Si los dos Courréges, padre e hijo, se nos presentan nítidamente, bajo una luz como de escena iluminada por una claridad fulgurante y tormentosa, de relámpago súbito, a María Cross, esa mujer que a expensas de un hombre rico y casado vive en una casa lujosa y miserable de los alrededores de Burdeos, la vemos con los ojos de dos hombres que un día descubren una relación distinta de la sangre: padre e hijo se descubren "parientes por parte de María Cross". No estamos, sin embargo, seguros de conocerla a través de los ojos turbados de estos dos hombres. María Cross queda lejana, lo mismo en sus tardes de lectura, música y pereza que en su ciudadela tardía de casada. Pero de lo que no nos queda duda es de que también ella tiene ante sí un desierto. En la noche, "atraída, como aspirada por la tristeza vegetal" – nos dice el novelista, en unas líneas en que la vida humana y la de la naturaleza se combinan de manera característica -, María siente la tentación de perderse, de disolverse, "para que al fin su desierto interior se confundiera con el del espacio, para que el silencio en ella no fuera ya diferente del silencio de las esferas".
La metáfora del desierto no sólo surge en estas páginas a propósito de María Cross. También el doctor Courréges habla una vez del desierto que le separa – pues el desierto separa – de su mujer y sus hijos; y en otra ocasión piensa en un desierto entre él y aquella mujer, desierto que tampoco hubiera podido franquear aunque hubiera tenido veinticinco años… En estos desiertos interiores, la pasión produce de vez en cuando la ilusión fugaz de una compañía, quizá incluso de una comunión. La relación de persona a persona se descubre en revelaciones instantáneas, en momentos fugaces. Mauriac tiene el don de condensar mucha vida en una escena breve; por eso pudo ser también dramaturgo, aunque en el teatro le falta ese calor húmedo de la descripción significativa de paisaje y objetos, esa atmósfera que envuelve y sofoca, esa visión febril. El aire febril – el adjetivo es inevitable – se muestra también, por cierto, en los cambios repentinos, en los descubrimientos bruscos. La vida, le hace observar Mauriac al doctor Courréges, ignora la preparación. De pronto se rompen las amarras, se leva el ancla, el barco se mueve y no se sabe aún que se
mueva, pero al cabo de una hora no será más que una mancha en el mar. No es la muerte lo que se lleva a los que amamos; al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. Mauriac concluye sombríamente: "la muerte es la sal de nuestro amor; es la vida la que disuelve el amor".
El estilo -y el talante de Francois Mauriac tienen su sitio en una tradición francesa del drama interior. Mauriac meditó y aprendió bajo las sombras graves de Pascal y de Racine. Del primero recibió la frase temblorosa y rápida, la iluminación al sesgo, el atajo súbito y revelador; del segundo, la frase noble, la alta y contenida palpitación, un poco solemne. De ambos, un sentido dramático – no digamos trágico – del cristianismo. Cuando se escribe que Mauriac es un novelista católico francés, hay quien entiende que es una especie de novelista ideológico, doctrinal, o quizá simplemente sujeto a una ortodoxia. Y el novelista Mauriac no tiene mucho que ver con eso. Más cierto sería decir que Mauriac no hubiera sido el novelista que fue si no se hubiera educado en el ambiente devoto y burgués de una familia de Burdeos a principios de siglo y no se hubiera nutrido de las turbadoras memorias de su adolescencia y de las lecturas espiritualmente próximas y reveladoras de Pascal y Racine. Que es como decir que puede situársele con toda naturalidad en el panorama – y en la tradición – de la literatura francesa. O, expresado de otra manera, que pertenece a la familia formada por los que el epígrafe de una colección llama "escritores de siempre".
LORENZO GOMIS
CAPITULO PRIMERO
Durante muchos años, Raymond Courreges alimentó la esperanza de volver a encontrar en su camino a Maria Cross, pues deseaba ardientemente vengarse de ella. Muchas veces siguió en la calle a una transeúnte pensando que era aquella a la cual buscaba. Luego el tiempo había apaciguado en tal forma su rencor que, cuando el destino volvió a ponerlo frente a esa mujer, no experimentó, en el primer momento, esa mezcla de felicidad y furor que un encuentro semejante debía haberle producido. Cuando entró aquella tarde en un bar de la calle Duphot, no eran más que las diez de la noche, y el mulato del jazz canturreaba solo ante un maítre de hotel atento. En la estrecha boíte, donde hasta la medianoche las parejas estarían pisoteándose, roncaba, como si fuera una gorda mosca, un ventilador. Al portero, que extrañado dijo: "No estamos acostumbrados a verlo tan temprano, señor…", Raymond contestó sólo con una señal de la mano indicando que interrumpieran ese zumbido. El portero, confidencialmente, quiso en vano convencerlo de que "el nuevo sistema, sin producir viento, absorbía el humo". Courréges le dio tal mirada que el hombre se batió en retirada hacia el guardarropa; pero, en el techo, el ventilador calló como si hubiera sido un moscardón que se detiene en el vuelo.
El joven, entonces, después de haber deshecho la línea inmaculada de los manteles y luego de haber reconocido en el espejo su rostro, que se mostraba como en uno de sus peores días, interrogóse: "¿Qué es lo que no marcha?" ¡ Cáspita! Odiaba las tardes perdidas, y esta sería una tarde perdida por culpa de ese animal de Eddy H… Debió forzar al muchacho, cazarlo en su redil para traerlo al cabaret. Durante la comida, y apenas se hubo sentado en el borde de la silla, impaciente, Eddy se excusó de su falta de atención, pues le dolía la cabeza. Se aprontaba ya para un placer futuro y próximo. Una vez que hubo tomado su café, Eddy huyó, alegre, brillantes los ojos, las orejas rojas, las ventanillas de la nariz abiertas. Durante todo el día Raymond habíase hecho una agradable imagen de esta tarde y de esa noche; pero sin duda Eddy había preferido ofertas de placer más refrescante que ninguna confidencia.
Extrañóse Courréges de sentirse no sólo decepcionado y humillado sino también triste. Se sentía escandalizado al ver que cualquier camarada le resultaba irreemplazable. Eso era una novedad en su vida: hasta los treinta años había sido incapaz de ese desinterés que exige la amistad. Por lo demás se encontraba demasiado ocupado con las mujeres; había, pues, despreciado todo aquello que no le parecía objeto de posesión, y podía haber dicho, como un niño goloso: “Sólo amo aquello que se devora.” En ese tiempo usaba a sus amigos como testigos o como confidentes: para él un amigo era antes que nada un par de orejas. Gustaba también de probarse a sí mismo que los dominaba, que los dirigía; tenía la pasión de influir, y halagábale poder desmoralizarlos metódicamente.