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– Debes estar muy débil.

– No podré sostenerme en pie.

Pero como la dieta era un remedio, se alegraban de su debilidad.

– Debes sentir la necesidad de beber…

Esa debilidad le ayudaba a sentirse niño. Las dos mujeres conversaban en voz baja; el doctor oyó un nombre; las interrogó:

– ¿No era una señorita Malichecq?

– ¿Estabas escuchando?… Creí que dormías… No, su cuñada es Malichecq… Ella es Martin.

Pero el doctor dormía cuando llegaron los Basque y sólo abrió un ojo cuando los oyó cerrar las puertas de sus cuartos. Luego su madre, dobló un tejido, se levantó pesadamente, lo besó en la frente, sobre los ojos, en el cuello, y dijo: "No estás caliente…" Quedó con la señora Courréges, que gimió:

– ¡Nuevamente Raymond ha tomado el último tranvía para Burdeos! Sólo Dios sabe a qué hora volverá: ¡ esta tarde tenía una cara!, una cara que daba miedo… Cuando agote el dinero de sus aguinaldos, se endeudará… Si es que ya no ha empezado…

El doctor dijo a media voz: "Nuestro pequeño Raymond… tiene diecinueve años ya…", y se estremeció pensando en esas calles desiertas de Burdeos, en la noche; recordó el cuerpo extendido de ese marinero que una tarde hizo que se tropezara y cuya cara y el pecho estaban manchados de vino y de sangre. Algunos pies se arrastraron todavía en el piso superior… un perro ladró furiosamente del lado de las dependencias. La señora Courréges escuchó:

– Oigo que alguien camina… No puede ser Raymond tan temprano; el perro se habría calmado.

Alguien avanza hacia la casa, pero sin tomar precauciones, y por el contrario, sin esconderse. La señora Courréges se inclinó:

– ¿Quién está ahí?

– Busco al doctor; es urgente.

– Al doctor no se lo molesta por la noche, usted lo sabe muy bien. Vaya al pueblo, a casa del doctor Larue.

El hombre, que tenía una linterna en la mano, insistía. El doctor, somnoliento aún, gritó a su mujer:

– Dile que no insista… No vale la pena, entonces, vivir exprofeso en el campo para que no lo molesten de noche…

– Es imposible señor: mi marido sólo atiende en la consulta… Por lo demás, está comprometido con el doctor Larue…

– Pero señora, se trata de una de sus clientes, una vecina… Cuando sepa su nombre, vendrá. Es la señora Cross, la señora María Cross: se ha dado un golpe en la cabeza.

– ¿María Cross? ¿Por qué cree usted que se va a molestar por ella más que por alguna otra?

Pero el doctor, habiendo escuchado ese nombre, se había levantado, empujó un poco a su mujer y se inclinó en la noche:

– ¿Es usted Maraud? No reconocí su voz… ¿Qué le pasó a la señora?

– Una caída, señor, el golpe fue en la cabeza… Está delirando; llama al doctor…

– Espere cinco minutos… el tiempo de vestirme… Cerró la ventana, buscó su ropa.

– ¿No pensarás ir?

El doctor no respondió y se interrogaba a media voz: "¿Dónde están mis calcetines?" Su mujer protestó: ¿No decía hace un instante que no se levantaría por nada en el mundo por la noche? ¿ Por qué ese cambio? No podía mantenerse de pie, se desmayaría.

– Se trata de una cliente; debes comprender que no puedo dudar.

Ella repitió, sarcástica:

– Sí, comprendo, he tardado mucho en dudar, pero ahora comprendo.

En ese momento, la señora Courréges no sospechaba todavía de su marido y sólo buscaba herirlo. Pero él, sintiéndose seguro de su desinterés, de su renunciamiento, no desconfiaba. Después de la pasión que lo había torturado, nada le parecía más inocente, más confesable que su tierna alarma de esa noche. No pensaba que su mujer no podía comparar su antiguo estado con el estado actual de su amor por María Cross. Dos meses antes, no se habría atrevido a mostrar su angustia, como lo hacía esta tarde. Por instinto, disimulamos con nuestros gestos los momentos más ardientes de una pasión; pero cuando ya hemos renunciado a usufructuar de ella, y aceptamos tener hambre y sed por toda una eternidad, pensamos que es lo de menos no molestarnos más en seguir engañando.

– No, no, mi pobre Lucie, todo eso está muy lejos de mí ahora… Todo eso ha terminado totalmente. Es cierto que tengo mucho cariño por esta desgraciada; pero eso no tiene nada que ver…

Se apoyó contra la cama y murmuró: "Es cierto, estoy en ayunas", y pidió a su mujer que le preparara el chocolate sobre la lámpara de alcohol.

