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– ¿Sigue sin ver a nadie?

– ¿Me cree usted una mujer capaz de alternar, repentinamente, con las amantes de esos caballeros, yo que hasta el momento he huido de ellas igual que de la peste? Soy la única de esta especie en Burdeos, usted lo sabe muy bien: no quiero intimar con nadie.

Sí, repetidamente había dicho lo mismo, pero en tono de queja, nunca con un aire tan apacible y tranquilo. El doctor percibía que esta alta llama no se estiraba ya hacia el cielo, no ardía ya en vano; había encontrado muy próximo a la tierra un alimento desconocido por él. No pudo dejar de decirle en tono agresivo que si bien ella no veía a esas señoras, veía en cambio algunas veces a esos caballeros. Sintió que enrojecía, sospechó que la conversación tomaba el giro que él había deseado tan ardientemente; en efecto, Maria preguntó riendo:

– ¡Eso sí que está bueno! ¿Doctor, no estará usted celoso? ¡ Es una escena de celos la que me está haciendo!… No, estoy bromeando – agregó inmediatamente – sé quién es usted.

¿Cómo podía poner en duda que realmente ella estaba riendo y que ni siquiera imaginaba que el doctor experimentara un sentimiento de esa naturaleza? Maria lo observaba con inquietud:

– ¿No lo he herido?

– Sí, Maria, usted me ha herido.

Pero ella no comprendió de qué clase de herida hablaba; insistió sobre su respeto, su veneración: ¿no se había rebajado él hasta ella? ¿No se había dignado elevarla algunas veces hasta él? Con un gesto tan falso como la propia frase, ella cogió la mano del doctor y la aproximó a sus labios. Este la retiró bruscamente. Maria Cross, molesta, se levantó, acercóse a la ventana y miró el jardín inundado. El doctor también se había levantado; le dijo sin volverse:

– Espere que pase el chubasco.

Permanecía parado en el salón sombrío.

Como hombre metódico, usaba este atroz minuto para arrancar de él todo deseo, toda esperanza. Pues bien, todo había terminado; todo lo que interesara a esta mujer no le concernía ya más; estaba fuera del juego. Su mano hizo en el vacío el gesto de barrer. Maria se volvió y le gritó:

– Ya no llueve.

Como el doctor permaneciera inmóvil, agregó que no quería echarlo, pero que sería bueno aprovechar la escampada. Le ofreció un paraguas; por un momento él aceptó, pero después lo rechazó porque lo mortificaba haber pensado: "Tendré que devolverlo; será otra ocasión para volver."

Ya no sufría; gozaba de la tempestad que concluía, pensaba en él mismo, o más bien en esa parte de él mismo como en un amigo del cual se aceptaba la muerte por la que ya no sufría más. La partida estaba jugada y perdida; no había que volver sobre eso; ya nada debía importarle salvo su trabajo. Ayer le habían telefoneado desde el laboratorio para decirle que el perro no había sobrevivido a la extirpación del páncreas.

¿Podría Robinson procurarse otro en la perrera? Los tranvías pasaban cargados de una multitud derrengada y ruidosa; pero sentíase contento al caminar en este arrabal lleno de lilas, que olía a campo debido a la lluvia de la tempestad, al crepúsculo. Ya no más sufrimiento; ya no más lanzarse como un furioso contra el muro de su prisión. Recogía, rechazaba, en lo más profundo de su ser, esa fuerza, todopoderosa desde su infancia, que, al contacto de tantas criaturas, habíase expandido fuera de él. A pesar de los anuncios luminosos, de los raíles brillantes; a pesar de los ciclistas, agachados sobre el volante en el cual amarraban lilas marchitas, el arrabal transformábase en campo, los bares se volvían albergues llenos de muleros que partían con el claro de luna; rodarían toda la noche como muertos, escondidos en sus carretelas, los rostros cara a las estrellas. En los umbrales, niños ya campesinos jugaban con moscardones abotagados. No lanzarse más contra ese muro.

¿Cuántos años hacía que él se gastaba en ese triste asalto? Volvióse a ver sollozando (casi medio siglo atrás) en la cabecera de su madre una mañana en que entraba de nuevo al colegio, y ella le gritaba: "¿No te da vergüenza llorar, pequeño holgazán, imbécil?" Ella no sabía que en él sólo existía la desesperación de separarse de ella; y desde entonces… esbozó de nuevo el gesto de limpiar, de despejar el lugar: "Veamos", dijo. "Mañana por la mañana…" Y como si se estuviera poniendo una inyección de morfina, se inyectó el quehacer cotidiano: ese perro muerto… Tenían que volver a comenzar. Pero, ¿no debía haber registrado a esa altura de la investigación hechos suficientes que confirmaran su hipótesis? ¡ Cuánto tiempo perdido!

¡ Qué vergüenza! El, que no sospechaba que el género humano estuviese interesado en cada uno de sus gestos en el laboratorio, ¡ cuántas jornadas había malgastado! La ciencia exige que se la sirva con pasión; no admite que se la comparta con otra cosa: "Ah, no seré nunca sino un sabio a medias." Creyó ver fuego entre las ramas; pero era la luna que se levantaba. Aparecieron los árboles que escondían la casa donde estaban reunidos aquellos a los cuales él tenía derecho a llamar los míos. ¿Cuántas veces había traicionado el juramento que renovó en ese momento en su corazón: “A partir de esta tarde, haré feliz a Lucie"? Apresuraba el paso, impaciente por demostrarse a sí mismo que esta vez no sería débil. Quiso pensar en su primer encuentro hacía veinticinco años, en un jardín de Arcachon, encuentro arreglado por uno de sus colegas. Pero no descubrió en él la imagen de la novia de aquellos lejanos tiempos, esa pálida fotografía borrosa: lo que él vio fue una mujer joven que se ha puesto medio luto, loca de felicidad porque él se ha atrasado y que se apresura a ir en busca de otro… ¿Quién era? El doctor sintió un agudo dolor, detúvose un segundo, y de súbito se puso a correr para aumentar la distancia entre él y ese ser que Maria Cross amaba; y experimentaba, en realidad, un alivio, como si cada paso lo acercara, sin él saberlo, a ese rival desconocido…

Sin embargo, esa tarde, apenas hubo traspuesto la puerta del comedor, en el momento en que Raymond y su cuñado se enzarzaban en la discusión, tuvo conciencia de ese florecer, de esa brusca primavera dentro de aquel extraño que había traído al mundo.

Se habían levantado de la mesa; los chicos ofrecían sus frentes a los labios distraídos de los mayores. Se fueron a sus cuartos, escoltados por la madre, la abuela y la bisabuela.

Raymond habíase aproximado a la puerta-ventana. El doctor se impresionó al ver el movimiento que hizo para tomar un cigarrillo de un estuche de cuero, golpearlo y encenderlo; un botón de rosa colgaba de su ojal, y sus pantalones tenían el pliegue necesario. El doctor pensó: "¡Es sorprendente cómo se parece a mi pobre padre!…" Sí, era el retrato del cirujano que, hasta cerca de los setenta años, había dilapidado en las mujeres la fortuna que le deparara la práctica de su arte. Fue el primero en introducir en Burdeos las ventajas de la asepsia; jamás prestó la menor atención a su hijo, al cual sólo llamaba "el pequeño", como si no recordara su nombre. Una mujer lo había traído una tarde, con la boca torcida y babeando; no se encontró ni su reloj, ni su billetera, ni el anillo de brillantes de su dedo índice. "Heredé de él un corazón capaz de apasionarse, pero no el don de gustar… Eso será para su nieto."

El doctor miraba a Raymond, que estaba vuelto al jardín, ese hombre que era su hijo. Después de ese día febril, le habría gustado confiarse, o más bien, enternecerse; preguntar a su chico: "¿Por qué no nos hablamos jamás? ¿Crees que no sabría comprenderte? ¿Hay tanta distancia entre un padre y un hijo? ¿Qué significan los veinticinco años que nos separan? Tengo el mismo corazón que tenía a los veinte años, y tú saliste de mí: es posible que tengamos gustos comunes, antipatías y tentaciones… Ese silencio que hay entre nosotros, ¿quién lo romperá primero? El hombre y la mujer por muy alejados que estén uno del otro, se vuelven a encontrar en un abrazo. Y hasta una madre puede atraer hacia sí la cabeza de su hijo crecido y besar sus cabellos; pero el padre no puede hacer nada, salvo el gesto que hizo el doctor Courréges al posar su mano sobre el hombro de Raymond, el cual, sobresaltado, se volvió. El padre, esquivando sus ojos, preguntó: