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María y Raymond, sentados en la bigotera, mantenían al ebrio acostado; una mancha de sangre se ensanchaba sobre el pañuelo alrededor de la mano herida. María gemía: "Esto no le sucede nunca… debería haber recordado que no soporta el vino… ¿Me jura guardar silencio?" Raymond exultaba, saludaba con inmensa alegría este retorno de la fortuna. No, no podía haberse separado de María Cross esa tarde. ¡ Qué locura haber dudado de su buena estrella! A pesar de que estaban al final del invierno, la noche estaba fría; una capa de granizo blanqueaba la plaza de la Concordia bajo la luna. Raymond retenía, inmóvil, en el fondo del coche, esta masa de donde salían palabras confusas, eructos. María abrió un frasco de sales, y al joven le gustó ese olor avinagrado; se calentaba contra el fuego del cuerpo bienamado, aprovechaba las breves llamas de cada farol para llenar sus ojos con la imagen de ese bello rostro humillado. Por un momento tomó ella entre sus manos esa pesada cabeza de viejo que causaba horror mirarla y se parecía a Judit.

Deseaba, sobre todas las cosas, que el portero no se diera cuenta de nada y se sintió muy feliz de poder aceptar los servicios de Raymond, para arrastrar al enfermo hasta el ascensor. Apenas lo habían extendido en una cama, cuando vieron que su mano sangraba abundantemente y que tenía los ojos en blanco. María perdía la cabeza, torpe, incapaz de prodigar ninguno de los cuidados familiares a otras mujeres… ¿Tendría que despertar a los sirvientes en el séptimo piso? ¡ Pero qué escándalo sería! Decidió telefonear a su médico, que debía de haber descolgado el interruptor, pues nadie le respondió. Estalló en sollozos. Raymond recordó entonces que su padre estaba en París, tuvo la idea de llamarlo y se lo propuso a María. Sin darle ni las gracias, buscó inmediatamente, en la guía de teléfonos, el número del Grand-Hotel.

– Justo el tiempo de vestirse y coger un taxi, y ya mi padre está aquí.

Esta vez, Maria le tomó la mano; abrió una puerta, y dio la luz:

– ¿Quiere esperar ahí? Es el cuarto de Bertrand.

Dijo que el enfermo había vomitado y que se encontraba mejor; pero la herida todavía le inquietaba. Raymond, cuando ella se hubo ido, se sentó y abotonó su pelliza: el radiador calentaba poco. Le parece escuchar todavía la voz adormecida de su padre: ¡ de cuan lejos parecía venir! Hacía tres años que no se veían: desde la muerte de la abuela Courréges. En esa época, Raymond se encontraba en grandes dificultades de dinero; tal vez había reclamado su dote demasiado brutalmente; pero eso en particular había picado a lo vivo al muchacho y había precipitado la ruptura: también las amonestaciones de su padre refiriéndose a medios de existencia que daban horror a ese hombre timorato; los trabajos de corredor de comercio, de intermediario, le parecían indignos de un Courréges; había pretendido exigir de Raymond que buscara una ocupación regular… Estará ahí en algunos instantes más. ¿Lo abrazará o simplemente le dará la mano?

Raymond se interroga, pero un objeto lo atrae, lo retiene: la cama de Bertrand Larousselle: una cama de hierro tan estrecha, tan correcta bajo su colcha de cretona de flores, que Raymond estalla de risa: cama de solterona o de seminarista. Paredes desnudas, salvo una sola, tapizada de libros; la mesa de trabajo está ordenada como una conciencia tranquila. "Si Maria viniera a mi casa, piensa Raymond, cambiaría…" Vería un diván tan bajo que se confunde con las alfombras; toda criatura que se aventura en esa media luz goza de una peligrosa desorientación, la tentación de ceder a gestos que la comprometerán tan poco como aquellos que osara hacer en otro planeta, como aquellos que vuelven inocente el sueño… Pero en el cuarto donde Raymond esperaba, esa noche, ninguna cortina ocultaba los vidrios helados por la noche de invierno: su habitante quería sin duda que lo despertara el alba, antes que hubieran tocado la primera campana. Raymond no sabe discernir los signos de una vida pura; ese cuarto hecho para la oración le hace pensar que el rechazo del amor, su no aceptación, son aplazamientos hábiles de donde saca beneficio el placer. Descifró algunos títulos de libros, y gruñó: "¡No! ¡pero qué idiota!" Nada le era más ajeno que esas historias de otro mundo, nada le causaba más repugnancia. ¡ Su padre tardaba en venir! No quería seguir solo, se sentía burlado por ese cuarto. Abrió la ventana y miró los techos bajo la luna tardía.

