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Estalló en una risa muy ruidosa, pero ya sin timidez dijo:

– De todos modos nos encontraríamos en el tranvía… ¿ Usted se habrá dado cuenta de que tomo expresamente el de las seis de la tarde?… ¿no? ¡Qué gracioso! Porque, sabe, algunas veces llego demasiado temprano y alcanzo a tomar el de las seis menos cuarto… pero intencionadamente lo dejo pasar por causa suya. Ayer mismo, me fui antes que lidiaran el cuarto toro para alcanzar a verla, y usted no estaba; parece que Fuentes estuvo prodigioso en el último toro. Ahora que nos hemos hablado, ¿qué puede importar su nombre? Antes, me reía de todo… pero desde que sé que usted me mira…

Ese lenguaje que María hubiera juzgado bajo y vulgar en otro, le parecía de una deliciosa frescura, y más tarde, cada vez que atravesaba el camino por ese punto, recordaba lo que habían desencadenado en ella esas miserables palabras del escolar: una ternura, una dicha…

– De todos modos tendrá que decirme su nombre… por lo demás, podría preguntárselo a papá. Es fácil; una señora que baja siempre frente a la iglesia de Talence.

– Se lo diré; pero tendrá que jurarme que nunca le hablará de mí al doctor.

Sospechaba ahora que su nombre no lo alejaría de ella; pero fingió sentirse aún amenazada. "Entreguémonos al destino" – decíase – porque en el fondo se sentía segura de ganar. Un poco antes de llegar a la iglesia, quiso que él se fuera solo "a causa de los proveedores que la reconocerían y chismorrearían".

– Sí, pero no sin saber… Dijo rápidamente, sin mirarlo:

– María Cross.

– ¿María Cross?

Con su sombrilla hizo algunos hoyos en la tierra y agregó rápidamente:

– Espere a conocerme…

La miraba deslumbrado:

– ¡ María Cross!

Esa era la mujer cuyo nombre había escuchado un día de verano, en las avenidas de Tourny, a la hora del regreso de las corridas… Pasaba en su calesa de dos caballos… alguien cerca de él, repetía: "¡Hay que ver estas mujeres!" Y de súbito recordó la época en que un tratamiento de ducha lo obligaba a salir del colegio antes de las cuatro de la tarde: en el camino dejaba atrás al joven Bertrand Larousselle lleno ya de orgullo, sus largas piernas calzadas con polainas de cuero color amarillo; a veces lo escoltaba un sirviente, a veces un sacerdote de guantes negros y cuello alto; el piadoso y puro Bertrand devoraba con sus ojos cuando pasaba junto a él "el sucio individuo", sin sospechar que ante los ojos del sucio individuo era él mismo un chico misterioso. La señora de Víctor Larousselle vivía todavía en esa época y en la ciudad, y en el colegio corrían rumores absurdos: Maria Cross, decían, quería casarse y exigía de su amante que despachara a todos los suyos; otros aseguraban que esperaban que la señora Larousselle muriera de cáncer para poder casarse por la Iglesia. Muchas veces, tras los vidrios de una berlina, había divisado, al lado de Bertrand, esa madre exangüe de la cual las señoras Courréges y Basque decían: "¡ Esta sí que ha sufrido!" ¡Cuánta dignidad dentro de su martirio! De ella se puede decir que ha hecho su purgatorio en vida…

A un hombre como ése yo le escupiría mi desprecio a la cara y lo dejaría plantado…" Un día, Bertrand Larousselle salió solo; escuchaba tras él silbar al sucio individuo, y apresuró el paso; pero Raymond se acercó a él, y no despegaba la vista del abrigo corto y de la gorra de un género inglés tan bonito. ¡ Cuan hermoso le parecía todo lo de ese muchacho! El pequeño Bertrand echóse a correr, y un cuaderno se deslizó de su cartera. Cuando se dio cuenta de ello, Raymond ya lo había recogido; el niño volvió sobre sus pasos, pálido de miedo y de cólera: "¡ Devuélvemelo!"; pero Raymond se burlaba, y leía, a media voz, sobre la tapa: "Mi diario."

– Debe ser muy interesante el diario del pequeño Larousselle…

– Devuélvemelo.

Raymond franqueó corriendo el umbral del Parc Bordelais, tomó una avenida desierta; tras él oía una pobre voz jadeante: "¡Devuélvemelo! Te acusaré." Pero el sucio individuo, al abrigo de un macizo, se mofaba del pequeño Larousselle, el cual sin aliento y tendido sobre la hierba lloraba con grandes sollozos.

