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Tuvo la alegría antes de morir, de asistir a mi matrimonio, que fue inesperado. Su yerno Basque conoció muy bien a mi marido, que fue médico ayudante en su regimiento. Me adoraba, me hizo feliz. Después de su muerte, mi hijo y yo apenas teníamos de qué vivir, pero podría habérmelas arreglado: no fue la necesidad la que me perdió sino, quizá, lo que hay de más viclass="underline" el deseo de una buena posición, la certidumbre de ser desposada… Y ahora, lo que me retiene aún cerca de él es esa cobardía frente a la lucha que se debe emprender de nuevo, frente al trabajo, a la labor mal pagada…" Muchas veces, después de estas primeras confidencias, el doctor vio cómo se humillaba, cómo se condenaba sin misericordia.

¿Por qué repentinamente ese gusto detestable por alabarse? No era eso, sin embargo, lo que en la carta lo afectaba más cruelmente; le formulaba agravios pues mentíase a sí mismo y no osaba sondear esa otra herida mucho más profunda, la única en verdad insoportable: Maria deseaba no verlo más; afrontaba alegremente la separación.

¡ Ah!, esa frase de Maeterlinck que se refería a las almas que se conocerán sin el intermediario de los cuerpos, ¡ cuántas veces se la dijo a sí mismo, mientras el cliente le contaba su caso con interminables detalles, o la balbuceaba, aterrorizado, al paciente que no sabe que es un tísico! Verdad es que había sido un tonto al creer que una mujer joven gustara de su presencia. ¡ Tonto! ¡ Tonto! Pero, ¿qué pensamiento o razón puede preservarnos de ese dolor insoportable cuando el ser querido, cuya proximidad nos es necesaria físicamente en nuestra vida, se resigna, indiferente (satisfecho quizá) a nuestra eterna ausencia? No somos nada para aquella que lo es todo para nosotros.

El doctor, durante ese período, hizo un esfuerzo para vencerse: "Lo sorprendí otra vez ante el espejo", repetía la señora Courréges. "Está impresionado." El doctor sabía que su rostro desencajado de quincuagenario era el mejor espectáculo para predisponerlo a la calma, a la serenidad de la desesperación total. No pensar más en María sino como en una muerta.

Esperar uno mismo la muerte doblando la dosis de trabajo: sí, aporrearse, azotarse, alcanzar la liberación gracias al opio de un trabajo frenético. Pero él, que se escandalizaba cuando los otros mentíanse a sí mismos, se engañó de nuevo: "Necesita de mí. Me debo a ella como a todo enfermo…" Le escribió que juzgaba necesario no perderla de vista, que ciertamente tenía razón de tomar el tranvía; pero, ¿por qué salir todos los días? Rogaba que le indicara uno en que estuviera en casa. Ya encontraría tiempo para ir a verla a la hora acostumbrada.

Durante toda la semana esperó la respuesta. Cada mañana le bastaba con dar un vistazo sobre el montón de prospectos y de diarios: "No ha escrito aún." Calculaba: "Eché mi carta al correo el sábado; los domingos se distribuye sólo una vez; no le ha llegado sino el lunes. Si sólo ha esperado dos o tres días antes de responderme… sería suficiente para que la respuesta no llegara hoy. A partir de mañana me preocuparé."

Una tarde, por fin, en que volvía extenuado, encontró la carta:

…La visita al cementerio es para mí una obligación sagrada. Haga el tiempo que haga, estoy decidida a hacer ese peregrinaje. En el crepúsculo me siento más cerca de nuestro angelito. Me parece que sabe Ia hora de mi venida, que me espera. Es absurdo: lo sé; pero el corazón tiene sus razones, como dice Pascal. Me siento feliz, serena, cuando, por fin, subo al tranvía de las seis. ¿Sabe usted que es un tranvía de obreros? Pero eso no me produce miedo; me siento muy cerca del pueblo; y habiéndome separado de él en apariencia, ¿acaso no me acerco a él de esta manera? Miro esos hombres; me parecen tan solitarios como yo.

¿Cómo explicárselo? Tan desarraigados, tan anónimos. Mi casa es más lujosa que la de ellos. Sin embargo, es una casa en la cual nada me pertenece, como nada les pertenece a ellos… Ni siquiera nuestros cuerpos… ¿Por qué no pasa por mi casa más bien tarde, antes de regresar a la suya? Sé que a usted no le gusta encontrarse con el señor Larousselle; pero yo le advertiré que necesito verlo a solas; bastará con que, después de nuestra consulta, cambien algunas palabras amables… Se olvidó responderme acerca de mis papelillos y mis inyecciones.

En un comienzo, el doctor rompió esta carta y tiró los restos. Luego, de rodillas, los recogió enderezándose penosamente. ¿Acaso no sabía ella que él no soportaba la proximidad de Larousselle? No existía nada en ese hombre que no le pareciera odioso; ¡ah!, sin duda era de la misma especie de Basque: ese hocico bajo los bigotes teñidos, esos carrillos, esas espaldas anchas proclamaban una autocomplacencia a toda prueba. Esos gruesos muslos bajo el cover coat eran la satisfacción personificada. Ya que Larousselle engañaba a Maria Cross con lo más deleznable, se decía en Burdeos "que tenía a Maria Cross de adorno". El doctor era casi el único en saber que Maria seguía siendo la pasión de ese gran bórdeles, su secreta derrota por la cual reventaba la rabia. ¡ De todos modos la había comprado: ese imbécil era el único que la poseía! Habiendo enviudado tal vez la hubiera desposado si no existiera ese hijo, único heredero de la casa Larousselle; un ejército de niñeras, preceptores, sacerdotes lo preparaban para sus grandiosos destinos. Era imposible exponerlo al contacto de una mujer de esa especie, ni legarle un nombre disminuido por un matrimonio desigual. "¿Qué quiere que le diga, padre?", repetía Basque, muy afecto a las grandezas de su ciudad. "Estos sentimientos son muy notables. Larousselle es de buena familia. En todo es de una elegancia despampanante; es un señor: ese es mi punto de vista."

Si ella conocía el desagrado que le producía al doctor ese hombre, ¿cómo osaba fijar una cita a esa hora precisa en que le era imposible no dejar de darse de narices con el objeto de su desprecio? Llegó a pensar que había planeado premeditadamente ese encuentro para deshacerse de él. Después de haber escrito y enseguida roto, durante varias semanas, las cartas más furiosas y enloquecidas, por fin le dirigió una breve y seca, en la cual le exponía que ya que ella no se resolvía a quedarse sola en su casa ni siquiera una tarde, se debía sin duda a que se sentía muy bien y no necesitaba que se ocuparan de cuidarla. A vuelta de correo,, ella le envió cuatro páginas de excusas y protestas, advirtiéndole que lo esperaba todo el día, pasado mañana domingo:

…El señor Larousselle asistirá a la corrida de toros. Sabe que no me gustan esos espectáculos. Venga a compartir mi té. Lo espero hasta las cinco y media.

Jamás el doctor había recibido de ella una misiva tan poco sublime y en la cual se hablara menos de salud y tratamiento; la releyó varias veces y a menudo la tocaba en su bolsillo, convencido de que esa cita no sería como las otras y que podría declarar en ella su pasión. Pero como este científico había notado muchas veces que sus presentimientos no se realizaban, repetíase: "No, no; no se trata de un presentimiento… no es ilógico esperar: le escribí una carta despechado, a la cual ella contestó amistosamente; depende, pues, de mí darle a la conversación un giro más íntimo, más confidencial…"

En su coche, entre el laboratorio y el hospital, imaginaba esta entrevista sin aburrirse haciéndose las preguntas y las respuestas. El doctor era de esos seres imaginativos que jamás leen una novela porque no hay ninguna ficción que valga tanto para ellos como aquella que inventan y en la cual desempeñan el papel esencial. Firmada ya la receta, se encontraba aún en la escalera de la casa del cliente, cuando, como un perro que vuelve a encontrar el hueso enterrado, retornaba a sus imágenes, de las que algunas veces se avergonzaba y donde este hombre tímido gustaba el placer de doblegar los seres y las cosas bajo su voluntad todopoderosa. Dentro del campo espiritual, este ser escrupuloso no reconocía ninguna barrera, no retrocedía ante ninguna horrible matanza: llegaba hasta eliminar en pensamiento a toda su familia para crearse una vida diferente.