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La mala suerte de Raymond fue haber venido después de esos días en que Maria Cross había soñado y sufrido tanto por culpa de él. A la primera mirada se sintió molesta al comprobar que no podía llenar el vacío entre su infinita agitación y aquel que lo había producido. No tuvo conciencia de su decepción:

– ¿Viene de la peluquería?

Nunca lo había visto así, los cabellos demasiado cortos, lustrosos… Tocó con la mano en sus sienes, la lívida marca de un golpe. El dijo:

– Fue al caerme del columpio; tenía ocho años.

Ella lo observaba. Trataba de ajustar a su deseo, a su dolor, a su anhelo, a su renunciamiento, este muchacho fuerte y demacrado a la vez, ese perro joven y grande. Miles de sentimientos surgieron en ella a propósito de él, todo lo que podía ser salvado se agrupaba cualquiera fuera su valor, alrededor de este rostro, tenso, enrojecido. Pero ella no reconocía cierta expresión de los ojos y de la frente, esa violencia del temeroso que ha decidido vencer, del cobarde resuelto a la acción. Nunca, sin embargo, le había parecido él tan pueril. Con tierna autoridad, le dijo lo que antaño decía ella tan a menudo a Francois:

– ¿Tiene sed? Le daré luego jarabe de grosellas, pero cuando ya no esté bañado en sudor.

Le mostró un sillón, pero él se sentó en el diván donde ella ya se había extendido y le aseguró que no tenía sed:

– En todo caso, no es sed de jarabe la que tengo. María cubrió sus piernas, un poco descubiertas, con el vestido, lo que le mereció esta alabanza:

– ¡Qué lástima!

Entonces, cambiando de posición, se sentó al lado del joven, que le preguntó por qué no permanecía extendida:

– ¿No la atemorizo, al menos?

Palabra que reveló a María Cross que, efectivamente, tenía miedo: ¿miedo de qué? Era Raymond Courréges, el pequeño Courréges, el hijo del doctor.

– ¿Como está su querido padre?

Alzó sus hombros y avanzó el labio inferior. Maria le ofreció un cigarrillo que él rechazó; encendió uno y, poniendo los codos sobre las rodillas, dijo:

– Sí, ya me había contado que no había mucha intimidad entre usted y su padre; es la regla del juego: los padres y los hijos… Cuando Francois venía a esconderse entre mis rodillas, pensaba: “Aprovechémoslo, no durará siempre.”

Maria Cross se equivocaba sobre el significado de los hombros alzados y la mueca en los labios de Raymond. Quería alejar, en ese momento, el recuerdo de su padre, no porque le fuera indiferente sino porque estaba obsesionado con él, después de lo que había pasado entre ellos, anteayer. Después de cenar el doctor había alcanzado a Raymond en la avenida de las viñas, donde fumaba solo, y había caminado al lado de él en silencio, como un hombre que retiene una palabra. "¿Qué querrá?", preguntábase Raymond entregado por entero al placer cruel de callarse, el mismo placer de las madrugadas de otoño en la berlina de cristales que chorreaban. Más aún, había apresurado con maldad el paso, porque había observado que a su padre le era difícil seguirlo y se quedaba un poco atrás. Pero de súbito, no oyéndolo resoplar más, se había vuelto hacia atrás: la silueta negra del doctor permanecía inmóvil en medio de la avenida de las viñas; apretaba contra su pecho las dos manos y vacilaba como si estuviese ebrio; dio algunos pasos y se sentó pesadamente entre dos cepas.

Raymond se precipitó de rodillas; pendía la cabeza muerta sobre sus hombros, veía de cerca un rostro con los ojos cerrados, unas mejillas color miga de pan amasado. "¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa papaíto?" Esa voz suplicante e imperiosa a la vez había despertado al enfermo como si hubiera poseído una virtud; un poco sofocado, trataba de sonreír con aire extraviado: "No es nada, no es nada…" Y contemplaba el rostro angustiado de su hijo, y escuchaba esa misma dulce voz de cuando Raymond tenía ocho años: "Apoya tu cabeza, ¿no tienes un pañuelo limpio? El mío está sucio." Delicadamente, Raymond secaba ese rostro que volvía a la vida. Los ojos nuevamente abiertos del padre veían los cabellos del adolescente que el viento levantaba un poco, luego una viña espesa y más allá un cielo sulfuroso que gruñía y donde parecía que se hubiesen vaciado invisibles carretones. Apoyado en el brazo de su hijo, el doctor volvió hacia la casa: la lluvia cálida aplastábase contra sus hombros y sus mejillas, pero era imposible caminar más rápido. Decía a Raymond: "Es una falsa angina de pecho, tan dolorosa como la verdadera…" Estoy intoxicado: me voy a quedar en cama durante cuarenta y ocho horas con una dieta de agua… ¡ Sobre todo ni una palabra a abuelita ni a tu madre!…" Y como Raymond lo interrumpiera: "¿No me engañas al menos?, ¿estás bien seguro de que no es nada? Júrame que no es nada", el doctor le preguntó en voz baja: "Te daría pena si yo…" pero Raymond no lo había dejado terminar: había pasado su brazo alrededor de ese cuerpo jadeante y un grito se le escapó: "¡ Qué tonto eres!" El doctor recordaría más tarde esta insolencia tan querida, en las horas malas, cuando su hijo volviese a ser un extraño, un adversario, un corazón sordo que no contesta. Habían entrado ambos en el salón, sin que el padre se atreviese a abrazar a su hijo.

– ¿Y si habláramos de otra cosa? ¡No he venido aquí para hablar de papá!, ¿ sabe?… Tenemos otras cosas mejores que hacer… ¿no?

Raymond avanzó una gruesa y torpe garra, que María cogió al vuelo reteniéndola suavemente.

– No, Raymond, no: usted lo desconoce porque vive demasiado cerca de él. Aquellos que están más próximos a nosotros son aquellos que menos conocemos… llegamos al punto de ni siquiera ver lo que nos rodea. Mire: en mi familia siempre me creyeron fea, porque siendo niña bizqueaba un poco. En el liceo, para gran sorpresa mía, mis compañeros me dijeron que era bonita.

– Eso es, cuente ahora historias sobre los liceos de niñas.

La idea fija ensombrecía su rostro. Maria no se atrevía a soltar la gruesa mano que sentía húmeda; experimentó frente a ello cierta repugnancia: era la misma mano cuyo contacto hacía diez minutos la hacía palidecer. Antaño, esa sola mano, que retenía ahora durante un segundo, la obligaba a cerrar los ojos, a dar vuelta la cabeza. Ahora es una mano blanda y mojada.

– ¡ Sí!, ¡ quiero enseñarle a que conozca al doctor: soy porfiada!

La interrumpió para asegurarle que él también era porfiado:

– Mire, yo me juré que hoy usted no me manejaría a su gusto.

Dijo eso en voz tan baja, balbuceando, que ella pudo fingir no haberlo escuchado. Pero ensanchó el espacio existente entre los dos cuerpos, luego se levantó, abrió una ventana:

– No parece que hubiera llovido; está como para ahogarse. Por lo demás, todavía escucho la tempestad… A menos que sea el cañón de Saint-Médard.

Sobre las hojas, le mostró la atormentada cabeza de una profunda nube sombría, bordeada de sol. Pero Raymond cogió con sus dos manos los antebrazos de ella y la empujó hacia el diván. Ella trató de reír: "¡ Suélteme!"; y mientras más se debatía ella, más reía, queriendo dar a entender así que esa lucha era sólo un juego y que así lo entendía:

"Mocoso sucio, suélteme…" Su risa se transformaba en mueca; tropezando con el diván, vio de cerca miles de gotas de sudor sobre una frente baja; las aletas de la nariz salpicada de puntos negros; respiró un aliento agrio. Pero este fauno torpe, pretendía retener, con una sola mano, los puños de la joven; de una sacudida, María se liberó prontamente.

Estaba entre ellos ahora el diván, una mesa, un sillón. Maria jadeaba un poco, reía con risa forzada.

– ¿Entonces, usted cree, mi pequeño, que a las mujeres se las toma por la fuerza?

No reía, humillado en su joven virilidad, furioso con su derrota, herido en lo más vivo de ese orgullo físico, desmesurado en éclass="underline" orgullo que sangraba. Toda su vida recordaría ese minuto en el cual una mujer lo había encontrado repugnante (lo que no hubiera importado nada), pero también grotesco. Tantas victorias futuras, todas aquellas víctimas derrotadas, miserables, no suavizaron nunca la quemadura de esta primera humillación. Por mucho tiempo, ante ese solo recuerdo, hería con sus dientes sus labios, mordía, en la noche, su almohada. Raymond Courréges retuvo un llanto de rabia, sin pensar jamás que esa sonrisa de Maria pudiese ser fingida y que ella trataba de herir a un muchacho espantadizo; quería no traicionar el desastre que se producía en ella, ese derrumbe. ¡Ah, primero, que se aleje!