Maria oyó caer gotas sobre las hojas, un ruido de tempestad indecisa, cerró los ojos, se recogió, concentró su pensamiento en el rostro querido del joven tan puro (que ella quería que fuera puro) y, que, sin embargo, en ese minuto apresura el paso, huye del mal tiempo y piensa: "Papillon dice que es mejor apresurar las cosas"; dice: "Con esas mujeres, sólo resulta la brutalidad, no les gusta más que eso…" Perplejo, miraba retumbar el cielo y de súbito echó a correr, su esclavina sobre la cabeza, tomó el camino más corto, saltó un macizo, tan ágil como una cabra montes.
La tempestad se alejaba, pero él permanecía ahí y el propio silencio lo delataba. Entonces, Maria Cross, sintió nacer en ella una inspiración, de la que estaba segura, no había que desconfiar; levantóse, se sentó a la mesa y escribió: No venga el domingo, definitivamente ni el domingo ni nunca. Es por su bien por lo que consiento en este sacrificio… Debía haber firmado ahí, pero un demonio la hizo agregar una página más: Usted ha sido la única dicha de una vida perdida y atroz. En nuestros retornos durante el invierno, yo reposaba en usted y usted no lo sabía. Pero ese rostro era sólo el reflejo de un alma que yo deseaba poseer: no ignorar nada suyo, ser la respuesta de sus inquietudes, apartar las ramas frente a sus pasos, llegar a ser para usted más que una madre, mejor que una amiga… He soñado eso… pero no depende de mí ser otra persona… Usted respiraría a pesar suyo, a pesar mío, la atmósfera corrompida donde me ahogo… Escribió largo rato todavía. La lluvia caía y no se escuchaba otro ruido sino el correr de ella. Cerraron las ventanas. Los granizos retumbaron en el atrio. Maria Cross tomó un libro; pero estaba demasiado oscuro a causa de la tempestad; no se encendieron las lámparas. Entonces, ella se sentó frente al piano; tocaba inclinada hacia delante, como si su cabeza se sintiera atraída por sus manos.
Al día siguiente, viernes, Maria experimentó una confusa alegría al ver que la tempestad había empeorado el tiempo y pasó todo el día en bata, leyendo, escuchando música y holgazaneando; trató de recordar cada término de su carta, imaginando cuál sería la reacción del pequeño Courréges. El sábado, después de una tarde muy pesada, empezó de nuevo a llover, y Maria supo el motivo que le producía tanto placer: el mal tiempo sería un pretexto para no salir el domingo, como había sido su primera intención: si el pequeño Courréges acudía a la cita a pesar de la carta, ella estaría allí.
Habiéndose alejado un poco de la ventana después de ver cómo chorreaban las gotas en la avenida, habló con voz firme, como comprometiéndose solemnemente: "Haga el tiempo que haga, saldré."
¿Hacia dónde iría? Si Francois hubiese estado vivo lo habría llevado al circo… Algunas veces iba al concierto y ocupaba un palco para ella sola o más bien un palco de platea; pero el público la reconocía rápidamente: adivinaba su nombre en el movimiento de sus labios; los gemelos la entregaban, próxima e indefensa, a ese mundo enemigo. Una voz decía: "No se puede negar, esas mujeres saben vestirse. – Con tanto dinero no es difícil -. Y además esas mujeres sólo se preocupan de su cuerpo." Algunas veces, un amigo del señor Larousselle dejaba el palco del Club y venía a saludarla; volviéndose a medias hacia la sala, reía alto, orgulloso de hablar en público con Maria Cross.
Pero fuera del concierto de Saint-Cécile, no había vuelto a ir a ninguna parte, aún estando vivo Francois, después que unas mujeres la habían insultado en el Music-Hall. Las amantes de esos caballeros la odiaban, porque jamás había aceptado el trato de ellas. Una sola mujer durante algunos días, esa Gaby Dubois, le pareció que era "un alma noble" después de intercambiar algunas palabras en el Lion-Rouge, adonde Larousselle la había arrastrado.
