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El doctor ya lo llamaba su hijo, y esperaba que Madeleine cumpliera dieciocho años para finiquitar el matrimonio, cuando, al final del primer invierno en que se presentara en sociedad, la joven avisó a su padre que era novia del teniente Basque. La oposición furiosa del doctor duró meses, y no fue comprendida ni por su familia ni por la sociedad. ¿Cómo podía preferir, a ese oficial rico, de buena familia, de gran porvenir, un estudiantillo sin fortuna, salido de no se sabía dónde? Egoísmo de sabio, decían.

Las razones del doctor eran demasiado particulares como para que se las dijera a sus amigos. A partir de su primera objeción, comprendió que había llegado a ser un enemigo para esa hija querida; se persuadió a sí mismo de que ella se regocijaría con su muerte, que ante sus ojos él no era sino un viejo muro pronto a derrumbarse para que ella pudiera reunirse con el macho que la llamaba. Con el objeto de ver mejor, había puesto coto a su testarudez, para medir, además, el odio de esa su hija preferida. Su anciana madre estaba contra él y se hizo cómplice de los jóvenes. Se tejió miles de intrigas dentro de su propia casa para que los novios pudieran reunirse a su regalado gusto.

Cuando, por fin, cedió, su hija lo besó en la mejilla; él levantó un poco los cabellos, como antaño, para tocar con los labios su frente. A su alrededor se siguió diciendo: "Madeleine adora a su padre, siempre ha sido su preferida." Hasta la muerte, sin duda, oiría la voz de su hija: "Papaíto querido."

Entre tanto, era necesario soportar a ese Basque. La antipatía que el doctor le tenía traicionábase a pesar del inmenso esfuerzo que hacía por disimularlo. "Es extraño", decía la señora Courréges. "Paul tiene un yerno que en todo piensa igual que él. Sin embargo, no lo quiere." Justamente lo que el doctor no podía perdonar a ese muchacho era ese espíritu que deformaba y reducía a caricatura sus ideas más caras. El teniente pertenecía a aquellos seres cuya aprobación nos aplasta y nos lleva a poner en duda todas aquellas verdades por las cuales hubiéramos vertido nuestra sangre.

– Sí, padre; cuídese por amor a sus hijos; soporte que tomen medidas contra su voluntad.

El doctor abandonó la sala sin responder. Más tarde, el matrimonio Basque, refugiado en su cuarto (territorio sagrado del cual la señora Courréges decía: "No pondré jamás mis pies en éclass="underline" Madeleine me ha dado a entender que eso no le gusta; son cosas que no necesitan decírmelas dos veces y que las comprendo muy bien aunque me las insinúen"), se desvestía en silencio. El teniente, arrodillado, la cabeza enterrada en el lecho, se volvió súbitamente a su mujer y le preguntó:

– ¿Forma parte de los bienes la propiedad?

– Quiero decir, ¿fue comprada por tus padres después de su matrimonio?

Madeleine creía que sí, pero no estaba segura.

– Sería interesante saberlo, pues si tu pobre padre… tendríamos derecho a la mitad.

Calló de nuevo, y de súbito preguntó la edad de Raymond, y pareció fastidiarse al saber que sólo tenía diecisiete años.

– ¿Qué te importa? ¿Por qué me preguntas eso?

– Por nada…

Tal vez pensaba que un menor complicaba siempre una herencia, ya que levantándose dijo:

– Por mi parte, espero que tu pobre padre no nos dejará antes de muchos años.

El lecho, inmenso, abríase en las sombras ante la pareja. Iban a él como quien se sienta a la mesa al mediodía y a las ocho: en el momento de sentir hambre.

Durante esas mismas noches, Raymond se despertaba a veces: no sabía qué cosa cálida y desabrida chorreaba por su rostro, corría por su garganta; tanteaba con su mano buscando un fósforo; veía entonces cómo la sangre surgía de la ventanilla izquierda de su nariz, manchando su camisa y sus sábanas; levantábase y transido miraba en el espejo su largo cuerpo con manchas escarlatas; secaba en su pecho sus dedos pegajosos de sangre, divertíase con su rostro embadurnado, y simulaba ser a la vez el asesino y su victima.

