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Era la hora en que la gran masa se retira: pero los clientes del pequeño bar permanecían allí, pues, al desembarazarse de sus abrigos se quitaban de encima su dolor cotidiano. Esa joven de rojo giraba feliz, extendidos sus brazos como alas, y el hombre la sujetaba de las caderas: ¡ qué dichosos eran esos dos fugitivos unidos en pleno vuelo! Sobre sus dos enormes hombros un norteamericano llevaba la cabeza rasurada de un niño: atento a los mandatos de un dios interior, improvisaba pasos de baile, tal vez obscenos, y como lo aplaudieron saludó torpemente, con una sonrisa de niño dichoso.

Víctor Larousselle había vuelto a sentarse frente a Maria, y algunas veces se daba vuelta para mirar a Raymond. Su ancho rostro de un rojo vinoso (excepto bajo las bolsas parduscas de los ojos) mendigaba un saludo. En vano Maria le suplicaba que mirara a otro lado: lo que Larousselle no podía soportar en París era ese número infinito de cabezas que él no conocía. En su ciudad no existían rostros que no le recordasen un nombre, una relación familiar que no pudiese situar, de una sola mirada, ora a su derecha, entre las gentes a las cuales uno muestra cortesía, ora a la izquierda, entre los reprobados que se conocen, pero a los cuales no se saluda. Nada hay de más común que esta memoria de los rostros cuyo privilegio es atribuido por los historiadores a los grandes hombres: Larousselle recordaba a Raymond por haberlo visto en la berlina de su padre en tiempos pasados y por haberle dado, en esa ocasión, palmaditas en las mejillas. En Burdeos, sobre la acera de la intendencia, no habría dado muestra de reconocerlo; pero aquí, aparte de que no se acostumbraba a la humillación de no ser reconocido por nadie, su secreto deseo era que Maria no quedara sola mientras él se hacía el gracioso con aquellas dos pequeñas rusas. Atento a los gestos de Maria, Raymond supone que ella impide a Larousselle que le dirija la palabra; se convence de que, después de diecisiete años ella ve siempre en él un animal torpe y avergonzado. El joven oyó cómo gruñía el bórdeles: "¡Además lo quiero, eh, eso te basta!" Una sonrisa enmascaró el rostro malo de ese hombre, el cual se dirigió a Raymond con la seguridad de las personas convencidas de que un apretón de manos es un favor: "¿No se equivocaba? ¿Era el hijo de ese buen doctor Courréges? Su mujer recordaba muy bien haber conocido a Raymond cuando era pequeño, durante el tiempo en que el doctor la cuidaba…" Arrebató el vaso del joven y lo obligó a sentarse cerca de Maria, la cual pronto retiró su mano apenas la hubo tendido; Larousselle sentóse por un instante, y después se levantó, y sin disimular:

– Con permiso, ¿no?… Un instante…

Ya se había reunido con las rusas en el mesón: a pesar de que podía volver de un momento a otro y nada era más urgente para Raymond que aprovechar este minuto, el joven permaneció silencioso. Maria volvía la cabeza; sentía el olor de sus cabellos cortos, y vio, con profunda emoción, que algunos eran blancos. ¿Algunos? Miles, tal vez… La boca un poco tosca, gruesa – fruto milagrosamente intacto aún – concentraba en sí toda la sensualidad de ese cuerpo y dejaba una luz muy pura en los ojos, en la frente descubierta. ¡ Ah!, ¿ qué importaba que la ola del tiempo hubiese batido, lentamente roído, ablandado su cuello, su garganta? Dijo sin mirar al joven:

– Realmente mi marido es de una indiscreción…

Raymond, como si hubiera tenido dieciocho años, demostró su estupor al saberla casada.

– ¿No lo sabía? ¡Vamos! ¡Todo el mundo lo sabía en Burdeos!

Había resuelto oponer a Raymond un frío silencio; pero pareció confundida al comprobar que existía un hombre en el mundo – especialmente un bórdeles – que no sabía que ella se llamaba ahora la señora de Larousselle. El se excusó diciendo que no vivía en Burdeos desde hacía mucho tiempo. Ella, entonces, no pudo dejar de violar su promesa de silencio: el señor Larousselle se había decidido un año después de la guerra… Dudaba desde mucho tiempo, debido a su hijo…

– Bertrand, apenas desmovilizado, nos suplicó que finiquitáramos el matrimonio. No tenía ningún interés; cedí ante consideraciones muy altas…

Agregó que habría vivido en Burdeos:

– …Pero Bertrand está en el Politécnico; el señor Larousselle pasa aquí quince días al mes; esto constituye un hogar para el chico.