– ¡ Crees que encontraré leche a esta hora! Posiblemente no hay pan en la cocina. Cuando hayas cuidado a esa mujer, ella podrá prepararte una pequeña comida. ¡ Es lo menos que puede hacer después de tanta molestia!

– ¡ Qué tonta eres, pobre amiga mía! Si tú supieras… Ella le tomó la mano, y le habló muy de cerca:

– Dijiste: "Todo eso ha terminado… Todo eso está lejos de mí." ¿Hubo, pues, algo entre vosotros? ¿Qué? Tengo el derecho de saberlo. No te voy a reprochar nada, pero quiero saberlo.

Sin aliento, el doctor tuvo que empezar dos veces a calzarse. Rezongó: "Hablaba en general… No me refería a Maria Cross… Vamos, Lucie, no me has mirado." Pero ella recordaba los últimos meses transcurridos. ¡ Ah: sí! ¡ Por fin tenía la clave! Todo se explicaba; todo le parecía claro.

– Paul, no vayas a casa de esa mujer. Nunca te he pedido nada… Bien puedes concederme esto.

El doctor replicaba suavemente que aquello no dependía de él. Se debía a un cliente enfermo, acaso moribundo: un golpe en la cabeza podía significar la muerte.

– Si me impides salir, tú serás la responsable de esta muerte.

Ella se desprendió del doctor, y no tuvo nada que decir. Balbuceaba mientras el doctor se alejó: "Tal vez es un plan preparado, y están de acuerdo…" Luego recordó que el doctor no había tomado ningún alimento desde la víspera. Sentada sobre una silla seguía atentamente el murmullo de las voces en el jardín.

– Sí, cayó de la ventana… Posiblemente no es más que un accidente: no habría elegido para matarse la ventana del salón del primer piso… Sí, delira; se queja de dolor de cabeza… no recuerda nada.

La señora Courréges oyó que su marido ordenaba al hombre que fuera a buscar hielo al pueblo, tal vez en la posada o a casa del carnicero; tendría que pasar a buscar en la botica jarabe de bromuro.

– Iré por el Bois de Berge. Tardaré menos que si hiciera enganchar el carruaje…'

– No necesitará linterna: con la luna llena se ve como si estuviéramos en pleno día.

Apenas el doctor había franqueado el pequeño portón de las dependencias, oyó que alguien corría tras él; una voz jadeante lo llamaba por su nombre. Reconoció a su mujer en bata de levantarse, con su trenza para dormir: sin aliento y sin poder hablar le tendía un pedazo de pan y una barra de grueso chocolate.

Atravesó el Bois de Berge donde la luna manchaba los claros del bosque sin que su blancura, sin embargo, pudiera traspasar las hojas. Pero reinaba sobre el camino y se expandía en él como en un lecho cavado. Ese pan y ese chocolate tenían el sabor de las meriendas escolares, el sabor de la felicidad cuando al alba partía a la casa con sus pies bañados por el rocío, a los diecisiete años. Aturdido por el impacto de la noticia, comenzaba apenas a sentir el dolor: "Si muriera Maria Cross…" ¿Por quién había querido morir? ¿Lo había querido? Ella no recuerda nada. ¡Ah! ¡ Qué desesperantes son esos "accidentados" que no recuerdan nunca nada y que cubren de tinieblas el momento esencial de sus destinos! No podrá interrogarla: en primer lugar, que su cerebro trabaje lo menos posible. "Sólo es un médico a la cabecera: recuérdalo. No, no se trata de un suicidio: cuando alguien quiere morir no se elige una ventana de un primer piso. Ella no se droga, según creo… Es cierto que una tarde había olor a éter en su cuarto, pero… era una tarde en que sintió jaqueca…"

Más allá de la angustia que lo ahogaba, en los confines de su conciencia, rugía otra tempestad: estallaría a su hora. ¡ Esa pobre Lucie celosa! ¡ Qué miseria! Tendrá tiempo de pensar en eso más tarde. He llegado… Parece un jardín de teatro bajo la luna… Es tonto como un decorado de Werther… No oigo gritos. La puerta principal estaba entreabierta. Siguiendo su costumbre, el doctor se dirigió al salón desierto, volvió sobre sus pasos y subió un piso. Justine abrió la puerta del cuarto. Se acercó a la cama donde Maria Cross, gimiendo, apartó con su mano una compresa que le cubría la frente. No vio ese cuerpo pegado a la sábana que tan a menudo había desvestido en pensamiento. No vio ni la cabellera suelta ni el brazo descubierto hasta la axila; lo único que le interesaba era que ella lo hubiese reconocido, que el delirio fuese sólo pasajero. Repetía: