sus mejillas enrojecidas por una nadería, y esa jerga escolar y esos restos de infancia que cubrían ese cuerpo poderoso como un vapor. Estaba aterrorizada por aquello que no existía aún en Raymond y que ella pensaba descubrir; temblaba ante la inocencia de esa mirada y se reprochaba por haber despertado en ella un malestar, una inquietud. Nada le advertía que Raymond, frente a su presencia, pensaba sólo en el partido que debía tomar: ¿arrendar un departamento amueblado? Papillon conocía una dirección… pero eso era poca cosa para una mujer como esta. Papillon decía que en el Terminus se podía arrendar un cuarto por día; habría que informarse; pero Raymond había pasado y vuelto a pasar frente a la oficina del hotel sin atreverse a entrar en ella. Entreveía nuevas dificultades.
Maria Cross pensaba también, sin atreverse a decirlo, en llevarlo a su casa. Pero a ese niño huraño, a su pájaro salvaje, prohibíase ensuciarlo, aunque sólo fuese en pensamiento. Creía sólo que en el salón ahogado de tapices, en el fondo del jardín amodorrado, su amor se desparramaría por fin en palabras, que esa tempestad se convertiría en lluvia. No imaginaba nada fuera del peso de esa cabeza contra ella. El sería un cervatillo domesticado a fuerza de cuidado, y sentiría en sus palmas el hocico tibio… Divisaba una larga ruta y sólo quería conocer de ella las caricias más próximas, las más castas; no pensaba en etapas más ardientes, en ese bosque en que los seres que se aman apartan sus ramas para perderse en él… No, no, no llegaría tan lejos; ella no destruiría en ese niño aquello que la trastornaba de miedo y adoración. ¿Cómo podía darle a entender, sin espantarlo, que él podía venir esa semana al salón ahogado en tapices y que había que aprovechar que el señor Larousselle viajaba por Bélgica?
El doctor, sentado a la mesa, observaba esa tarde a Raymond y lo miraba sorber su sopa; no ve a su hijo, sino al hombre que le dijo a propósito de Maria Cross: “Sé lo que sé." "¿Qué puede haber contado Papillon? Pardiez, ¿cómo dudar que un desconocido absorbió a Maria? Me obstino en esperar una carta: está demasiado claro que ella no desea verme más. Es señal de que ella se entrega a alguien… ¿a quién? No hay forma de acercarse al muchacho. Insistirle para que hable, sería traicionarme…" En ese momento su hijo se levanta sin contestar a su madre, que le grita: "¿Adonde vas?", y agrega:
– Va a Burdeos casi todas las tardes ahora. Sé que pide la llave del portón al jardinero y que vuelve a las dos de la mañana. Si vieras cómo contesta a las observaciones que le hago… Eres tú el que debe intervenir: ¡eres de una blandura!
El doctor sólo tiene fuerza para balbucear:
– La sabiduría consiste en cerrar los ojos.
Oye la voz de Basque: "Si fuera mi hijo, sabría enderezarlo…" A su vez el doctor se levanta y llega hasta el jardín. Si se atreviera a hacerlo, gritaría: "Nada existe para mí fuera de mi tormento." No pensamos nunca que muchas veces son las pasiones de los padres las que generalmente los separan de sus hijos.
Entró, sentóse ante su mesa, abrió un cajón y tomó un paquete de cartas, releyó aquellas que Maria le escribía hace seis meses: Ya nada me retiene a la vida sino el deseo de ser mejor… Poco me importa que esto se realice en secreto y que el mundo siga señalándome con el dedo; acepto el oprobio… El doctor olvida que en esa época tanta virtud lo desesperaba y que su martirio consistía en que sus relaciones se hubiesen establecido en lo sublime y rabiaba por tener que salvar a aquella con quien era tan dulce perderse. Se imagina la burla de Raymond al leer esta carta, se indigna de ella, protesta a media voz como si no estuviera solo: "¿Afectación?": es el modo de expresarse el que es siempre en ella demasiado literario… pero en la cabecera de su pequeño Francois moribundo, ¿era también afectación ese dolor tan humilde, esa aceptación del sufrimiento, como si, a través de los conceptos kantianos inculcados por su madre, toda la vieja herencia mística le hubiese llegado intacta?… Ante el pequeño lecho cubierto de nardos (¡ cuánta soledad alrededor del cadáver!) se acusaba, golpeábase el pecho, gemía diciendo que todo estaba bien así, alegrábase de que el niño no hubiese tenido tiempo de sentir vergüenza de ella. Aquí intervenía el científico: “Es verdad que era sincera, pero de todas maneras mezclábase a tanta grandeza cierta satisfacción – sí, ella satisfacía su gusto por la actitud-." Maria Cross había buscado siempre las situaciones románticas: ¿ acaso no se le había metido en la cabeza tener una entrevista con la señora Larousselle moribunda? Al doctor le había costado mucho hacerle entender que esa clase de encuentros sólo resultaban en el teatro. Tuvo que aceptar, sin embargo, defender la causa de la amante frente a la esposa, y de ese modo consiguió traerle a Maria la seguridad de que había sido perdonada.
El doctor, habiéndose aproximado a la ventana e inclinándose en la semioscuridad se dedicó a analizar el rumor nocturno: un rechinar continuo de los grillos y langostas, una rana que croa, dos sapos, las notas interrumpidas de un pájaro que posiblemente no era un ruiseñor, el último tranvía. "Sé lo que sé", había dicho Raymond. ¿Quién ha podido gustarle a María Cross? El doctor pronuncia nombres, los rechaza. Esa gente le causaba horror, ¿pero quién no le causaba horror? "Recuerda lo que te confesó Larousselle, el día que vino a tomarse la presión." "Dicho entre nosotros, a ella no le gusta eso… ¿usted me comprende, no? Lo soporta cuando soy yo, porque se trata de mí… Era para morirse de risa, en los primeros tiempos, cuando yo reunía en casa a esos caballeros. Todos andaban detrás de ella: me lo esperaba: cuando un amigo nos presenta a su amante, pensamos ante todo en robársela, ¿no? Me decía a mí mismo: sigan, sigan, monigotes; rápidamente eso terminó: los puso a todos en su lugar. Nadie en el mundo conoce menos los asuntos amorosos que María y a nadie tampoco le causan menos placer; lo digo porque lo sé." ¡Es una inocente, doctor! Más inocente que la mayoría de las bellas y honradas señoras que la desprecian. Y Larousselle había agregado: "Como María no se parece a ninguna otra mujer, siempre estoy temiendo que en mi ausencia tome una decisión absurda; pasa soñando el día entero; sólo sale para ir al cementerio… ¿No cree usted que está influida por algún folletín?"