Nunca le había revelado tanto; ¿comprendería al fin? Ella estaba distraída en ese momento, porque Larousselle la llamaba, porque eran las cinco de la mañana y porque tenía prisa por desembarazarse de los Courréges.
– ¡ Pues bien! Seré yo la que le escriba, doctor, y usted tendrá la molestia de contestarme.
Pero más tarde, una vez que hubo cerrado y pasado el cerrojo por la puerta de entrada, volvió a su cuarto, donde su marido la oyó reír.
– ¿Sabes lo que estoy pensando? ¿No te burlarás? Parece que el doctor estuvo algo enamorado de mí, en Burdeos… a mí no me extrañaría mucho.
Víctor Larousselle respondió con voz pastosa que no estaba celoso; y repitió una de sus antiguas bromas: "Otro que está maduro para la fría piedra." Agregó que el pobre hombre sin duda había tenido un pequeño ataque; muchos de sus clientes no se atrevían a dejarlo y consultaban en secreto otros médicos.
– ¿Ya no te duele el corazón? ¿No te molesta la mano? No, no sufría:
– Con tal de que en Burdeos no se sepa lo que me ha ocurrido esta noche… ¿Tal vez el chico Courréges, podría…?
– No va nunca a Burdeos. Duerme.,, voy a apagar la luz.
Se sentó en la sombra y no volvió a moverse hasta que un tranquilo ronquido se elevó. Salió para ir a su cuarto, dudó ante la puerta entreabierta de Bertrand, y sin poder contenerse, empujó la puerta, olfateó furiosa, y percibió un olor a tabaco, un olor humano: "Tengo que haber perdido la cabeza para introducir aquí a ese…" Abrió la ventana para que entrara por ella el viento del alba y se arrodilló un instante al pie de la cama; sus labios se movieron; apoyó sus ojos en la almohada.
CAPITULO DUODÉCIMO
Tal como en otra época una berlina cerrada, chorreando agua sus cristales, transportaba al doctor y a Raymond en un camino de arrabal, un taxi los llevaba ahora, sin que entre ambos se intercambiaran palabras como en esas mañanas olvidadas. Pero no se trataba del mismo silencio: Raymond sostenía la mano del anciano que se desplomaba un poco sobre él. Dijo:
– No sabía que se hubiera casado.
– No se lo dijeron a nadie; al menos lo creo, espero que sea así…
– En todo caso, a mí no me lo dijeron.
Se comentaba que el joven Bertrand había insistido en regularizar esta situación. El doctor citó estas palabras de Víctor Larousselle: "Hago un matrimonio morganático." Raymond murmuró: "¡Es fantástico!" Observó de reojo en la pálida luz del amanecer, ese rostro de ajusticiado, vio moverse los labios blancos. Ese rostro congelado, esa máscara de piedra le dio miedo; dijo las primeras palabras que se le ocurrieron:
– ¿Cómo está la familia?
Todos estaban bien. Madeleine, especialmente. Se portaba en forma admirable, decía el doctor; vivía sólo para sus hijas, las sacaba en sociedad, ocultaba sus lágrimas, se mostraba digna en fin, del héroe que había perdido. (El doctor nunca dejaba de ensalzar a su yerno, muerto en Guise, ni dejaba de hacer confesión pública, acusándose de haberlo desconocido: ¡ Tantos hombres tuvieron en la guerra una muerte que no se les parecía!) Catherine, la hija mayor de Madeleine, era novia del tercero de los jóvenes Michon; esperaban que él cumpliera veinte años para hacer oficial el noviazgo:
– Sobre todo, no lo digas.
Hizo esta recomendación con la misma voz de su mujer y Raymond se abstuvo de contestarle: "¿A quién le puede interesar eso en París?" El doctor se interrumpió, como si hubiera sido asaltado por un dolor agudo. El joven calculaba: "Tiene sesenta y nueve o setenta años… ¿Se puede sufrir todavía a esa edad, después de tantos años transcurridos?" Sintió, entonces, su propia herida, tuvo miedo: no, no, eso pasaría pronto; recordó lo que siempre decía una de sus amantes: "Cuando sufro en el amor, me ovillo, espero, estoy segura de que el hombre por el cual deseo morir, mañana ya no me importará nada; el objeto de tantos sufrimientos, no merecerá una mirada: es terrible amar y es vergonzoso no hacerlo más…" ¿Por qué motivo ese anciano sangra desde hace diecisiete años? En esas vidas tan ordenadas, en esas vidas entregadas al deber, la pasión se concentra, se conserva; nada la gasta, ningún soplo extraño la evapora; se acumula, se pudre, se corrompe, emponzoña, corroe el vaso vivo que la encierra. Rodean el Arco de Triunfo; entre los raquíticos árboles de los Campos Elíseos, la calzada negra corre como el Erebe.
