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Durante los dos días que precedieron a su entrevista con Maria Cross, si no pensó en descartar ese tipo de sugerencias, fue porque en ese episodio que él imaginaba para su dicha, no necesitaba suprimir a nadie sino simplemente romper con su mujer, tal como lo había visto hacer a algunos de sus colegas, sin otro motivo que el tedio mortal que le producía la convivencia con ella. Es tiempo aún, cuando se tiene cincuenta y dos años, de saborear algunos años de felicidad, emponzoñados tal vez por los remordimientos; ¿pero aquel que no ha poseído nada, como podría resistirse aunque sólo fuera a la sombra de una dicha? Ni siquiera su presencia servía para hacer más feliz a una esposa amargada… ¿Su hija, su hijo? Hacía tiempo que él había renunciado a ser amado por ellos. La ternura de sus hijos, ¡ ay! Desde el matrimonio de Madeleine sabía a qué atenerse respecto a ella; en lo que se refería a Raymond, no valía la pena de sacrificarse por lo que nos es inaccesible.

Esas imágenes en las cuales se complacía el doctor diferían bastante de sus ensoñaciones acostumbradas. Aun cuando de un golpe suprimiera una familia, indudablemente experimentaba un poco de vergüenza, pero de ningún modo remordimientos: más bien una sensación de ridículo: se trataba de un juego superficial en el cual lo más profundo de su ser no estaba interesado. No, jamás había pensado que él pudiera ser un monstruo y tampoco se creía diferente de los otros hombres, quienes según él se volvían todos locos en cuanto se encontraban a solas consigo mismo fuera del control del prójimo.

Pero en el transcurso de las cuarenta y ocho horas que vivió en la espera de ese domingo, se dio perfecta cuenta de que se adhería con todas sus fuerzas a un sueño y que ese sueño se transformaba en una esperanza. Escuchaba en su corazón la resonancia de la próxima conversación con esa mujer, y había llegado al punto de no poder imaginar que pudiesen pronunciarse otras palabras que aquellas que él imaginaba se pronunciarían entre ellos. Sin cesar retocaba el escenario, cuya parte esencial estaba contenida en el siguiente diálogo:

– Estamos tanto el uno como el otro en el fondo de un callejón sin salida. Sólo podemos morir contra un muro, o vivir para volver sobre nuestros pasos. Usted no sabría amarme, usted no ha amado jamás. Le queda sólo entregarse por entero a un solo hombre, capaz de no exigirle nada a cambio de su ternura.

En este punto creía oír la réplica de Maria:

– ¡Está loco! ¿Y su mujer? ¿Sus hijos?

– No me necesitan. Un muerto en vida tiene el derecho, si es capaz de hacerlo, de levantar la piedra que lo ahoga. Usted no podría medir el desierto que me separa de esa mujer, de ese hijo. Las palabras que les dirijo ni siquiera llegan hasta ellos. Los animales, cuando sus pequeños han crecido, los echan fuera. Y la mayoría de las veces, por lo demás, los machos ni siquiera los reconocen. Esos sentimientos que sobreviven a la función de procrear es un invento de los hombres. Cristo lo sabía; quiso que se le prefiriera a todos los padres y a todas las madres, y osó glorificarse de haber venido a separar el esposo de la esposa, y los hijos de aquellos que los han engendrado.

– Usted no pretenderá ser Dios.

– ¿Acaso no soy para usted su imagen? ¿No es a mí a quien debe el gusto por cierta perfección? (en este punto, el doctor se interrumpía: "¡ No, no, no debo introducir la metafísica!").

