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– Me molesta tener que pasar ante el jardinero.

– Pero si le digo que no hay jardinero. Vivo en una propiedad vacía; el señor Larousselle no logra arrendarla; me puso allí como cuidadora.

Raymond soltó la risa:

– ¡ Es usted la jardinera, entonces!

La joven dobla los hombros, esconde el rostro, balbucea:

– Todas las apariencias me abruman. Nadie está obligado a saber que acepté de buena fe la ocupación. Francois necesitaba el aire del campo…

Raymond conocía el estribillo, y se dijo a sí mismo: "Sigue hablando." La interrumpió:

– Entonces usted dice que no hay jardinero… Pero los sirvientes…

Lo tranquilizó: el domingo le daba permiso a Justine, su única criada; era esposa de un chófer que venía por la noche a dormir para que hubiera un hombre en casa; los alrededores no son seguros; pero el domingo por la tarde, Justine salía con su marido. Raymond no tendría más que entrar; atravesaría el comedor a la izquierda; el salón se encontraba al fondo.

Raymond cava la arena con su talón, absorto; tras los ligustros, rechinan los balancines; una vendedora les ofrece panecillos polvorientos, bastoncillos de chocolate envueltos en papel amarillo. Raymond dice que no ha merendado y le compra un croissant y un chocolate con almendras. En ese minuto, ante ese chico que rompe el pan de su merienda, Maria conoce su inexorable destino: nada hay de turbio en el nacer de sus deseos; sin embargo, todos sus actos ofrecen una apariencia monstruosa. Cuando en el tranvía esa figura empezaba a ser el descanso de sus ojos, ella no pensaba en nada malo: ¿por qué había de resistirse a una ternura tan poco sospechosa? Por lo demás, un ser que tiene sed, no desconfía de la fuente que encuentra. "Si quiero recibirlo en mi casa, es porque en la calle, en el banco de un jardín público, no podría conocer su secreto… No obstante, visto por fuera, sólo aparece eso: una mujer de veinte y siete años, una mujer mantenida atrae a su casa un adolescente: el hijo del único hombre que ha confiado en ella y que jamás le ha tirado una piedra…" Después de que se hubieron separado, un poco antes de la Croix -de-Saint-Genes, pensaba todavía: “Quiero que venga, pero no para mal, no para maclass="underline" ese pensamiento me da náuseas. Sin embargo él desconfía, ¿y cómo no había de desconfiar? Todos mis actos tienen un lado inocente vuelto hacia mí y un lado abominable vuelto hacia el mundo. Pero tal vez es el mundo el que está en la razón…" Pronunció un nombre, luego otro… Si ella era despreciada por actos en los cuales su voluntad no había intervenido, recordó otros realizados en secreto, que sólo ella conocía…

Empujó el portón que abriría Raymond el domingo por primera vez; remontó la avenida llena de hierbas (no hay jardinero). El cielo estaba tan cargado que era increíble que las nubes no reventasen: cielo que parecía descorazonado por la sed universal. Las hojas colgaban marchitas. La criada no había cerrado las persianas; gruesas moscas chocaban contra los plintos. Maria sólo tuvo fuerzas para lanzar su sombrero sobre el piano; sus zapatos ensuciaron el diván: no había otro gesto que hacer salvo fumar un cigarrillo. ¡Ah!, pero también existía eso: esa molicie de su cuerpo a pesar de una imaginación febril. ¡ Cuántas tardes perdidas en este lugar, el corazón enfermo de tanto fumar! ¡Cuántos planes de evasión, de purificación, preparados y destruidos! Tendría que, en primer lugar, haberse levantado, haber hecho diligencias, haber visto gentes… "Pero si renuncio a enmendar mi vida exterior, sólo me queda permitirme aquello que mi conciencia no repruebe o no la inquiete. Así ese chico Courréges…" Ya se sabía, sólo lo atraía hacia ella por esa dulzura que ya había conocido en el tranvía de las seis: sentirse reconfortada por una presencia, por una triste y unida contemplación; pero en su casa esa contemplación sería más cercana que en el tranvía y más a su gusto. ¿Nada más que eso? ¿Nada más que eso? Cuando la presencia de un ser nos conmueve, nos estremecemos pronto a pesar de nosotros con las posibles prolongaciones, con las indefinidas perspectivas que nos perturban. "Me habría cansado pronto de contemplarlo, si no hubiera sabido que respondía a mis manejos y que un día intercambiaríamos palabras… No imagino, pues, nada entre nosotros en ese salón, sino un cambio de palabras confiadas, de cariños maternales, de tranquilos besos; pero ten el valor de confesarte que presientes, más allá de esa dicha pura, una zona prohibida y a la vez abierta: nada de fronteras que franquear, un campo libre para hundirse poco a poco en él, unas tinieblas donde desaparecer como por casualidad… ¿ Y después?, ¿quién nos prohibe la felicidad?, ¿no podría hacer feliz a ese chico?… Este es el punto en que empiezas a engañarte: es el chico del doctor Courréges, ese santo doctor… ¡El ni siquiera admitiría que se le planteara la pregunta! Le decías un día, riendo, que dentro de él la ley moral resplandecía igual que el cielo estrellado sobre nuestras cabezas…"