– Creo que he terminado de vagabundear; me han ofrecido un puesto en una fábrica: una industria de achicorias. Después de un año me darían la dirección de ella.
El doctor respondió con voz distraída: "Estoy muy contento, hijito…", y de súbito:
– ¿Cómo la conociste?
– ¿A quién?
– Sabes perfectamente a quién me refiero.
– ¿El amigo que me ofrece el puesto?
– No, no: María.
– Hace mucho tiempo. Cuando cursaba filosofía, cambiábamos algunas palabras en el tranvía, me parece.
– No me lo habías dicho. Recuerdo que una sola vez me contaste que un amigo te la había mostrado en la calle.
– Posiblemente… Después de diecisiete años, ya no recuerdo muy bien… ¡Ah sí!; al día siguiente de este encuentro ella me dirigió la palabra, justamente, para preguntarme noticias tuyas. Me conocía de vista. Por lo demás, creo que anoche, si no hubiera sido por su marido, se hubiera hecho la desconocida.
El doctor pareció tranquilizado, se arrinconó. Murmuró: "¿Qué me importa a mí? ¿Qué puede importar eso?" Hizo el gesto de barrer, con sus dos manos apretó su rostro, se enderezó y volviéndose un poco hacia Raymond, haciendo un esfuerzo para escapar de sí mismo y no tener otra preocupación que la de su hijo:
– Una vez que asegures tu situación, cásate. Y como Raymond riese, protestase, el anciano volvióse a sí mismo, volvió a caer dentro de sí:
– No te imaginas lo bueno que es vivir en lo más profundo de una familia… ¡cómo no! Soportamos los miles de preocupaciones de los demás; esas mil picaduras atraen la sangre hacia la piel, ¿comprendes? Nos apartan de nuestras secretas heridas, de nuestra profunda llaga interior; se nos vuelven indispensables… Ya ves: quería esperar que el congreso terminara, pero es más fuerte que yo: voy a tomar el tren de las ocho de la mañana… En la vida, lo más importante es crearse un refugio. Es necesario, tanto al fin como en el comienzo, que una mujer nos lleve.
Raymond masculló: "¡Gracias, prefiero reventar!" Miraba al anciano, empequeñecido, comido por los gusanos.
– No puedes saber lo protegido que me siento entre vosotros. Una mujer, los hijos, son seres que nos rodean, que nos estimulan, que nos defienden contra un montón de cosas deseables. Tú, que nunca me hablabas antes -no te lo reprocho, querido-, no sabes cuántas veces sentí tu mano sobre mi hombro apartándome dulcemente cuando estaba a punto de ceder a alguna deliciosa pero tal vez criminal solicitud.
Raymond gruñó: “¡Qué locura pensar que existen placeres prohibidos!”
– ¡Ah! no somos de la misma especie: en tu caso, yo habría atropellado con prontitud a la parvada.
– ¿Acaso crees que no he hecho sufrir a tu madre también? No somos tan diferentes; ¡ cuántas veces no he atropellado en espíritu a mi parvada! Eso, tú no lo sabes… No protestes: tu madre habría sido mucho más feliz con algunas infidelidades y no con ese deseo permanente que fue una traición durante treinta años. Tienes que saberlo, Raymond; sería difícil que tú pudieras ser un marido peor que el que yo fui… ¡Sí, sí! He soñado con mi libertinaje… ¿Es menos culpable eso que vivirlo? Y mira en qué forma se venga tu madre, hoy día; con un exceso de cuidado: no hay nada en el mundo que me sea tan indispensable como su importunidad; se da un trabajo… día y noche me sigue con los ojos. ¡ Ah! ¡ Mi muerte será dulce! Tú sabes que ya no estamos servidos como antes: los sirvientes de hoy día, como dice tu madre, no se parecen a los antiguos; no hemos reemplazado a Julie: ¿recuerdas a Julie? Volvió a su tierra. ¡ Pues bien! Tu madre reemplaza a todas; muchas veces tengo que enojarme con ella: no titubea en barrer ella misma; lustra los pisos.