CAPITULO CUARTO

Fue una tarde como otra cualquiera – a fines de enero, cuando en esas regiones ya declina el invierno -: Raymond, en ese tranvía rebosante de obreros, extrañóse al ver, frente a él, a esa mujer. Lejos de sufrir al verse perdido en esa carga humana, todas las tardes, imaginábase que era un inmigrante; se encontraba sentado entre los pasajeros del entrepuente, y el barco hendía las tinieblas; los árboles eran corales; los transeúntes y los coches eran los habitantes oscuros de esas grandes profundidades. Travesía muy breve, durante la cual no se le humillaría: ninguno de esos cuerpos era tan negligente ni tan mal tenido como el suyo. Cuando, en ciertas ocasiones, su mirada encontraba otra mirada, no veía en ella ninguna burla; de todos modos, su ropa era más limpia que esa camisa mal sujeta sobre un pecho de bestia velluda.

Sentíase incómodo entre esa gente, y no pensaba que hubiera bastado una palabra para que repentinamente surgiera ese desierto que separa las clases tal como separa a los seres. Ese contacto, esa inmersión comunitaria, en un tranvía que hendía los suburbios, era la única comunión posible. Raymond, tan brutal en el colegio, no rechazaba la cabeza zangoloteada de un muchacho de su edad, en el límite de sus fuerzas, cuyo sueño relajaba su cuerpo y lo desataba como se desata un ramo. Pero esa tarde vio, frente a él, a esa mujer, a esa señora. Entre dos hombres, cuyas vestiduras estaban untadas de grasa encontrábase sentada, vestida de negro, el rostro descubierto.

Preguntábase más tarde Raymond por qué, bajo su mirada, no había sentido la vergüenza que le producía la última de las sirvientas. No; ninguna vergüenza; ninguna timidez; tal vez porque en ese tranvía sentíase anónimo y no podía imaginar alguna circunstancia que le pudiera poner en contacto con esa desconocida. Pero especialmente porque no veía en sus rasgos nada que se asemejara a la curiosidad, a la burla, al desprecio. ¡ Sin embargo, cómo lo observaba ella! Con el cuidado, el método de una mujer que se decía: "Ese rostro me consolará de los miserables minutos que tengo que vivir en un transporte público; suprimo el mundo alrededor de esta sombría cara angélica. Nada puede ofenderme: la contemplación libera; está ante mí como un país desconocido; sus párpados son los bordes asolados de un mar; dos confusos lagos se adormecen en las fronteras de las cejas. La tinta, sobre los dedos, el cuello y los puños grises, ese botón que falta es sólo la tierra que mancha el fruto intacto de súbito desprendido de la rama y que, con mano tímida, tú recoges."

También él, lleno de seguridad, pues no temía ninguna palabra de esta desconocida, ningún puente que los uniera, la contemplaba con esa tranquila insistencia que sujeta nuestra mirada a un planeta…

(¡Qué pura se ha conservado su frente! Courréges lo mira con disimulo esa tarde, bañado en luz que no viene del pequeño bar rutilante; esa luz de la inteligencia, que no suele encontrarse en el rostro de una mujer: ¡ pero qué emocionante es encontrar esa luz y cómo nos ayuda a concebir que Pensamiento, Idea, Inteligencia, Razón sean palabras femeninas!)

Frente a la iglesia de Talence, la joven habíase levantado dejando sólo a los hombres su olor, y hasta ese mismo perfume se desvaneció antes de que Raymond hubiera descendido. No hacía mucho frío esa tarde de enero; el adolescente no pensaba en correr; la bruma traía esa dulzura secreta de la estación que se aproxima. La tierra estaba desnuda, pero ya no dormía.

Raymond, absorto, no vio nada esa tarde en la mesa familiar. Sin embargo, jamás su padre había mostrado un rostro tan demacrado: hasta tal punto que la señora Courréges enmudeció; no se podía correr el riesgo de "impresionarlo", les dijo a los Basque, después que el doctor subió con su madre; pero bajo su responsabilidad consultaría en secreto a Dulac. El cigarro del teniente apestaba la sala; de pie contra la chimenea, repetía: "No hay error posible, madre: está embromado." Sus palabras, a la vez breves y tartajeantes, eran las de una persona que ordenaba, y como Madeleine contradijera a su madre: