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Tal vez, pensaba el doctor, las cosas no pasarían exactamente tal como él las había imaginado; pero de lo que estaba seguro – matemáticamente seguro – era de que no dejaría a Maria Cross sin que ella supiera su secreto; ¡ por fin el asunto sería planteado! Las dos y media… faltaba todavía una hora que matar antes de la consulta. Palpó en el fondo de su bolsillo la llave del laboratorio. No, apenas llegara tendría que volver a salir. La multitud se emocionó como si fuera presa de un viento súbito. Gritaban "¡Aquí están!" En viejas victorias cuyos cocheros eran a la vez sórdidos y gloriosos, aparecieron los matadores destellantes y sus cuadrillas. Extrañábase el doctor de no encontrar nada innoble en esos duros rostros demacrados: ¡ extraña clerecía roja y oro, violeta y plateada! De nuevo una nube mató la luz y ellos levantaron sus rostros enjutos hacia el azul empañado. El doctor hendió la turba y prosiguió ahora por estrechas calles desiertas. Un frescor de sótano reinaba en su consulta, donde mujeres en terracota y alabastro sonreían sobre columnas de malaquita.

El tic-tac de un reloj de pared estilo antiguo era más lento que el reloj de falsa porcelana Delft colocado en el centro de la larga mesa donde una mujer modern style, con el trasero puesto sobre un bloque de cristal, sujetaba unos papeles. Las figuras parecían cantar en coro el título de una revista que el doctor había leído en todas las esquinas de la ciudad: ¡Eso es lo único bueno!: hasta ese toro en imitación bronce con el hocico sobre su vaca. De una ojeada el doctor admiró su colección y pronunció a media voz: "La época más baja de la especie humana." Empujó una persiana, sacudió el polvo. Recorría el cuarto, frotábase las manos y decíase: "No necesitaré de preámbulos; las primeras palabras serán una alusión a la tristeza que sentí cuando pensaba que ella no deseaba verme más. Se extrañará: le diré que ya no puedo vivir sin ella y entonces, tal vez, tal vez…"

Oyó sonar el timbre; fue a abrir él mismo; introdujo a su cliente.

¡Ah! No sería ese cliente el que interrumpiera su ensueño; no había más que dejarlo hablar: el neurasténico parecía exigir sólo del médico la paciencia para escucharle. Sin duda se había formado de ellos una idea mística, ya que no retrocedía ante ninguna confidencia mostrando sus más secretas llagas. El doctor había vuelto en pensamiento al lado de Maria Cross: "Soy un hombre, Maria, un pobre hombre de carne y hueso como los demás. No se puede vivir sin felicidad: lo he descubierto muy tarde, ¿pero será demasiado tarde para que usted consienta en seguirme?" Como el cliente terminara de hablar, el doctor, con ese aire digno y triste que todos admiraban, dijo: "Tiene que tener, en primer lugar, fe en su voluntad. Si usted no se siente libre, no puedo hacer nada por usted. Todo nuestro arte fracasa frente a una idea falsa. Si usted cree ser la presa impotente de sus herencias, ¿qué espera de mí? Antes de ir más lejos, exijo que haga un acto de fe en sí mismo en su poder de domar esas fieras que no son usted."

Mientras el otro le interrumpía vivamente, el doctor levantóse y acercándose a la ventana, fingió mirar, entre los postigos entrecerrados, la calle vacía. Experimentaba horror por estas palabras falsas que sobrevivían en él y que correspondían a una fe muerta. Tal como recibimos la luz de un astro extinguido siglos atrás, alrededor de él las almas oían el eco de una fe perdida. Volvió hacia la mesa y se dio cuenta de que el pequeño reloj de falsa porcelana Delft marcaba las cuatro; despidió a su cliente.

“Tengo tiempo” decíase el doctor corriendo casi por la acera. Al llegar a la plaza de la Comedie, vio el tranvía asaltado por una multitud que salía de los teatros. No había un solo coche. Tuvo que ponerse en la fila y no cesaba de consultar su reloj: acostumbrado como estaba a su coche, había medido mal el tiempo. Trataba de tranquilizarse: poniéndose en el peor de los casos, se atrasaría media hora; eso era normal en un médico. Siempre Maria lo había esperado… Sí, pero en su carta ella había escrito: hasta las cinco y media… ¡las cinco, ya! "¡Eh! No empuje tanto, ¡oiga!", gritábale una señora gruesa y furibunda cuyo penacho de pluma hacíale cosquillas en la nariz. En el tranvía repleto, hirviendo, lamentó no haberse puesto su chaqueta y traspirando tuvo miedo de llegar sucio, maloliente.