– Toma: aquí tienes tu cuaderno… tu diario… ¡Idiota!

Levantó al niño, secó sus ojos, sacudió su abrigo inglés. ¡Qué inesperada dulzura en ese bruto! El pequeño Larousselle fue sensible a ella, y sonreía ya a Raymond cuando, de súbito, éste no pudo resistir a una grosera fantasía.

– Dime, ¿has visto alguna vez a Maria Cross? Bertrand, rojo, recogió su cartera, y se largó sin que Raymond pensara en seguirlo.

Y ahora Maria Cross… La devoraba con los ojos… La creía más grande, más misteriosa. Esa pequeña mujer, vestida de morado, era Maria Cross. Viendo la turbación de Raymond, balbuceaba:

– No crea… No vaya a creer…

Temblaba ante ese juez que le parecía angelical; no percibía en él el ángel de la impureza. No sabía que la primavera era muchas veces la estación del barro, y que este adolescente podía ser sólo una mancha. No tuvo fuerzas para soportar el desprecio que ella imaginaba en el muchacho; y con un adiós dicho casi en voz baja, emprendía ya la fuga, pero él la alcanzó:

– Hasta mañana por la tarde, ¿no es verdad?, en el mismo tranvía.

– ¿Lo quiere usted?

Al alejarse, ella se dio vuelta dos veces hacia él, que estaba inmóvil y pensaba: "¡Maria Cross está encaprichada de mí!" Repetía como si no pudiera creer en su suerte: “¡Maria Cross está encaprichada de mí!”

Aspiraba la tarde como si la esencia del universo hubiese estado contenida en ella, y él se sintiese capaz de acogerla en su cuerpo henchido. María Cross estaba encaprichada de él…, ¿Se lo diría a sus compañeros? Ninguno le creería. Aparecía ya la espesa cárcel de hojas donde los miembros de una sola familia vivían tan confundidos y separados entre ellos como los mundos que forman la Vía Láctea.

¡Ah!, esa jaula se hacía pequeña para contener su orgullo en esa tarde. La contorneó, y se hundió en un espeso bosque de pinos, el único que no estaba cerrado y al cual llamaban el Bois de Berge. La tierra sobre la cual se acostó estaba más caliente que un cuerpo. Las agujas de pinos cavaron signos en las palmas de sus manos.

Cuando entró en el comedor, su padre cortaba las páginas de una revista y respondía a una observación de su mujer:

– No leo: miro los títulos.

Nadie pareció escuchar el saludo de Raymond, salvo su abuela:

– ¡Ah!: ahí viene mi briboncillo… Y al pasar al lado de su silla, lo retuvo y atrajo hacia ella:

– Hueles a resina.

– Estuve en el Bois de Berge.

Lo midió con la mirada, complaciente, y masculló en un tono de ternura, este insulto: -¡ Canalla!

Sorbía su sopa produciendo mucho ruido, como un perro. ¡Qué pequeña le parecía toda esa gente! El planeaba en el sol. Sólo su padre le parecía cercano. ¡ Conocía a María Cross! Había estado en su casa, la había cuidado, la había visto en cama, había apoyado la cabeza contra su pecho y su espalda… ¡María Cross, María Cross! Ese nombre lo ahogaba como si fuera un coágulo de sangre; sentía en su boca su dulzura cálida y salada, y en fin, la tibia marea de ese nombre hinchó sus mejillas, y escapó afuera:

– Esta tarde vi a María Cross.

El doctor lo miró con una mirada fija. Le preguntó:

– ¿Cómo supiste que era ella?

– Estaba con Papillon, el cual la conocía de vista.

– ¡Oh!, ¡oh! -exclamó Basque-. ¡Raymond hizo una conquista!

Una niñita repitió:

– Sí, sí, ¡Raymond tontón hizo una conquista! Movía sus hombros rezongando. Su padre desvió los ojos, e hizo una pregunta:

– ¿Estaba sola?

Y como Raymond respondió: "Sola", el doctor empezó de nuevo a cortar las páginas. La señora Courréges, sin embargo, agregó:

– Es curioso que esas mujeres os interesen más que las otras. ¿Qué puede haber de extraordinario en ver pasar a esa criatura? Cuando era camarera ni siquiera la habríais mirado.

El doctor la interrumpió:

– Pero, ¡vamos!, ¡no ha sido nunca camarera!

– Por lo demás – proclamó Madeleine bruscamente -, no habría tenido por qué avergonzarse de aquello: ¡ muy al contrario!