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– Tal vez sólo se trata de una crisis… El teniente la interrumpió:

– No, Madeleine: el caso es grave; tu madre tiene razón.

Como la joven se atreviera a objetarlo, gritó:

– ¡Te repito que tu madre tiene razón! ¿No te basta con eso?

En el primer piso, la abuela Courréges golpeaba suavemente en la puerta del cuarto de su hijo, que estaba sentado ante sus libros abiertos. No le había hecho ninguna pregunta, y tejía muda. Ya que el doctor no soportaba más el silencio, ya que necesitaba hablar, ella se le ofrecía, pronta a entenderlo; un instinto seguro la impedía, sin embargo, provocar la confidencia. El pensó, por algunos instantes, en retener el grito que lo ahogaba; pero hubiera sido necesario remontarse tan lejos, retomar la cadena entera de sus dolores, hasta el dolor de esa tarde… ¿Y cómo explicar la desproporción entre su sufrimiento y aquello que hizo nacer el sufrimiento de esa tarde? Pues sólo había ocurrido esto: a la hora convenida, el doctor acudió donde María Cross; un criado le había advertido que la señora no había regresado, y esa fue su primera angustia: aceptó esperarla en el salón desierto donde el reloj latía con más lentitud que su corazón. Una lámpara alumbraba las viguetas pretenciosas; sobre la mesa baja, cerca del diván, estaban, en un cenicero, todas esas colillas de cigarrillo: "Fuma demasiado… se intoxica." ¡Qué cantidad de libros! Pero no había ninguno que tuviera sus últimas páginas abiertas. Sus ojos siguieron los pliegues rotos de los grandes cortinajes de seda desteñida. Repitió: "Lujo y miseria, miseria y lujo…" Miró el reloj, luego el suyo, y decidió que se iría en un cuarto de hora más; le pareció entonces que el tiempo se precipitaba. Para que no le pareciera demasiado corto, el doctor no quiso pensar en su laboratorio, en el experimento interrumpido.

Habíase levantado, y aproximándose al diván se arrodilló; después de mirar con temor a la puerta, hundió su cabeza, en los cojines… Cuando volvió a levantarse, su rodilla izquierda crujió como de costumbre. Se plantó ante el espejo; tocó, con su dedo, el hueso temporal hinchado, y dijo en voz alta algo que, de haber sido sorprendido en ese minuto, hubiérasele tomado por loco. Acostumbrado a reducirlo todo a fórmulas, como un buen trabajador, pronunció: "En cuanto estamos solos nos volvemos locos. Sí: nuestro autocontrol sólo actúa cuando se le sostiene con el control que los demás nos imponen." ¡Ay! Bastó este raciocinio para agotar el cuarto de hora que se había fijado…

¿Cómo podría explicar a su madre, la cual está al acecho de una confidencia, la tristeza de ese minuto, la renuncia que se exigió a sí mismo, la huida de esa triste felicidad cotidiana que significaba conversar con María Cross? Todo no está en confesarse, ni siquiera en tener cerca de uno una confidente, aunque fuera la propia madre.

¿Quién de nosotros posee la ciencia de comunicar en pocas palabras nuestro mundo interior? ¿Cómo desprender de ese río que se mueve tal sensación y no tal otra? Nada se puede decir, desde el momento en que no se puede decirlo todo. Por otra parte, ¿qué entendería esa anciana que se encuentra allí de esa música profunda encerrada en su hijo y de sus desgarradoras disonancias? Ese hijo de otra raza, pues pertenece a otro sexo… sólo eso, el sexo, nos separa más que dos planetas entre sí… Frente a su madre, el doctor recuerda su dolor, pero no lo comunica. Cansado de esperar a María Cross, recuerda que recogió su sombrero, y entonces resonaron unos pasos en el vestíbulo, y su vida estuvo como en suspenso. La puerta se abrió, no ante la mujer esperada sino ante Víctor Larousselle.

– Mima demasiado a María, doctor.

Ninguna sospecha en la voz. El doctor había sonreído a ese hombre impecable, sanguíneo, vestido de color, que estallaba de satisfacción y seguridad:

– ¿Qué presa son, para ustedes los médicos, estas neurasténicas, estas enfermas imaginarias, eh? No: es una broma; sabemos su desinterés, pero tengo una gran suerte de que María haya caído en manos de un bicho raro como usted. ¿Sabe por qué no ha llegado todavía? La señora renunció a su coche: es su última chifladura. Dicho sea entre nosotros, creo que está un poco tocada; en una mujer bonita es un encanto más, ¿eh? ¿Qué piensa usted, doctor? ¡ Este bendito Courréges! Me agrada verlo; quédese a comer, María estará contenta; lo adora. ¿No? Al menos aguarde su regreso; sólo con usted puedo hablar de ella.

"Sólo con usted puedo hablar de ella…" De súbito, esta pequeña frase lacerante en ese hombre obeso y triunfante. “Esta pasión -habíase dicho el doctor en el coche que lo llevaba de regreso – escandaliza a la ciudad. Sin embargo, es lo único noble que existe en este imbécil. Descubre, a los cincuenta años, que es capaz de sufrir por culpa de una mujer, cuyo cuerpo, sin embargo, ha conquistado; pero eso no le basta. Su mundo, sus negocios, sus caballerizas: fuera de este universo existe para él y eternamente un principio superior por el cual sufrir… Tal vez no todo es locura en el concepto romántico de las pasiones. ¡ María Cross! ¡ María!: dolor, dolor por no haberla visto: pero, sobre todo, qué señaclass="underline" ¡ no había pensado ni siquiera en avisarle que no la encontraría! Debo importarle muy poco; renuncia a verme sin siquiera pensarlo dos veces… Para mí el infinito cabe en algunos minutos, minutos que no significan nada para ella…"

Algunas palabras despiertan al doctor: su madre ya no soporta el silencio: también ella ha seguido la pendiente de sus secretas preocupaciones, y sólo piensa en la herida desconocida de su hijo; retorna a aquello que le obsesiona: sus relaciones con su nuera:

– Me humillo ante ella; sólo le contesto: "¡Bien, hija, como usted quiera!" No la contradigo. Desde que Lucie me hizo sentir que la fortuna era de ella… A Dios gracias, ganas bastante dinero. Es verdad que, cuando tú te casaste con ella, tenías un porvenir, pero nada más; ¡ ella, en cambio, es una Boulassier d'Elbeuf! Sé perfectamente que sus fábricas no eran lo que son ahora; de todas maneras, ella podría haber realizado un matrimonio económicamente mejor: “Cuando se tiene, se desea más", me dijo a propósito de Madeleine. En fin, no nos quejemos: si no existieran los sirvientes, andaríamos mejor.

– Lo terrible en la vida, pobre mamá, es hacer convivir en una misma cocina sirvientes que no tienen los mismos patrones.

Puso sus labios en la frente de su madre, dejó la puerta entreabierta para que ella tuviera luz, y repitió maquinalmente: "Lo que hay de terrible en la vida…"

Al día siguiente, la chifladura de María Cross, con respecto a su carruaje, se mantenía todavía, pues Raymond vio en el tranvía a la desconocida sentada en el mismo lugar; sus tranquilos ojos tomaban otra vez posesión del rostro del niño, viajaban alrededor de sus párpados, seguían el límite de sus cabellos oscuros y deteníanse en la luz que iluminaba los dientes. Recordó que no se había afeitado desde antes de ayer; tocó con el dedo su mejilla enjuta, y luego, con vergüenza, escondió sus manos bajo la esclavina. La desconocida bajó los ojos, y en el primer instante él no se dio cuenta de que por falta de ligas de uno de sus calcetines habíase deslizado mostrando su pierna. No se atrevía a subírselo, y cambió de posición. Sin embargo, no sufría: lo que Raymond había odiado en los demás era la risa, aunque fuese disimulada; sorprendía el más mínimo estremecimiento en las comisuras de la boca, y sabía lo que significa un labio inferior mordido… Pero esa mujer lo contemplaba con un rostro extraño, inteligente y animal a la vez, sí: era el rostro de un maravilloso animal, impasible, que no conocía la risa. Ignoraba que su padre, repetidas veces, embromaba a Maria Cross por esa su manera de fijar en el rostro la risa como si fuera una máscara que caía de súbito sin que la mirada hubiera perdido nada de su imperturbable tristeza.

Cuando ella descendió frente a la iglesia de Talence y él sólo vio el cuero un poco hundido del asiento, allí donde ella habíase sentado, Raymond no dudaba que la volvería a ver al día siguiente; no podía responder a esa esperanza con ninguna razón valedera; simplemente tenía fe. Esa tarde, después de cenar, subió a su cuarto dos jarros de agua hirviente, descolgó la jofaina, y al día siguiente despertó más temprano, pues había decidido afeitarse, de aquí en adelante, todos los días.