De súbito, tuvo vergüenza de haberse entregado; de nuevo distante, preguntó:

– ¿ Y el querido doctor? La vida nos separa de nuestros mejores amigos.

¡ Qué alegría sería para ella volver a verlo! Pero como Raymond le tomara la palabra para decirle: "Justamente mi padre está en París, en el Grand-Hotel; estaría encantado…" Ella giró en redondo y puso cara de no haber escuchado. Impaciente por irritarla, por desencadenar su cólera, se hizo, por fin, el valiente, y se atrevió a tratar el quemante tema:

– ¿Ya no me guarda rencor por mi torpeza? ¡Sólo era un niño grosero pero candido en el fondo! Dígame que no me guarda rencor.

– ¿Guardarle rencor?

Fingió no comprenderlo; luego:

– ¡ Ah! Usted alude a aquella escena absurda… No tengo nada que perdonarle; creo, más bien, que estaba loca en esa época. ¡ Tomar en serio a un mocoso como usted! ¡ Eso me parece tan desprovisto de interés hoy día! ¡ Si supiera cuan lejos está de mí!

Ciertamente la había irritado, pero no como había creído. Todo aquello que le recordara la antigua María Cross le daba horror; pero sólo juzgaba ridicula su aventura con Raymond. Desconfiaba, preguntábase si él había sabido que tal vez había querido morir… No; hubiese estado más orgulloso, no tendría ese aire tan humilde. Raymond lo había previsto todo menos lo peor… menos esa indiferencia.

– En ese entonces vivía replegada en mí misma. Le daba infinita importancia a simples extravíos. Me parece que usted me habla de otra mujer.

Raymond sabía que la cólera y el odio son prolongaciones del amor. Si él hubiese podido despertarlos en María Cross su causa hubiese podido tener esperanzas, pero él sólo provoca el aburrimiento de esa mujer, su vergüenza por haberse entregado en otro tiempo a juegos tan miserables en tan pobre compañía. Y como agregara en tono de burla:

– ¿Entonces usted creía que esas tonterías podían tener importancia en mi vida?

El gruñó diciendo que habían tenido importancia en la suya, confesión que nunca se había hecho a sí mismo y que se le escapaba. No sospechaba que esa pobre historia de su adolescencia había cambiado su destino; sufría, oía la voz tranquila dé María Cross:

– Bertrand tiene mucha razón al decir que no empezamos a vivir nuestra verdadera vida sino después de los veinticinco o treinta años.

Raymond sentía confusamente que eso no era verdad y que, al final de la adolescencia, todo aquello que debe cumplirse ha echado raíces en nosotros. En el umbral de nuestra juventud, las cartas están echadas: no va más; tal vez están echadas desde nuestra infancia: esa inclinación, enterrada en nuestra carne antes de haber nacido, ha crecido como nosotros, se ha combinado con la pureza de nuestra adolescencia, y cuando hemos alcanzado la madurez florece bruscamente su monstruosa flor.

Raymond, desamparado, alzado todo él contra esta mujer inaccesible, recordó entonces lo que tan ardientemente había deseado hacerle saber a ella, y aunque tenía, a medida que hablaba, la certidumbre de que sus palabras eran las menos oportunas, dijo que "por cierto esta historia no le había impedido conocer el amor… ¡y de qué manera! Había tenido, sin lugar a dudas, más cantidad de mujeres que ningún otro muchacho a su edad, mujeres que valen la pena: no hablaba de las mujeres de la calle… María Cross le había traído más bien suerte". María echó la cabeza hacia atrás, y con los ojos entrecerrados, lo interrogaba con aire de repugnancia: de qué se quejaba…

– … Ya que sin duda para usted sólo existe esa porquería.

Encendió un cigarrillo, apoyó contra el muro su nuca afeitada, siguió, a través del humo, las volteretas de tres parejas. Como la orquesta se tomó un descanso, los hombres se desprendieron de las mujeres y batieron palmas tendiendo luego las manos a los negros con un gesto suplicante, como si su vida hubiese dependido de ese bullicio; los negros misericordiosos desencadenaron el jazz, y los fugitivos, entonces, llevados por el ritmo, volaron otra vez acoplados.