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—Es lo bastante bueno para mí —aseguró Rand—. Hablando de conejos, Ragan, ¿qué te parece si me dejas salir? Todo ese ruido y ajetreo me pone nervioso. Es preferible salir a cazar conejos, aunque no vea ninguno.

Ragan dio medio giro para mirar a su compañero y Rand comenzó a abrigar ciertas expectativas. Ragan era un hombre tolerante, cuyo carácter contradecía la imagen que le daba su tremenda cicatriz, y, al parecer, le profesaba simpatía. Pero Masema ya estaba sacudiendo la cabeza. Ragan exhaló un suspiro.

—No es posible, Rand al’Thor. —Cabeceó levemente en dirección a Masema, como si aportase una explicación. Si hubiera de decidir él solo…— A nadie le está permitido salir sin un pase escrito. Es una pena que no lo pidieras hace unos minutos. Acabamos de recibir la orden de atrancar las puertas.

—Pero ¿qué interés tendría lord Agelmar en retenerme a mí? —Masema estaba reparando en el equipaje que colgaba del hombro de Rand. Éste trató de no prestarle atención—. Yo soy un huésped —continuó arguyendo— Por mi honor, habría podido marcharme cuando hubiera querido durante las últimas semanas. ¿Por qué motivo iba a estar destinada a mí esa orden? La ha dado lord Agelmar, ¿no es cierto? —Masema parpadeó al oír la última pregunta y las arrugas de su entrecejo perpetuamente fruncido se marcaron aún más; casi pareció olvidar los bultos que acarreaba Rand.

—¿Quién iba a dar una orden como ésta, Rand al’Thor? —replicó riendo Ragan—. Claro está que ha sido Ino quien me la ha transmitido, pero ¿de quién iba a proceder si no?

Los ojos de Masema, fijos en la cara de Rand, no pestañearon lo más mínimo.

—Sólo quiero alejarme del bullicio —insistió Rand—. Probaré en uno de los jardines entonces. No habrá conejos, pero tampoco tendré que soportar una multitud. Que la Luz os ilumine y la paz os sea propicia.

Se alejó sin aguardar a recibir una bendición en respuesta, resuelto a no acercarse a ninguno de los jardines bajo ningún concepto. «Diantre, una vez que acaben las ceremonias podría haber Aes Sedai en cualquiera de ellos». Consciente de la mirada de Masema clavada en su espalda —estaba convencido de que era Masema— mantuvo un paso normal.

De improviso las campanas enmudecieron y él tropezó. Los minutos se sucedían rápidamente. Estaba desperdiciando demasiado tiempo, un tiempo durante el cual acompañarían a la Sede Amyrlin a sus aposentos, tras lo cual ella lo mandaría llamar y luego se iniciaría una búsqueda al no encontrarlo. Tan pronto como se halló fuera de vista de los centinelas, comenzó a correr de nuevo.

Cerca de las cocinas del cuartel, la Puerta de los Carreteros, por donde se introducían todos los alimentos consumidos en la fortaleza, permanecía cerrada y atrancada, detrás de un par de soldados. Cruzó apresuradamente el patio de cocina ante ella, como si no hubiera tenido intención de pararse.

La Puerta de los Perros, en la parte posterior de la fortaleza, cuyas dimensiones sólo permitían pasar a un hombre a pie, estaba custodiada también. Volvió sobre sus pasos antes de que lo vieran los guardias. No había muchas puertas, a pesar del amplio perímetro de la ciudadela, pero, si la Puerta de los Perros estaba vigilada, también lo estarían las demás.