– Su padre está ahí.

Cerró la ventana, y siguió a María al cuarto de Victor Larousselle: vislumbró una sombra inclinada sobre la cama, reconoció sobre una silla el enorme sombrero hongo de su padre, su bastón con empuñadura de marfil (su caballo, en el pasado, cuando jugaba al caballo); pero al enderezarse el doctor, no lo reconoció. Ese anciano que le sonreía, que lo atraía hacia él, sabía que era su padre.

– Nada de tabaco, nada de alcohol, nada de café; carnes cocidas al mediodía, y nada de carne por la noche. Así vivirá un siglo… ¡Vamos!

El doctor repitió: "Vamos", con voz distraída, como cuando se tiene el pensamiento en otra parte. Sus ojos no se apartaban de María, que al verlo inmóvil, tomó la iniciativa, abrió la puerta y le dijo:

– Creo que ahora todos necesitamos dormir.

El doctor la siguió al vestíbulo; repetía con tímida voz: "De todos modos es una suerte habernos encontrado…" Al vestirse de prisa, hacía un rato, y después en el taxi, había decidido que esta corta frase sería interrumpida por María Cross y que ella exclamaría: "Ahora que lo he recuperado doctor, no lo suelto más." Pero no era eso lo que ella había contestado, cuando, desde el umbral, él se había apresurado a decir: "De todos modos, es una suerte…" Repetía, por cuarta vez, la frase preparada, como si, a fuerza de insistir, surgiera la respuesta esperada. No; María le tendía su abrigo, no se impacientaba a pesar de que él no encontraba la manga; ella decía con suavidad:

– Es cierto que el mundo es pequeño. ¿No nos hemos encontrado esta noche? Podemos volver a encontrarnos de nuevo.

Como ella fingiese no oír esta observación del doctor: "Tal vez deberíamos ayudar a la suerte…", el doctor elevó el tono de voz:

– ¿No cree usted, señora, que nos sería posible ayudar un poco a la suerte?

¡ Cuan embarazosos serían los muertos si volvieran! Vuelven a veces, guardando de nosotros una imagen que desearíamos ardientemente destruir, llenos de recuerdos que apasionadamente deseamos olvidar. Cada ser vivo se siente embarazado con esos náufragos que el reflujo trae de nuevo.

– Ya no soy la mujer perezosa que usted conoció, doctor; voy a tenderme un rato, porque debo levantarme a las siete de la mañana.

Se sintió lastimada de que él no replicara nada. Estaba harta de sentirse devorada con ojos tenaces por ese anciano que repetía:

"¿Entonces, usted no cree que podamos ayudar al azar? ¿No?" Respondió con una amabilidad un poco seca, que él sabía su dirección:

– Yo no voy casi nunca a Burdeos… Pero usted tal vez…

¡ Era tanta amabilidad de su parte haberse molestado!

– Si se apaga la luz de la escalera, el interruptor está ahí.

El no se movía, se obstinaba: ¿Se había resentido ella con su caída? Raymond emergió de la sombra y preguntó:

"¿Qué caída?" Ella sacudió la cabeza exasperada y dijo con gran esfuerzo:

– ¿Sabe usted lo que sería muy agradable, doctor? Podríamos escribirnos… Ya no soy una corresponsal empedernida; pero, en fin, por tratarse de usted…

El respondió:

– Escribirse no es nada. ¿Para qué sirve escribir si no podemos vernos?

– ¡ Pero justamente por eso! ¡ Porque no podemos vernos!

– No, no: aquellos que están seguros de no volver a verse ¿cree usted que desean prolongar artificialmente su amistad mediante una correspondencia? Especialmente cuando uno se da cuenta de que para el otro es un clavo… Uno se hace cobarde al envejecer, María. Ya tuvimos nuestra parte; tememos un aumento de pena.