No habían dado las seis, cuando bajó frente a la iglesia de Talence. Al comienzo apresuró el paso; luego, loco de inquietud, se puso a correr a pesar del dolor que sentía en el corazón. Una nube tempestuosa ensombrecía el cielo. El último toro de la corrida debía de estar sangrando ya bajo ese cielo tenebroso. Entre las rejas de los pequeños jardines, ramas polvorientas de lilas esperaban la lluvia como brazos tendidos. El doctor corría, bajo las gotas tibias y espaciadas, hacia la mujer que imaginaba en el diván, leyendo, sin desprender en seguida sus ojos del libro abierto… Pero al aproximarse a la puerta vio que salía. Se detuvieron. Iba sofocada: había corrido, al igual que él.

Dijo ella, con un aire imperceptible de despecho:

– Había escrito: a las cinco y media. El la observaba con ojos lúcidos:

– Se ha quitado el luto.

Maria miró su vestido de verano y contestó:

– ¿El morado no es, entonces, medio luto? ¡ Cuan diferente era ya todo de lo que él había imaginado! Una inmensa cobardía le inspiró estas palabras:

– Si usted pensaba que yo no vendría y tal vez la esperan en otra parte, lo dejaremos para otra vez.

Maria respondió con tono vivo:

– ¿Quién quiere usted que me espere? ¡Qué divertido es usted, doctor!

Ella volvía a subir hacia la casa seguida por él, dejando que su vestido de tafetán morado arrastrase por el polvo; al bajar su cabeza, el doctor veía su nuca. Maria pensaba que si había citado al doctor en domingo era porque estaba persuadida de que, ese día, el muchacho desconocido no tomaría el tranvía de las seis. De todos modos, loca de felicidad y esperanza al ver que el doctor no llegaba a la hora fijada, había corrido el albur, diciéndose:

"Aunque no hubiese más que una posibilidad entre mil que él hubiera tomado el tranvía por causa mía… ¡Ah! no podía perder esa dicha…" ¡Ay! jamás sabría si el muchacho desconocido, ese domingo, habría estado triste en el tranvía de las seis al no verla. La lluvia aplomada aplastábase sobre las gradas de la entrada por las cuales trepó con rapidez, escuchando, tras ella, resollar al viejo. ¡Ah, esa falta de oportunidad de aquellos seres en quienes no se interesan nuestros corazones y que nos han elegido sin que nosotros los hayamos elegido a ellos! Tan fuera de nuestra órbita: de los cuales nada quisiéramos saber y cuya muerte nos seria tan indiferente como sus vidas… sin embargo, ellos son los que llenan nuestra existencia.

Atravesaron el comedor, abrió las persianas del salón, se quitó su sombrero, se extendió y sonrió al doctor que buscaba desesperadamente algún fragmento de las frases preparadas. Ella le dijo:

– Está sofocado… Lo he hecho caminar demasiado rápido.

– No estoy tan viejo.

El doctor, como siempre, levantó sus ojos hacia el espejo colocado sobre el diván. ¿Y qué, no se había visto nunca todavía? ¿Por qué entonces, sentía cada vez ese golpe en el corazón, ese desolado estupor, como si esperara ver su juventud sonriéndole? Y preguntaba: "¿Y esa salud?" en el tono paternal y un poco grave con que siempre hablaba a Maria Cross. Nunca se había sentido ella tan bien y experimentaba al decírselo al doctor tal placer que se sentía compensada por su decepción. No, el muchacho desconocido, hoy domingo, no debía de estar en el tranvía. Pero mañana, sin duda alguna estaría, y ya ella se volvería por entero hacia esa futura felicidad, hacia esa esperanza cotidianamente burlada y que renacía cotidianamente: algo pasaría de nuevo, al fin él le dirigiría la palabra.

– Puede sin inconveniente suspender las inyecciones… (miraba en el espejo esa barba rala, esa frente árida y recordó las ardientes palabras que había preparado).

– Duermo; fíjese, doctor, ya no me aburro, y sin embargo no tengo ganas de leer. No podría terminar el Viaje de Sparte: puede llevárselo.