Tal vez pudiera encontrar una cuerda… Subió por una de las escaleras que conducían a la parte superior de la muralla exterior, al amplio parapeto protegido por almenas. Le resultaba poco tranquilizador hallarse a tanta altura, expuesto al embate de aquel viento que lo había empujado, pero desde allí era factible observar la muralla de la ciudad entre el mar de altas chimeneas y puntiagudos tejados. Aun después de una estancia de cerca de un mes, las casas todavía le parecían peculiares por comparación con las de Dos Ríos, con sus aleros que casi llegaban hasta el suelo, como si las casas sólo se compusieran de un tejado entablillado con madera, y las chimeneas inclinadas para que el peso de la nieve resbalara por ellas. La fortaleza estaba rodeada de una espaciosa plaza pavimentada, pero a tan sólo cien pasos de los muros había calles donde hormigueaba la gente, ocupada en sus quehaceres: tenderos con delantal situados bajo los toldos de sus establecimientos, granjeros toscamente vestidos que visitaban la ciudad para comprar y vender mercancías, vendedores ambulantes, comerciantes y habitantes de la ciudad se reunían en grupos, para comentar sin duda la visita por sorpresa realizada por la Sede Amyrlin. Vio cómo los carros y las personas circulaban por una de las puertas de la población. Al parecer, los guardias no habían recibido orden allí de interceptar el paso a nadie.

Alzó la mirada hacia la torre de vigilancia más próxima; uno de los soldados agitó una mano revestida con guantelete para saludarlo. Riendo amargamente, hizo un gesto de respuesta. Estaba a escasos centímetros de la muralla, pero bajo los ojos de los guardias. Se apoyó en el antepecho y estudió la lisa superficie de piedra que acababa en el foso seco muchos metros más abajo. La zanja tenía veinte pasos de ancho y diez de profundidad, flanqueada por unas pulidas losas resbaladizas. Una pared baja, inclinada para que nadie pudiera ocultarse en ella, la circundaba para evitar que alguien cayera accidentalmente al foso, erizado de afiladas picas. Aun con una cuerda para descender y sin guardias que lo vieran, no podría cruzarlo. Lo que era efectivo para mantener afuera a los trollocs en casos extremos, servía también para retenerlo adentro a él.

De improviso se sintió completamente extenuado, derrotado. La Sede Amyrlin estaba allí y no había escapatoria. No había modo de salir, y la Sede Amyrlin estaba allí. Si ella sabía que él se encontraba allí, si ella había provocado aquel viento que lo había atrapado, ya estaba persiguiéndolo, tratando de cazarlo con los poderes de una Aes Sedai. Los conejos tenían más posibilidades de escapar de su arco. No obstante, se negó a darse por vencido. Había quien decía que las gentes de Dos Ríos eran capaces de aleccionar a las piedras y de impartir enseñanzas a las mulas. Cuando no les restaba nada más, los habitantes de Dos Ríos se atrincheraban en su terquedad.

Tras apartarse de la muralla, vagó por la fortaleza sin encaminarse a un lugar determinado, pero cuidando que sus pasos no lo condujeran a uno de los sitios donde previsiblemente debía estar. A ningún punto cercano a su habitación, a ninguno de los establos, ni a cualquiera de las puertas —Masema podía incitar a Ino para que informase de su intento de salida— ni a un jardín. Todo cuanto alcanzaba a pensar era en mantenerse alejado de cualquier Aes Sedai, incluso de Moraine. Ella sabía lo que era él. A pesar de ello, no había tomado ninguna medida en contra suya. «Por ahora, que tú sepas. ¿Y qué ocurriría si hubiera cambiado de parecer? Tal vez ella mandó llamar a la Sede Amyrlin».

Por un momento, desazonado, se apoyó contra la pared de un corredor, sintiendo la dureza de la piedra bajo su espalda. Con la mirada perdida, contempló el vacío en la lejanía y vio escenas que no deseaba ver. «Amansado. ¿Sería tan terrible que todo concluyera de una vez? ¿Que terminara realmente?» Cerró los párpados, pero todavía se veía a sí mismo, agazapado como un conejo que no tenía hacia dónde correr, y a las Aes Sedai que estrechaban su cerco en torno a él cual cuervos dispuestos a atacar. «Casi siempre mueren poco tiempo después, los hombres que han sido amansados. Pierden las ganas de vivir». Recordaba demasiado bien las palabras de Thom Merrilin. Con un estremecimiento se precipitó por el pasillo. Tampoco debía quedarse parado a la espera de que lo localizaran. «¿Cuánto tardarán en encontrarte de todos modos? Estás en la misma situación que un cordero encerrado en un corral. ¿Cuánto tardarán?» Tocó la empuñadura apoyada en su flanco. «No, no eres un cordero. Ni para las Aes Sedai ni para nadie». Sintió que sus pensamientos eran algo jactanciosos, pero su determinación no menguó por ello.