Maria oyó caer gotas sobre las hojas, un ruido de tempestad indecisa, cerró los ojos, se recogió, concentró su pensamiento en el rostro querido del joven tan puro (que ella quería que fuera puro) y, que, sin embargo, en ese minuto apresura el paso, huye del mal tiempo y piensa: "Papillon dice que es mejor apresurar las cosas"; dice: "Con esas mujeres, sólo resulta la brutalidad, no les gusta más que eso…" Perplejo, miraba retumbar el cielo y de súbito echó a correr, su esclavina sobre la cabeza, tomó el camino más corto, saltó un macizo, tan ágil como una cabra montes.

La tempestad se alejaba, pero él permanecía ahí y el propio silencio lo delataba. Entonces, Maria Cross, sintió nacer en ella una inspiración, de la que estaba segura, no había que desconfiar; levantóse, se sentó a la mesa y escribió: No venga el domingo, definitivamente ni el domingo ni nunca. Es por su bien por lo que consiento en este sacrificio… Debía haber firmado ahí, pero un demonio la hizo agregar una página más: Usted ha sido la única dicha de una vida perdida y atroz. En nuestros retornos durante el invierno, yo reposaba en usted y usted no lo sabía. Pero ese rostro era sólo el reflejo de un alma que yo deseaba poseer: no ignorar nada suyo, ser la respuesta de sus inquietudes, apartar las ramas frente a sus pasos, llegar a ser para usted más que una madre, mejor que una amiga… He soñado eso… pero no depende de mí ser otra persona… Usted respiraría a pesar suyo, a pesar mío, la atmósfera corrompida donde me ahogo… Escribió largo rato todavía. La lluvia caía y no se escuchaba otro ruido sino el correr de ella. Cerraron las ventanas. Los granizos retumbaron en el atrio. Maria Cross tomó un libro; pero estaba demasiado oscuro a causa de la tempestad; no se encendieron las lámparas. Entonces, ella se sentó frente al piano; tocaba inclinada hacia delante, como si su cabeza se sintiera atraída por sus manos.

Al día siguiente, viernes, Maria experimentó una confusa alegría al ver que la tempestad había empeorado el tiempo y pasó todo el día en bata, leyendo, escuchando música y holgazaneando; trató de recordar cada término de su carta, imaginando cuál sería la reacción del pequeño Courréges. El sábado, después de una tarde muy pesada, empezó de nuevo a llover, y Maria supo el motivo que le producía tanto placer: el mal tiempo sería un pretexto para no salir el domingo, como había sido su primera intención: si el pequeño Courréges acudía a la cita a pesar de la carta, ella estaría allí.

Habiéndose alejado un poco de la ventana después de ver cómo chorreaban las gotas en la avenida, habló con voz firme, como comprometiéndose solemnemente: "Haga el tiempo que haga, saldré."

¿Hacia dónde iría? Si Francois hubiese estado vivo lo habría llevado al circo… Algunas veces iba al concierto y ocupaba un palco para ella sola o más bien un palco de platea; pero el público la reconocía rápidamente: adivinaba su nombre en el movimiento de sus labios; los gemelos la entregaban, próxima e indefensa, a ese mundo enemigo. Una voz decía: "No se puede negar, esas mujeres saben vestirse. – Con tanto dinero no es difícil -. Y además esas mujeres sólo se preocupan de su cuerpo." Algunas veces, un amigo del señor Larousselle dejaba el palco del Club y venía a saludarla; volviéndose a medias hacia la sala, reía alto, orgulloso de hablar en público con Maria Cross.