Выбрать главу

Rand lo agarró del brazo, interrumpiéndolo. «¡Los constructores!»

—Loial, los Ogier construyeron Fal Dara, ¿no es cierto? ¿Conoces alguna vía de salida que no sea las puertas? Algún túnel, un conductor de agua… Cualquier cosa, mientras pueda arrastrarse un hombre en su interior. Un sitio donde no dé el viento sería lo mejor.

Loial dibujó una mueca de congoja, rozando casi las mejillas con las puntas de sus cejas.

—Rand, los Ogier construyeron Mafal Dadaranell, pero esa ciudad fue destruida durante la Guerra de los Trollocs. Ésta —rozó ligeramente la pared de piedra con las enormes yemas de sus dedos— la levantaron los hombres. Puedo trazar un plano de Mafal Dadaranell; vi los mapas una vez, en un antiguo libro del stedding Shangtai, pero de Fal Dara no conozco más de lo que sabes tú. Está bien construida, sin embargo, ¿no crees? Austera, pero bien distribuida.

Rand se apoyó desalentado en la pared, cerrando los ojos.

—Necesito encontrar la manera de salir —susurro— Las puertas están cerradas y no me permiten traspasarlas, pero debo irme.

—Pero ¿por qué, Rand? —inquirió Loial— Nadie va a hacerte daño aquí. ¿Te encuentras bien, Rand? —Elevó la voz de improviso— ¡Mat! ¡Perrin! Me parece que Rand está enfermo.

Al abrir los ojos, Rand vio que sus amigos se incorporaban entre el corro de jugadores. Mat Cauthon, larguirucho como una cigüeña, con un amago de sonrisa como si percibiera algo divertido inapreciable para los demás. Perrin Aybara, de pelo enmarañado, fornidos hombros y musculosos brazos moldeados en su trabajo como aprendiz de herrero. Ambos llevaban todavía ropas de Dos Ríos, simples y fuertes, pero gastadas a causa del viaje.

Mat arrojó el dado al semicírculo mientras caminaba hacia afuera y uno de los hombres le advirtió.

—Eh, sureño, no puedes abandonar el juego cuando estás ganando.

—Mejor que cuando esté perdiendo —respondió riendo Mat.

Inconscientemente, se llevó la mano a la chaqueta a la altura del pecho y Rand parpadeó. Mat llevaba bajo la tela una daga con un rubí en la empuñadura, un arma de la que nunca se apartaba y de la que no podía prescindir. Era una daga contaminada, procedente de la ciudad abandonada de Shadar Logoth, contaminada e infectada por un mal casi tan diabólico como el Oscuro: la pátina maligna que había dado muerte a Shadar Logoth dos mil años antes y que aún vivía entre las solitarias ruinas. Aquella infección acabaría con la vida de Mat si continuaba cerca del arma y le daría muerte todavía con mayor celeridad si la dejaba a un lado.

—Ya tendrás otra oportunidad de recuperarlo. —Los sarcásticos bufidos de los hombres hincados de rodillas indicaban que, en realidad, no creían en ello.

Perrin se mantuvo cabizbajo mientras seguía a Mat. Últimamente, Perrin siempre mantenía la mirada baja y los hombros hundidos, como si acarreara un peso demasiado apabullante incluso para su fuerza.

—¿Qué pasa, Rand? —preguntó Mat— Estás más blanco que tu camisa. ¡Eh! ¿De dónde has sacado esta ropa? ¿Te estás volviendo shienariano? Quizá yo también me compre una chaqueta como ésa y una camisa elegante. —Sacudió el bolsillo de su chaqueta, produciendo un tintineo de monedas— Por lo visto, tengo una buena racha con los dados. Sólo los toco y ya estoy ganando.

—No tienes que comprar nada —indicó con ademán cansado Rand— Moraine ha ordenado que nos cambiaran toda la vestimenta. Por lo que sé, ya deben de haber quemado lo que trajimos, excepto lo que lleváis puesto ahora. Seguramente Elansu vendrá a recogerlo también. Yo de vosotros me cambiaría rápidamente, antes de que ella os lo quite directamente. —Perrin no alzó la cabeza, pero sus mejillas se tiñeron de arrebol; Mat sonrió con más fuerza, aunque de manera afectada. Ellos también se habían visto expuestos a aquellos encuentros en los baños y sólo Mat fingía que no le importaban— Y no estoy enfermo. Sólo necesito salir de aquí. La Sede Amyrlin está aquí. Lan ha dicho… ha dicho que, estando ella aquí, habría sido mejor que me hubiera marchado hace una semana. Tengo que irme y todas las puertas están cerradas.