El champaña era causante en gran parte de la efervescencia espiritual de esa Gaby. Las dos jóvenes se habían visto todos los días durante dos semanas. Maria Cross con paciente ira había tratado vanamente de romper los lazos que ataban a su amiga a otros seres. En una "matinée" del Apolo -adonde había ido a dar en el colmo del aburrimiento, y después de la ruptura con su amiga, siempre solitaria, pero que atraía hacia ella la atención de toda la sala- escuchó cómo brotaba de una fila de butacas que estaban al lado de su palco, la risa aguda de Gaby, otras risas, jirones de insultos proferidos a media voz: “Esta golfa que se cree emperatriz… esta… lo hace por virtud…” Le parecía que no era capaz de distinguir ya ningún perfil en la sala: todos eran rostros de bestias que la miraban a ella. Por fin el teatro volvió a la oscuridad, y como todos los ojos estaban pendientes de una bailarina desnuda, pudo huir.
No quiso volver a salir nunca más sin el pequeño Francois. Hacía un año ya que Francois no estaba; sin embargo, sólo él podía todavía atraerla hacia fuera; esa piedra no más grande que el cuerpo de un niño, a pesar de que, para llegar hasta ella, había que seguir la avenida que llevaba una indicación: cuerpo adultos. Pero en la ruta que conduce al niño muerto, tuvo que encontrar ese niño vivo. El domingo por la mañana un fuerte viento: no se trataba de aquellos que sólo balancean las copas de los árboles, sino de esos soplos poderosos del sur y del mar que, en un esfuerzo inmenso, arrastran todo un paño tenebroso de cielo. Sólo un abejaruco hacía sensible a Maria el silencio de miles de pájaros. Tanto peor: no saldría: el pequeño Courréges había recibido su carta; conociendo su timidez, estaba segura de su obediencia. Si ella no le hubiera escrito, sin duda no se habría atrevido a franquear el portón. Se sonrió porque lo imaginaba cavando con su talón en la avenida y repitiendo con aire obstinado: "¿Y el jardinero?" Durante su desayuno solitario, escuchó la tempestad que se aproximaba. Los caballos alados del viento corrían con locura habiendo ya terminado su tarea, y piafaban entre las ramas. Habían traído sin duda sobre el río, y desde el fondo del Atlántico roto, prudentes golondrinas y gaviotas que jamás se posan; hasta sobre ese arrabal se hubiese dicho que el soplo del viento traspasaba las nubes con la lividez de las algas, y salpicaba las hojas con una espuma amarga. Inclinada sobre el jardín, Maria sintió sobre sus labios ese sabor salado. No vendría; aun en el caso de que ella no le hubiese escrito, ¿cómo podría salir él con un tiempo semejante? Habríase angustiado pensando en que no venía. ¡ Ah, más valía esta seguridad, esta certeza de que él no vendría! Sin embargo, ¿por qué si ella no espera abre el trinchante del comedor y se asegura de que hay oporto? Al fin la lluvia crepitó, compacta, atravesada por el sol. Maria abrió un libro, leyó sin entender, volvió a empezar la página pacientemente, vanamente; sentóse al piano, pero sin tocar fuerte, de manera que no pudiera dejar de oír el ruido de la puerta de entrada. Tuvo tiempo de decirse, para no desfallecer: "Es el viento; tiene que ser el viento." A pesar del ruido de los pasos titubeantes en el comedor, no tuvo fuerzas para levantarse, y ya él se encontraba allí, embarazado con su sombrero que chorreaba. No se atrevía a dar un paso. No osaba llamarlo, aturdida por el tumulto que sentía en ella: una pasión que ha roto su dique y arremete en busca de un furioso desquite, invadiendo, en un segundo, todo, y llena totalmente la capacidad del cuerpo y del alma, recubriendo las cimas y las hondonadas. Sin embargo, ella decía, con severidad, palabras vulgares: