Raymond se precipitó de rodillas; pendía la cabeza muerta sobre sus hombros, veía de cerca un rostro con los ojos cerrados, unas mejillas color miga de pan amasado. "¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa papaíto?" Esa voz suplicante e imperiosa a la vez había despertado al enfermo como si hubiera poseído una virtud; un poco sofocado, trataba de sonreír con aire extraviado: "No es nada, no es nada…" Y contemplaba el rostro angustiado de su hijo, y escuchaba esa misma dulce voz de cuando Raymond tenía ocho años: "Apoya tu cabeza, ¿no tienes un pañuelo limpio? El mío está sucio." Delicadamente, Raymond secaba ese rostro que volvía a la vida. Los ojos nuevamente abiertos del padre veían los cabellos del adolescente que el viento levantaba un poco, luego una viña espesa y más allá un cielo sulfuroso que gruñía y donde parecía que se hubiesen vaciado invisibles carretones. Apoyado en el brazo de su hijo, el doctor volvió hacia la casa: la lluvia cálida aplastábase contra sus hombros y sus mejillas, pero era imposible caminar más rápido. Decía a Raymond: "Es una falsa angina de pecho, tan dolorosa como la verdadera…" Estoy intoxicado: me voy a quedar en cama durante cuarenta y ocho horas con una dieta de agua… ¡ Sobre todo ni una palabra a abuelita ni a tu madre!…" Y como Raymond lo interrumpiera: "¿No me engañas al menos?, ¿estás bien seguro de que no es nada? Júrame que no es nada", el doctor le preguntó en voz baja: "Te daría pena si yo…" pero Raymond no lo había dejado terminar: había pasado su brazo alrededor de ese cuerpo jadeante y un grito se le escapó: "¡ Qué tonto eres!" El doctor recordaría más tarde esta insolencia tan querida, en las horas malas, cuando su hijo volviese a ser un extraño, un adversario, un corazón sordo que no contesta. Habían entrado ambos en el salón, sin que el padre se atreviese a abrazar a su hijo.
– ¿Y si habláramos de otra cosa? ¡No he venido aquí para hablar de papá!, ¿ sabe?… Tenemos otras cosas mejores que hacer… ¿no?
Raymond avanzó una gruesa y torpe garra, que María cogió al vuelo reteniéndola suavemente.
– No, Raymond, no: usted lo desconoce porque vive demasiado cerca de él. Aquellos que están más próximos a nosotros son aquellos que menos conocemos… llegamos al punto de ni siquiera ver lo que nos rodea. Mire: en mi familia siempre me creyeron fea, porque siendo niña bizqueaba un poco. En el liceo, para gran sorpresa mía, mis compañeros me dijeron que era bonita.
– Eso es, cuente ahora historias sobre los liceos de niñas.
La idea fija ensombrecía su rostro. Maria no se atrevía a soltar la gruesa mano que sentía húmeda; experimentó frente a ello cierta repugnancia: era la misma mano cuyo contacto hacía diez minutos la hacía palidecer. Antaño, esa sola mano, que retenía ahora durante un segundo, la obligaba a cerrar los ojos, a dar vuelta la cabeza. Ahora es una mano blanda y mojada.
– ¡ Sí!, ¡ quiero enseñarle a que conozca al doctor: soy porfiada!
La interrumpió para asegurarle que él también era porfiado:
– Mire, yo me juré que hoy usted no me manejaría a su gusto.
Dijo eso en voz tan baja, balbuceando, que ella pudo fingir no haberlo escuchado. Pero ensanchó el espacio existente entre los dos cuerpos, luego se levantó, abrió una ventana:
– No parece que hubiera llovido; está como para ahogarse. Por lo demás, todavía escucho la tempestad… A menos que sea el cañón de Saint-Médard.
Sobre las hojas, le mostró la atormentada cabeza de una profunda nube sombría, bordeada de sol. Pero Raymond cogió con sus dos manos los antebrazos de ella y la empujó hacia el diván. Ella trató de reír: "¡ Suélteme!"; y mientras más se debatía ella, más reía, queriendo dar a entender así que esa lucha era sólo un juego y que así lo entendía:
"Mocoso sucio, suélteme…" Su risa se transformaba en mueca; tropezando con el diván, vio de cerca miles de gotas de sudor sobre una frente baja; las aletas de la nariz salpicada de puntos negros; respiró un aliento agrio. Pero este fauno torpe, pretendía retener, con una sola mano, los puños de la joven; de una sacudida, María se liberó prontamente.
Estaba entre ellos ahora el diván, una mesa, un sillón. Maria jadeaba un poco, reía con risa forzada.
– ¿Entonces, usted cree, mi pequeño, que a las mujeres se las toma por la fuerza?
No reía, humillado en su joven virilidad, furioso con su derrota, herido en lo más vivo de ese orgullo físico, desmesurado en éclass="underline" orgullo que sangraba. Toda su vida recordaría ese minuto en el cual una mujer lo había encontrado repugnante (lo que no hubiera importado nada), pero también grotesco. Tantas victorias futuras, todas aquellas víctimas derrotadas, miserables, no suavizaron nunca la quemadura de esta primera humillación. Por mucho tiempo, ante ese solo recuerdo, hería con sus dientes sus labios, mordía, en la noche, su almohada. Raymond Courréges retuvo un llanto de rabia, sin pensar jamás que esa sonrisa de Maria pudiese ser fingida y que ella trataba de herir a un muchacho espantadizo; quería no traicionar el desastre que se producía en ella, ese derrumbe. ¡Ah, primero, que se aleje!
¡ Que la deje sola!
En otro tiempo, Raymond se extrañaba de sentir a su alcance la famosa Maria Cross: repetíase: "Esta mujercita tan sencilla es María Cross."
No tenía más que tender la mano: estaba ahí, sumisa, inerte, habría podido tomarla, dejarla caer, volver a tomarla; y de súbito el gesto de sus brazos tendidos había bastado para alejar vertiginosamente a esta Maria. ¡Ah! estaba ahí todavía; pero sabía con seguridad absoluta que, al igual que una estrella, nunca más la volvería a alcanzar. En ese momento descubrió su belleza: había estado tan ocupado en saber cómo coger el fruto, sin poner en duda ni por un minuto que ese fruto le era destinado, que nunca le había mirado; sólo te resta ahora devorarla con los ojos. Ella repetía con dulzura, con miedo de irritarlo, pero con terrible obstinación: "Necesito estar sola Raymond… compréndame: tiene que dejarme sola…" El doctor había sufrido porque Maria no deseaba su presencia; Raymond conocía un dolor más atroz: esa necesidad de no volver a vernos que el ser amado no disimula y no puede ocultar; nos rechazan, nos vomitan. Nuestra ausencia es necesaria en su vida; arde de ganas de que nos precipitemos en el abismo: "Apresúrate a salir de mi vida…" Nos atropella, porque teme nuestra resistencia. Maria Cross tendía a Raymond su sombrero, empujaba la puerta, desaparecía ante él, él que sólo deseaba irse y balbuceaba excusas tontas, sumergido en la vergüenza, siendo de nuevo un adolescente lleno de horror hacia él mismo. Pero apenas se cerró el portón, y el muchacho hubo llegado al camino, encontró de súbito las palabras que le hubiesen sido necesarias para lanzarlas al rostro de esa mujerzuela… ¡ Demasiado tarde! Y durante años lo torturó el pensamiento de que "él se había ido sin darle su merecido".
En tanto que durante el camino el corazón de Raymond se descargaba de todas las injurias con las cuales no había sabido abrumar a Maria Cross, la joven cerrando la puerta y luego la ventana, se había tendido. Más allá de los árboles, algún pájaro lanzaba a veces una llamada interrumpida como la confusa palabra de un hombre dormido. El arrabal retumbaba con los ruidos de los tranvías y de las sirenas; los cantos impregnados de vino de los sábados retumbaban sobre los caminos. Sin embargo, Maria Cross se ahogaba de silencio: no de un silencio exterior sino de un silencio que subía de lo más profundo de su ser, se acumulaba en el cuarto desierto, invadía la casa, el jardín, la ciudad, el mundo. Y en el centro de ese silencio que la ahogaba, vivía mirando dentro de sí misma esa llama, a la cual de súbito le faltaba todo alimento, aunque a pesar de todo, era inextinguible. ¿ De qué se alimentaba ese fuego? Recordaba que, a veces, en el ocaso de sus vigilias solitarias, surgía una última llamarada entre los escombros negros del fogón de la chimenea, que ella creía apagada. Buscó el adorable rostro del niño en el tranvía de las seis y ya no lo encontró. Sólo existía un pequeño granuja hirsuto, loco de timidez y excitación; tan distante esta imagen del verdadero Raymond Courréges como lo era aquella otra embellecida por su amor. Contra aquel que ella había transfigurado, divinizado, María se encarnizaba: "Por este mocoso sucio he sufrido, me he sentido bienaventurada." Ignoraba que había bastado con mirar a ese niño para que se transformara en un hombre del cual muchas otras iban a conocer las tretas, las caricias, los golpes. Con su amor, ella lo había creado, y terminaría su obra al despreciarlo: acababa de entregar al mundo un muchacho cuya manía sería probarse a sí mismo que era irresistible, a pesar de que una Maria Cross le hubiese resistido. En adelante, en todas sus futuras intrigas, se deslizaría una sorda enemistad, el gusto por herir, por hacer gritar al siervo en su poder; serían las lágrimas de María Cross las que vería correr durante toda su vida en rostros extraños. Sin duda, había nacido con ese instinto de cazador, pero sin María hubiese sido suavizado por alguna debilidad.