Raymond, sin embargo, consideraba con odio a esta mujer de pelo corto que fumaba, a esta María Cross; buscó y encontró al fin la palabra que necesitaba para que se pusiera fuera de sí:
– De todas maneras, usted está aquí.
Ella comprendió que él quería decir: volvemos siempre a nuestros primeros amores. Tuvo el placer de ver cómo enrojecía su rostro y fruncía las cejas:
– Siempre he detestado este tipo de lugares: ¡ usted me conoce muy mal! Su padre tiene que recordar mi martirio cuando el señor Larousselle me arrastraba al Lion-Rouge. De nada serviría que yo le dijese a usted que estoy aquí por deber: sí, por deber… Pero un hombre como usted ¿qué puede entender de mis escrúpulos? Es el propio Bertrand el que me aconseja ceder, en una medida razonable, a los gustos de mi marido. Si quiero mantener cierta influencia, no debo tirar demasiado de la cuerda. Bertrand tiene un criterio muy amplio, usted sabe: me suplicó que obedeciera a su padre que quería que me cortara el pelo…
Basta que María pronuncie el nombre de Bertrand para que se sienta menos tensa, apaciguada, enternecida. Raymond vuelve a ver en pensamientos una avenida desierta del Parc-Bordelais a las cuatro de la tarde y un niño sofocado que lo persigue; oye su voz llena de lágrimas: "Devuélveme mi cuaderno…" Ese niño debilucho, ¿en qué clase de hombre se ha transformado? Raymond, trata de herir:
– Usted tiene ahora un hijo mayor… No, ella no está herida; sonríe dichosa:
– Es cierto que usted lo conoció en el colegio… De súbito, Raymond existe ante sus ojos: es un condiscípulo de Bertrand.
– Es verdad, un hijo mayor; pero un hijo que, a la vez, es amigo, un maestro. Usted no se imagina lo que le debo…
– Sí, usted me lo dijo: le debe su matrimonio.
– Efectivamente, mi matrimonio: pero eso es lo de menos. Me reveló… no, no, usted no puede comprender. Aunque pensaba hace un momento que usted había sido su compañero. Me gustaría saber cómo era de niño; muchas veces, se lo he preguntado a mi marido; parece increíble que un padre no sepa qué decir sobre su hijo: "un niño simpático, igual a todos", me repetía. Verdad que no parece que usted haya sabido observarlo mejor. ¡En primer lugar, usted es mucho mayor que él!
Raymond protesta:
– Cuatro años, eso no es nada – y agrega: – Recuerdo a un mocoso con cara de mujer.
Ella no se enojó, pero le contestó con apacible desdén que se imaginaba perfectamente que no habían sido hechos como para entenderse. Raymond comprendió que a los ojos de Maria, su hijastro planeaba sobre él, a distancia inconmensurable. Ella pensaba en Bertrand; había bebido champaña y sonreía a los ángeles; golpeó también con sus manos, como los fugitivos desunidos, para que la música ayudara en su encantamiento. ¿Qué quedaba, en la memoria de Raymond, de esas mujeres que él había poseído? Algunas ni siquiera las reconocería. Pero durante esos diecisiete años, no ha transcurrido un solo día en que no haya recordado ese rostro, lo haya insultado, acariciado, ese rostro cuyo perfil puede contemplar tan de cerca, esa tarde. Maria estaba tan lejos de él esa tarde que no lo pudo soportar y para acercarse a ella, pronunció de nuevo el nombre de Bertrand:
– ¿Deja pronto el Politécnico?
Respondió con complacencia que era su último año; había perdido cuatro años a causa de la guerra; pensaba que saldría entre los primeros. Y como Raymond agregara que, sin duda, Bertrand, sucedería a su padre, Maria protestó diciendo que le darían tiempo para que reflexionara.
Por lo demás, ella estaba segura de que se impondría en cualquier parte. Raymond no comprendía nunca el valor de esa alma:
– En el Politécnico, su influencia es extraordinaria… Pero no sé por qué le digo estas cosas…
Pareció que bajaba de las nubes, cuando le preguntó: "Y usted, ¿qué hace?"
– Negocios… vagabundeo un poco…
Repentinamente, su vida le pareció miserable. Apenas si ella lo había escuchado: no lo despreciaba; simplemente, no existía ante sus ojos. Levantándose a medias, Maria hacía señales a Larousselle, que seguía perorando sobre su taburete; él gritó: "¡ Todavía otro minuto!" Ella dijo en voz baja: ¡Está tan rojo! Bebe demasiado…" Los negros envolvían sus instrumentos, como si fueran niños dormidos. Sólo el piano parecía no poder detenerse: una pareja daba vueltas todavía; el resto, sin separarse, se había desplomado. Ha llegado la hora, que Raymond Courréges saboreara tantas veces: la hora en que las garras se esconden, los ojos se llenan de dulzura, la voz ensordece y las manos insidiosas… En otra época, sonreía, pensaba en lo que vendría después: cuando al salir del cuarto, al rayar el alba, el hombre se alejaba, silbando bajo y dejando tras él, atravesado en la cama, un cuerpo molido, como si estuviera asesinado… ¡Ah! ciertamente, ¡no habría abandonado así a Maria Cross! Toda su vida no hubiera bastado para hartarse de esa mujer. No se ha dado cuenta de que él ha acercado su rodilla a la suya: ni siquiera siente el contacto; ha perdido su poder frente a ella; sin embargo, él la tuvo al alcance de su mano, en esos años transcurridos; ella creyó amarlo. El no sabía; sólo era un niño, ella debió advertirle lo que exigía de él; ningún capricho lo habría desalentado; habría avanzado tan lentamente como ella lo hubiese deseado; sabía, según la necesidad, suavizar su furor… Ha-bría sabido hacerle saborear la felicidad… Demasiado tarde ahora: pasarían siglos antes de que se volviera a renovar la conjunción de sus destinos en el tranvía de las seis. Levantó los ojos, miró en los espejos su juventud que pasaba, vio asomarse las señales de la decrepitud: ha pasado el tiempo de ser amado; es el tiempo de amar, si eres digno de ello. Posó su mano sobre la mano de María Cross:
– ¿Recuerda el tranvía?
Ella se alzó de hombros y sin volverse tuvo la audacia de preguntar: "¿Cuál tranvía?" Luego, para no darle tiempo de contestar:
– ¿Sería tan amable de ir a buscar al señor Larousselle y reclamar la contraseña del guardarropa?… De otra manera, no partiremos nunca.
Parecía no escuchar. Ella había dicho intencionadamente: "¿Qué tranvía?" Raymond hubiera querido decirle que nada contaba en su vida fuera de esos minutos en que estuvieron sentados frente a frente, en medio de esos pobres que, muertos de sueño, dejaban caer sus rostros tiznados: un diario se resbalaba de entre esas pesadas manos; esa mujer, con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín y sus labios se movían como si estuvieran rezando. Gotas de tormenta cavaban el polvo de aquel pequeño camino, tras la iglesia de Talence; un obrero en bicicleta adelantaba al tranvía, el cuerpo doblado sobre el volante, llevaba, cruzándole el cuerpo, una bolsa de tela de donde salía una botella. Un follaje polvoriento semejaba, a través de las rejas, manos que buscan agua.
– Le ruego que sea amable y me traiga a mi marido; no está acostumbrado a beber tanto; debería haberlo retenido; no soporta el alcohol.
Raymond, que había vuelto a sentarse, se levantó y de nuevo le causó horror su reflejo en los espejos. ¿De qué sirve ser joven todavía? Es verdad que todavía pueden amarnos, pero ya no elegimos. Todo es posible para aquel que posee el efímero esplendor de la primavera del ser humano… Cinco años menos y Raymond piensa que no habría desesperado de su suerte: sabía, mejor que ningún otro, todo lo que podía vencer un hombre en su primera juventud; antipatías, preferencias, pudores, remordimientos en una mujer ya usada; todo lo que despierta en materia de curiosidades, de apetitos. Ahora se creía desarmado y miraba su cuerpo como si en la víspera de un combate hubiera mirado una espada rota.
– Si usted no se decide a ir, iré yo misma. Lo hacen beber… ¿Cómo podré traerlo de vuelta?… ¡Qué vergüenza!
– Qué diría su Bertrand, si la viera aquí a mi lado, y su padre allá…
– Lo comprendería todo: lo comprende todo.
En ese momento retumbó, del lado del bar, el ruido de un cuerpo macizo que se derrumbaba. Raymond se precipitó, y con la ayuda del barman, quiso levantar a Victor Larousselle, el cual tenía las piernas enredadas en el taburete derribado; su mano convulsa, llena de sangre, no soltaba una botella rota. María, temblando, tiró sobre los hombros del padre de Bertrand una pelliza y levantó su cuello para ocultar el rostro violeta. El barman decía a Raymond que pagara la cuenta, "que nunca se sabía si se trataba de un ataque o no", y lo llevó casi hasta el taxi, tanto miedo le daba verlo “reventar” antes de que hubiese traspasado la puerta.