—¿Eso ha dicho? —Mat frunció el entrecejo— No lo comprendo. Él nunca ha dicho nada malo de una Aes Sedai. ¿Por qué lo hace ahora? Mira, Rand, a mí me inspiran tan poca simpatía las Aes Sedai como a ti, pero no van a hacernos nada. —Bajó el tono de voz al decir eso y miró por encima del hombro para cerciorarse de que no lo escuchara ninguno de los jugadores. Las Aes Sedai inspiraban temor por doquier, pero en las Tierras Fronterizas la gente distaba mucho de profesarles odio y un comentario irrespetuoso acerca de ellas podía desembocar en una pelea o en algo peor— Fíjate en Moraine. No es tan mala, aunque sea una Aes Sedai. Estás comportándote como el viejo Cenn Buie cuando contaba aquellas acaloradas historias en la Posada del Manantial. Lo que quiero decir es que ella no ha causado ningún daño y las demás tampoco van a hacerlo. ¿Por qué habrían de querernos mal?

Perrin elevó la mirada, mostrando unos ojos amarillos que relucían en la penumbra cual oro bruñido. «¿Que Moraine no nos ha causado ningún daño?», pensó Rand. Cuando habían partido de Dos Ríos los iris de Perrin eran de una tonalidad marrón igual que la de Mat. Rand no tenía ni idea de cómo se había producido aquel cambio pues Perrin no quería hablar acerca de ello, ni apenas de nada, a decir verdad, pero había venido acompañado de su postura abatida y de su actual retraimiento de carácter, del peso de una soledad que no mitigaba la proximidad de sus amigos. Los ojos de Perrin y la daga de Mat. Ninguna de aquellas cosas habrían ocurrido si no hubieran abandonado el Campo de Emond, y había sido Moraine quien los había inducido a partir. Sabía que no era justo al pensar así. Probablemente habrían muerto todos a manos de los trollocs, al igual que buena parte de los habitantes de Campo de Emond, si ella no hubiera acudido al pueblo. Sin embargo, aquellas reflexiones no contribuían a que Perrin riera del modo como solía, ni desprendían la daga del cinto de Mat. «¿Y yo? Si estuviera en casa y con vida todavía, ¿sería todavía el mismo que ahora? Al menos no estaría preocupado por lo que fueran hacerme las Aes Sedai».

Mat aún lo observaba con aire burlón y Perrin había erguido la cabeza para mirarlo. Loial aguardaba pacientemente. Rand no podía explicarles por qué debía mantenerse alejado de la Sede Amyrlin. Ellos no sabían qué era él. Lan estaba al corriente y Moraine. Y Egwene y Nynaeve. Habría preferido que no lo supiera ninguno de ellos, en especial Egwene, pero al menos Mat y Perrin —y Loial, también— creían que era el mismo de siempre. Pensó que preferiría morir antes que informarles de su naturaleza y percibir la duda y la preocupación que a veces advertía en los ojos de Egwene y en los de Nynaeve, a pesar de los esfuerzos que ellas hacían por ocultarlos.

—Alguien… está vigilándome —dijo al fin— Siguiéndome. Lo que ocurre…, lo que ocurre es que no hay nadie ahí.

Perrin dio un respingo y Mat se humedeció los labios.

—¿Un Fado?

—Por supuesto que no —resopló Loial— ¿Cómo podría entrar en Fal Dara uno de los Seres de Cuencas Vacías? Según las leyes, nadie puede cubrirse el rostro en el interior de las murallas y las lámparas mantienen iluminadas las calles de noche para que no haya sombras donde le sea factible ocultarse a un Myrddraal. No sería posible.

—Las paredes no impiden el paso a los Fados —murmuró Mat—. No cuando él quiere entrar. No sé si las leyes y las lámparas surtirán más efecto. —No hablaba como alguien que había considerado a los Fados como personajes de cuentos de juglar hasta menos de un año antes. Él también había visto demasiadas cosas.

—Y luego está lo del viento —agregó Rand. Su voz apenas tembló al referir lo sucedido en lo alto de la torre. Perrin apretó los puños hasta que le crujieron los nudillos— Sólo quiero irme de aquí —finalizó Rand— Quiero irme hacia el sur. A algún sitio alejado. A otro lugar.