– ¿Pero su situación social, sus enfermos? Toda su vida de hombre que hace el bien… Piense en el escándalo…

– Si yo muriera, tendrían que prescindir totalmente de mí. ¿Quién es realmente indispensable? Y bien: se trata precisamente de morir, Maria: morir a esta pobre vida recluida y trabajosa para renacer con usted. Mi mujer conservaría la fortuna que le pertenece. No me sería difícil mantenerla. Me ofrecen una cátedra en Argel, y otra en Santiago… Dejaría a mis hijos todo lo que he podido ahorrar hasta hoy…

En este punto de la escena imaginaria, el coche se detuvo frente al hospital; el doctor franqueó el umbral con aire aún ausente, con los ojos de un hombre que surge de un encantamiento desconocido. Su visita terminada, entraba de nuevo en su sueño, lleno de una avidez secreta, repitiéndose: "Soy un loco… sin embargo…" El conocía entre sus colegas algunos que habían realizado el bello sueño. Era cierto que con su vida de escándalo habían preparado la opinión pública; la ciudad entera estaba acostumbrada a considerar al doctor Courréges como un santo. ¡ Pues bien!, ¡ precisamente porque había usurpado esa reputación, cuan liberado se sentiría de no sentir más su inmerecido peso! ¡ Ah! ¡ Ser despreciado al fin! Entonces sabría dirigir a Maria Cross palabras distintas a aquellas que le dirigía para llevarla entusiasmada al bien o de los consejos edificantes que le daba; sería un hombre que ama a una mujer y que la conquista violentamente.

Por fin ese domingo se levantó el sol. El doctor tenía por costumbre ese día no hacer sino las visitas indispensables sin pasar por la consulta que tenía en la ciudad, asaltada siempre por los clientes y en la cual sólo atendía consultas tres veces a la semana. Le causaba horror este cuarto en el primer piso de una casa enteramente ocupada por oficinas, y donde le era imposible, según él decía, leer o escribir una sola línea. Tal como en Lourdes hasta los más ínfimos exvotos ocupaban su lugar, el doctor había reunido entre esas cuatro paredes todo aquello con que lo había colmado su clientela agradecida. Después de haber odiado esos bronces artísticos, esas cerámicas austríacas, esos amorcillos de mármol reconstituido, esas porcelanas, esos barómetros-calendarios, había llegado a un punto en que sentía cierto gusto por ese horrible museo y en que se regocijaba cuando recibía "una obra de arte" de una singular fealdad: ¡ sobre todo, nada de antiguo! decíanse unos a otros los clientes deseosos de dar gusto al doctor Courréges.

Ese domingo en el que se había persuadido de que su entrevista con Maria Cross cambiaría su destino, consintió, sin embargo, en recibir hacia las tres de la tarde, en su consulta a un hombre de negocios neurasténico que no podía disponer de una sola hora libre durante la semana. El doctor se había resignado: de ese modo podría salir apenas hubiera terminado el almuerzo y ocuparía los últimos momentos disponibles antes del minuto tan ardientemente esperado y temido. No pidió su coche, ni trató de subir a los tranvías repletos: racimos humanos colgaban de los estribos, pues había un partido de rugby y era también la primera corrida del año: los nombres de Algabeno y Fuentes destellaban en los amarillos y rojos. A pesar de que la corrida no empezaba hasta las cuatro de la tarde, ya la muchedumbre deslizábase hacia las arenas en las apagadas calles de un domingo de tiendas cerradas. Los jóvenes llevaban sombreros de pequeñas y estrechas alas con cintas de colores o sombreros de fieltro gris claro que creían de procedencia española, y reían envueltos en nubes de tabaco ordinario. Los cafés desparramaban sobre la acera el fresco aliento del ajenjo. El doctor no recordaba haber vagado en esa forma entre la turba sin otra preocupación que matar las horas que lo separaban de cierta hora. ¡Qué extraño parecía esta ociosidad en un hombre sobrecargado de trabajo! No sabía ser ocioso; trató de pensar en el experimento que acababa de comenzar pero sólo pudo imaginar a Maria Cross tendida y leyendo.

De súbito desapareció el sol y la muchedumbre inquieta miró en el cielo una nube cargada. Alguien afirmó haber sentido caer una gota; pero el sol volvió a calentar a chorros. No, la tempestad no estallaría hasta que el último toro muriera.